América Yujra – Politiquería boliviana: sus miserias y consecuencias

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Alexis de Tocqueville señaló que uno de los principales riesgos para la democracia provendría de una “(…) multitud de hombres parecidos (…) girando en busca de pequeños y vulgares placeres, con los que contentan su alma”. Denominó a ésa multitud como «tiranía de la mayoría», aquella que, sostenida bajo un criterio de igualdad desmedida, engloba a todos los individuos posibles en un grupo hegemónico, arrebatándoles su identidad, su dignidad y su libertad.

Varios siglos después, vemos que ésa tiranía tocquevilliana continúa siendo un peligro incesante para los sistemas democráticos; aunque ha perdido su “volumen”, ya no es necesariamente una multitud numerosa. A los regímenes autoritarios les basta con un grupúsculo reducido de individuos —reunidos en un partido político— para doblegar a una gran cantidad de ciudadanos, servirse de ellos e instalarse en el poder.

Los acontecimientos bochornosos al interior de la Asamblea Legislativa Plurinacional nos reflejan ése accionar perverso de partidos y regímenes autoritarios que lleva a sus actores (autoridades ejecutivas y legisladores) a ejercer la política de forma baja, vil y despreciable.

Comparto la indignación de muchos ciudadanos. Sin embargo, siendo reiterada la violencia —física y verbal— de asambleístas oficialistas y opositores, más que repudio ya sólo pudo sentir pena y preocupación. Evidentemente, no son individuos comprometidos con sus deberes y con quienes los eligieron. Son seres degradados, deshumanizados, desprovistos de voluntad propia y razón. Seres convertidos en instrumentos bélicos, útiles sólo para el conflicto entre bancadas partidarias y sus escisiones internas mas no para el sistema político, menos para la democracia.

Conviene apuntar que, un sistema democrático no se circunscribe a las condiciones de sus instituciones, también involucra los comportamientos y decisiones de sus actores (activos y pasivos). Sólo desde esa comprensión integradora es posible la existencia de una relación democrática entre el poder, las autoridades y la ciudadanía.

De ésa relación, los actores son determinantes para reflejar el estado de un sistema democrático. Sobre ellos recae la exigencia de una comprensión sólida de la política. A la población se le pide participación, a través de su opinión y su voto. A los sujetos activos (presidente, vicepresidente, asambleístas), conductas políticas coincidentes con las pautas democráticas más sustanciales.

¿Cómo llegar a ésa comprensión política requerida? Los sujetos políticos deben seguir tres procesos específicos, no excluyentes entre sí: a) cognitivo: conocer sus deberes y funciones, partiendo de un reconocimiento interno y externo de los mismos; b) afectivo: demostrar aceptación, negación, apoyo o rechazo al sistema político imperante; y c) evaluativo: en base a los dos ítems anteriores, determinar sus acciones e implicancias sobre la democracia y el sistema político.

“La salud de una sociedad democrática puede medirse por la calidad de las funciones desempeñadas (…)”, determinó Tocqueville. Sin institucionalidad y con “representantes” que, a base de gritos y golpes, hacen politiquería, el diagnóstico es deprimente: democracia apócrifa.

No vivimos en democracia plena porque las instituciones de contrapoder son manejadas por lineamientos político-partidarios y, por ende, no funcionan. Bolivia no tiene democracia porque sólo los derechos de quienes detentan el poder (o los de sus allegados) son respetados y ejercidos sin restricciones. No hay democracia en Bolivia porque la participación ciudadana no tiene garantías de ser reflejada en forma transparente. No tenemos democracia cuando las leyes y la Constitución son meras anécdotas jurídicas. Con todo, el patético espectáculo de los asambleístas no basta para afirmar la inexistencia de una democracia plena, aunque, dado el efecto en el funcionamiento del Estado, se constituye en un factor determinante para su debilitamiento.

La actitud de todos los legisladores —de oficialismo (“arcistas” y “evistas”) y oposición (Comunidad Ciudadana y Creemos)— genera un profundo repudio social, que a su vez provoca el desconocimiento de una institución clave de nuestro sistema democrático: la asamblea legislativa. Ante ello, la ciudadanía puede volcarse a extremismos, como el pedido de “cierre del Congreso”, una figura no contemplada en nuestra ingeniería constitucional, pero ya su presencia en la opinión pública es un indicador importante de desencanto democrático.

Lo anterior lleva a considerar las siguientes palabras de Tocqueville: “(…) ¿Pero acaso no oyen que entre ellas se repite sin cesar que todo lo que se encuentra por encima de ellas es incapaz e indigno de gobernarlas? (…) ¿Y no creen ustedes que cuando tales opiniones (…) descienden hasta lo más profundo en las masas deben conducir, no sé cuándo, no sé cómo (…) a las revoluciones más temibles? Creo que estamos durmiendo sobre un volcán (…)”. Esto significa que, cuando la ciudadanía detecta infamia o bajeza en los actores políticos, pueden suscitarse reacciones diversas, desde las más simples hasta las más violentas.

La ciudadanía elige gobernantes y representantes para que se encarguen del manejo de la res publica: tareas administrativas y de gestión del Estado (economía, política, justicia, seguridad). Si los elegidos no actúan conforme a los requerimientos de sus mandantes, se constituyen en un estorbo para el desarrollo del Estado. Ante ello, la ciudadanía buscará soluciones en propuestas político-partidarias diferentes, nuevas o “radicales”.

No cabe duda, los que elegimos (mediante voto) nunca nos representarán completamente, pues la democracia representativa depende de una legitimidad que fluctúa y se modifica con el pasar del tiempo. Su deterioro se profundiza cuando los representantes demuestran ineficiencia e incompetencia. Si bien nuestra Constitución no establece requisitos como un grado de formación en gestión pública, los representantes deben ser conscientes de sus limitaciones y escatimar todos los medios a su alcance para interiorizarse en ésa materia. Quizás los partidos políticos deberían preocuparse más por capacitar a sus militantes antes que preparar ardides para impedir el tratamiento de leyes, “secuestrar” a sus opositores o exhibir “tránsfugas”.

La existencia de partidos políticos débiles e improductivos también condiciona la estabilidad democrática. Cuando éstos (incluidas agrupaciones o alianzas “ciudadanas”) carecen de estructura, base ideológica y proyectos de país propios, no pueden proporcionar una formación política adecuada a sus militantes. Con ello, la incompetencia política de sus candidatos, primero, y autoridades electas, después, no tardará en hacerse visible y menoscabar la democracia.

Indignan las infames actitudes de los politiqueros que hoy ocupan el Legislativo. Sin embargo, debería preocuparnos más el efecto que esto produce en la ciudadanía y en el sistema democrático: la pérdida de confianza en las instituciones de poder y, por tanto, en la democracia misma.

Quizá ahora no veamos reacciones ciudadanas inmediatas o violentas (exigencias de renuncias, marchas, bloqueos, etc.) mas no significa que no suceda nada. Ante ese repudio al sistema representativo, ante partidos apáticos y poco propositivos, la ciudadanía puede: desafectarse de la política y darle oxígeno al régimen masista; o enfrentarlo, ya sea decantándose por una de las propuestas “radicales” que anda rondando por redes sociales, o aunar esfuerzos para construir una nueva y verdadera propuesta ciudadana. De todas las anteriores, la última podría reavivar nuestra democracia. ¿Es posible concretarla a casi un año y medio de las próximas elecciones nacionales?

El masismo ha transmitido su violencia y tiranía a toda la clase partidaria en funciones; pervirtió la política y la transformó en politiquería. “(…) Estamos durmiendo sobre un volcán… un viento de revolución nos golpea, la tormenta está en el horizonte”, escribió Tocqueville. Quizás podríamos agradecerle a nuestros “representantes”, porque sus golpes, patadas, empujones y gritos nos han mostrado lo que no queremos volver a presenciar en la Asamblea Legislativa. El volcán está activo; la revolución es posible, así como un nuevo gobierno; y no importa la tormenta si en el horizonte nos espera una mejor democracia.

América Yujra Chambi es abogada.

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