Llegamos puntuales, cada uno desde alguno de los puntos cardinales con el cuidado de la seña convenida para juntarnos a fumar un pucho mirando la ciudad desde el Montículo. Medio amparados y medio descubiertos por las luces tenues de los faroles al terminar la tarde, intercambiamos ideas sobre las tareas para seguir dibujando con el pincel de la utopía nuestra Bolivia en democracia. Las nubes no dejaban ver el cielo y los árboles se mecían con un viento que hacía emerger sombras de seres inexistentes caminando y alzando vuelo. Estaba raro el ambiente. “Tengo un mal presentimiento” -dijo Arcil- y, sigilosamente, con los ojos virando como radares y el olfato y los oídos aguzados, desandamos caminos. Prometimos encontrarnos en dos días en la casa detrás de la UMSA para la distribución de tareas.
Al día siguiente, el sol se despertó tarde como queriendo que la noche prolongue sus horas y no llegue ese jueves l5 de enero de 1981. Una sensación de indefinición que nunca pude explicar acompañó mis horas dedicadas a hacer seguimiento sobre los efectos de las medidas económicas impuestas por la dictadura. La vida en el país se hacía invivible no sólo por el clima de miedo en una sociedad donde se conculcaban todos los derechos y libertades, sino también por el alza de los costos de la canasta familiar, atentatorios contra la vida.
El proletariado minero, cuando no, se atrevió a demandar incremento salarial. Como lunares, en distintos lugares las amas de casa aparecían protestando espontáneamente porque la plata no les alcanzaba para llevar alimento a sus hogares. Los fabriles empezaban a envalentonarse frente a la amenaza de andar con la Biblia bajo el brazo. El canal oficial destilaba odio y junto con los tanques en las calles pintaban paisajes de brutalidad tenebrosa. En contrapartida, como planta que brota de la tierra en medio de la tormenta, el periódico Aquí, junto con los volantes partidistas creativos, orientadores, inculcadores de vitalidad y convocantes a la rebelión, circulaban clandestinos en pocas manos, pero multiplicándose por miles y millones en las voces ciudadanas. La radio se las ingeniaba para alimentar las esperanzas con un cuento, con una canción, con un mensaje subliminal. La pretensión de acallar las voces, era sólo eso, pretensión, porque los pueblos caminan con la palabra.
Pasado el mediodía de ese jueves 15, nubarrones negros se tomaron por asalto el cielo y no se fueron el resto del día, ni el día siguiente, ni nunca. La noche, lluviosa, se llenó de llamadas con voces de angustia y siempre la misma pregunta: “¿Está ahí?, no ha regresado”. Después el silencio sepulcral de unas horas inexplicablemente largas, tensas, desesperantes con el temor humano de la peor historia, la esperanza ideologizada de la inmortalidad y la oración que impide que caiga la fe. Había que esperar el día.
Apenas amaneció nos dirigimos al local donde convinimos encontrarnos. Estábamos con un par de compañeros en inquieta espera cuando por sí sola cayó nuestra mensajera, la palomita de papel que teníamos pegada en la ventana y que nos señalaba el camino expedito cuando estaba puesta, y que, por el contrario, nos enseñaba el cambio de camino con su ausencia. Se bajó sola. Fue el preludio de una voz que sonó del otro lado del teléfono alertándonos: “tienen que salir inmediatamente, los han asesinado, a todos”. La palomita y la llamada fueron las encargadas de comunicarnos aquella noticia lacerante que nos partió el alma y nos hizo preguntarnos con vana incredulidad ¡¿por qué?!, ¿por qué ellos?, ¡¿por qué carajo?! Desde entonces me acompaña clavada en el pecho la estaca de tristeza que inundó ese espacio donde solíamos soñar juntos una Bolivia liberada.
Luego supimos que llegaron paramilitares armados hasta los dientes, y que los torturaron y asesinaron a sangre fría por el delito de luchar por la recuperación de la democracia y la defensa de los derechos humanos. Los compañeros de la Dirección Nacional Clandestina del MIR no tenían más armas que su coraje y su amor entrañable por Bolivia. Fue un enfrentamiento de ideas contra metrallas y de dignidad contra miseria humana. Fue una masacre. Sin embargo, el certificado de defunción del forense escribió que las muertes fueron consecuencia de pulmonía. Y los comunicados oficiales circulaban la versión de un enfrentamiento armado. La mentira se destapó de inmediato, Gloria, la única sobreviviente dio la cara para testimoniar la verdad de los hechos. La CIDH en reunión del 25 de junio resolvió que se trató de violación al derecho a la vida, al derecho a la integridad personal y al derecho a la libertad. Años más tarde el juicio de responsabilidades condena al dictador García Meza y sus colaboradores.
Nos destinaron a la clandestinidad. Imprudentemente la rompimos para estar presentes en sus despedidas. El mundo ya no era el mismo. Con cada muerte provocada la dictadura se restó años de su vil existencia. Y con cada muerte los pueblos ganaron vidas de resistencia, de esperanzas y certezas de que otro mundo es posible. En el cementerio estaban las compañeras de vida de los mártires, la Ruth, la Betina, la Olivia, la Gladiz…, firmes, dignas, seguras, altivas, tomando la posta con la grandeza de quien no quiere mostrarle a los dictadores la pena que desgarraba sus corazones. “La lucha sigue”, me dijo al oído una de ellas hablando por todas cuando me acerqué a expresarles mi solidaridad. Imposible contener las lágrimas de un llanto interior que era un océano de tristeza y un torrente de fortaleza para no decaer, para continuar la tarea, para seguir en camino.
Ellas, sus compañeras, tuvieron que aprender a asumir la soledad sin que la sientan sus pequeños. O mejor dicho, para que sientan que el vacío irreemplazable dejado por esos seres maravillosos, militantes inclaudicables y compañeros y padres ejemplares era un camino trazado para seguir andando. Ellas, y sus hijas y sus hijos, que alimentan la llama de la memoria con presencia eterna de Arcil, Artemio, Cristo, Gonzalo, Lucho, Pepe, Ramiro y Ricardo, son las mensajeras de la vida en unidad indestructible con los mártires de la democracia.
Adalid Contreras Baspineiro es sociólogo y comunicólogo boliviano. Militante del viejo MIR.