Sandino volverá a vencer sobre Somoza

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Alejandro Almaraz
Por sí sola, la masacre de jóvenes y adolescentes que viene cometiendo el Gobierno nicaragüense desde abril, y últimamente dosificada, es suficiente motivo de dolor para quien tenga elemental humanidad. Pero seguramente nos duele más a los izquierdistas de mi generación, los que todavía éramos niños durante los rebeldes años 60 —del siglo pasado—y que recién a finales de los 70 tuvimos conciencia del mundo, adquirida junto a la utopía de la revolución social, porque la Revolución Sandinista fue la más entrañable referencia de nuestras mayores esperanzas de un mundo mejor.
Una revolución distinta y nuestra
Nuestra revolución (ideológica y emotivamente apropiada) ya no fue la cubana, que quedaba ya distante en el tiempo y se distanciaba también de nuestros ideales, fue la nicaragüense. Era esta una revolución cargada de piedad cristiana; que no fusiló a los esbirros de la Guardia Nacional somosista, sino que los perdonó. En la patria del gran Darío, era una revolución de poetas; en la que combatía Ernesto Cardenal, llevando su boina, sus salmos y sus desgarradores versos de amor, y en la que el líder póstumo, Carlos Fonseca, había sido también un poeta. Era una revolución que, más que con discursos o panfletos, hablaba con las tonalidades musicales de su tierra; hasta sus eficaces manuales para la guerra popular eran hermosas canciones compuestas por Carlos Mejía Godoy. Era una revolución contra la dictadura y el hambre, pero también contra el patriarcado, en la que las mujeres combatían y comandaban; como Mónica Baltodano, aquella muchacha comandante ante quien tuvo que rendirse la última guarnición de la tiranía somosista, con sus armas derrotadas y su orgullo patriarcal humillado; o Dora María Téllez, la otra muchacha que, después de comandar la toma de la Asamblea Legislativa, comandó la insurrección de León, la primera ciudad tomada por la insurgencia sandinista. Fue una revolución que, eludiendo el autoritario molde soviético que secó y pervirtió a varias revoluciones del siglo XX, fue profundamente democrática. No solo por librar a su gente de la dinastía genocida de los Somoza, sino por reconocerle y respetarle derechos que quizá nunca tuvo, incluyendo el de elecciones libres, respetado por los sandinistas aun al precio de perderlas y con ellas el gobierno.
Pero el triunfo revolucionario de aquel 19 de julio de 1979, con el tiempo, devino en frustración y derrota; la revolución no cumplió su objetivo final de liberar a Nicaragua de la pobreza, las injusticias y la dependencia. Explicar las causas y las circunstancias de la derrota es especialmente difícil, sobre todo si, como es mi caso, se la ha sufrido desde lejos. No obstante, cabe decir que se produjo desde afuera y desde adentro de la propia revolución. Desde afuera por la guerra que la “contra”, armada y lanzada por el gobierno estadounidense, sostuvo durante 10 años contra Nicaragua y su revolución, y, desde adentro, por la paulatina traición de una parte —la dominante— de su conducción, precisamente la del matrimonio Ortega- Murillo, la que hoy masacra a su pueblo en nombre de la revolución que terminó de traicionar ya hace mucho tiempo. Los votos que en 1984 fueron para el FSLN, y en 1990 lo derrotaron, no cambiaron solo buscando detener el desangramiento y la destrucción largamente impuestos por EEUU y la contra, también repudiaban la apropiación patrimonial de la revolución y el Estado que la familia gobernante y su camarilla ya habían empezado a consumar. Eran la precoz percepción popular de lo que poco después se traduciría en las famosas “piñatas”, y que Eduardo Galeano (otro ferviente militante de la revolución sandinista) denunció a propósito de los que “en tiempos de guerra fueron capaces de perder la vida y en tiempos de paz no son capaces de perder las cosas”. Por cierto —según el mismo Galeano—, “las cosas” eran casas, automóviles y otros bienes apropiados mediante el uso del poder político. Si existió alguna posibilidad para que, después de su derrota en 1990, el FSLN se restableciera como conducción revolucionaria y relanzara la revolución, fue liquidada en 1998, cuando Daniel Ortega transó con Arnoldo Alemán (el ultracorrupto líder de la derecha nicaragüense) la impunidad de este y sus secuaces a cambio de la viabilización jurídica de su perpetua instalación en el poder. Desde entonces, la organización que encabezó a los nicaragüenses en la heroica conquista de su dignidad y libertad, el FSLN, se ha convertido en una pieza más de la tradicional hermenéutica venal del poder latinoamericano.
La internacional de la impostura y la masacre
Como explica Mónica Baltodano, el Gobierno que hoy manda y masacra en Nicaragua se ha alejado de la Revolución Sandinista hasta convertirse en su antípoda perfecta. De ella solo ha conservado sus símbolos usurpados para encubrir su traición. Para entender a este Gobierno matrimonial, parece ser un necesario primer dato su afiliación a la internacional latinoamericana de la impostura, el asesinato y la corrupción que comparte con los gobiernos de Cuba, Venezuela y Bolivia. En torno a este eje intergubernamental autoritario, se despliega la izquierda que Sergio Ramírez (el exvicepresidente sandinista y premio Cervantes de Literatura) ha llamado, con evidente indulgencia, izquierda “jurásica”; la que hace poco se reunió en La Habana a título de “Foro de Sao Paulo” para dar su infame espaldarazo a la masacre en Nicaragua. El grotesco recurso de aplicar a la realidad presente las interpretaciones “revolucionarias” que ya eran erróneas o falaces hace más de medio siglo, cuando estaban recién producidas por el aparato ideológico soviético, no es lo peor de esta izquierda. No hace lo que hace ni dice lo que dice por estar enajenada, extraviada en el pasado, o por simple oligofrenia. En realidad, es una izquierda funcionaria o contratista, cuyos dividendos, sueldos y coimas son su única razón de ser bajo su total postración moral e intelectual. Claro, no es descartable que la deficiencia mental también sea motivadora, e incluso rentada.
En esa postración, la legitimidad de esta izquierda cebada con el patrimonio público parece haberse reducido a las credenciales “revolucionarias” que la jerarquía cubana sigue distribuyendo —hoy entre sus socios comerciales—, y sus argumentos se han achicado, en última instancia, a la simple negación de los hechos, especialmente los que señalan incontrastablemente la criminalidad de sus gobiernos, atribuyéndolos, como patética letanía, a las “mentiras del Imperio”. Buen ejemplo de ello es el apoyo del foro habanero “de Sao Paulo” a la masacre orteguista, afirmando que los muertos en Nicaragua o son del bando gubernamental o son “criminales”, “terroristas” o “torturadores” contratados por la derecha o el Imperio. Actúan con el desparpajo de la burocracia estalinista informando sobre los procesos de Moscú tras la “cortina de hierro”, como si no hubiéramos visto, en el mundo entero, las filmaciones de adolescentes y niños desarmados (terroristas o torturadores para ellos), cazados en las calles por los francotiradores de la dictadura.
Esta oprobiosa internacional latinoamericana del crimen actúa a nombre del socialismo y la revolución, pero su apuesta global es el restablecimiento de la bipolaridad, esta vez nítidamente inter-capitalista, en la que el viejo capitalismo —e imperialismo— de las potencias occidentales sea enfrentado (o “equilibrado”) por el capitalismo —e imperialismo— emergente de China y Rusia. Se asume como apéndice continental de este capitalismo emergente (y precisamente por emergente y tardío bastante más voraz, primitivo, brutal y destructivo que el otro), que el socialismo real ha dejado en lugar de la sociedad sin explotación, clases sociales ni Estado que prometía. De este modo, el Estado cubano, pieza central en este siniestro engranaje de la masacre en nombre de la revolución, ante la persistencia del bloqueo y la definitiva ausencia de la subvención “internacionalista”, no parece haber identificado otra salida que su conversión en una pequeña China caribeña: un capitalismo, si bien transitoriamente organizado desde el Estado (y el Ejército), amplio, fluido y vigoroso. Eso sí, solo en la economía, sin el histórico componente político liberal. Respecto al poder político, igual que en China, donde los tanques lograron en Tian Amen lo que no consiguieron en Moscú, la ultrajada imagen de Marx, la invocación de una revolución embalsamada, y el monopólico Partido Comunista (“rector de la sociedad cubana”), serán la dosis de socialismo precisa para justificar que el renacido capitalismo sea exclusivamente administrado por la misma gerontocracia que cree encarnar la revolución. Tanto es este convencimiento gerontocrático que impone, a propios y ajenos, cuanto sacrificio sea necesario para mantenerse en el poder y proveerse de la gasolina y las divisas necesarias al efecto. Así, el pueblo cubano tiene que seguir soportando el anacrónico régimen autoritario importado de la Unión Soviética, y varios otros pueblos —como el boliviano— tenemos que soportar nuestras dictaduras a título de “procesos revolucionarios”, pero más bien por proveedoras del Estado gerontocrático.
Referirse al desastre mayúsculo que hoy representa Venezuela es arduo y angustioso, y como no es el tema principal de estas líneas, baste reiterar una pregunta: ¿Cómo hicieron Chávez, Maduro y Cabello para dejar a Venezuela en la destrucción integral en la que ha quedado, disponiendo de una cantidad exorbitante de dinero (aproximadamente un billón de dólares solo por ingresos hidrocarburíferos y sin contemplar la cuantiosa deuda externa contratada por ellos mismos), y del control casi total del Estado durante al menos tres lustros de “revolución bolivariana”? Desde ya, la cantaleta madurista de “la guerra económica del imperialismo y la derecha” queda absolutamente descartada. Durante toda la “revolución bolivariana”, y hasta hoy, lo que ha hecho EEUU (siendo a él al que alude el madurismo) es suministrarle al Gobierno bolivariano gran parte de esa extraordinaria disponibilidad económica, comprándole un alto porcentaje de su producción petrolera al precio del mercado internacional. Incluso sus sanciones económicas, demostrando que no se siente mayormente incómodo por el socialismo bolivariano, han sido tardías (tomadas cuando el desastre venezolano ya estaba consumado) y son insignificantes frente a lo que podría hacer si quisiera desatar contra Venezuela una guerra económica “feroz”, como dice la ridícula denuncia del madurismo. Mucho más conducentes a la respuesta demandada son los cientos de miles de millones dólares depositados en cuentas bancarias privadas de venezolanos fuera de Venezuela. Son los famosos “petrodólares” que, en vez de “plantarse” (como proclamaba Chávez) en empresas públicas eficientes, comunas campesinas, o cualquier estructura eficazmente dirigida a la diversificación productiva, continúan creando y engordando a la burguesía parasitaria, tanto a la tradicional y conservadora como a la flamante y colorada, mientras miles de venezolanos buscan comida en los basureros o —para no tener que hacerlo— se van de su país en las más duras condiciones.
Bolivia y Nicaragua, caudillos e imposturas en común
Es curioso que, pese a las grandes diferencias de los procesos históricos de los que provienen, los gobiernos de Nicaragua y Bolivia tengan tanto en común. En el plano económico, ambos sostienen disciplinadas políticas monetaristas de amplia apertura a la inversión privada, sobre todo extranjera, tal como lo “recomienda” el poder global representado por el FMI, y es básico en la adscripción neoliberal. Por eso han merecido las enfáticas felicitaciones de este, y las entusiastas alabanzas de los círculos tecnocráticos promotores del gran capital. Por eso sus países han venido compartiendo indicadores macro-económicos con los países de gobiernos abiertamente neoliberales (como Perú, Panamá o Paraguay), y por eso también Nicaragua y Bolivia (junto con Honduras y solo encima de Haití)) continúan en la cola del desarrollo humano en el continente, pese a sus importantes índices de crecimiento económico, su baja inflación y tanta revolución discurseada, flameada y cacareada. Sin que hayan dejado de ofrecerlos a los capitales yanquis, y a los de cualquier otra nacionalidad, ambos han brindado gigantescos negocios (respecto a las dimensiones de sus propias economías) al capital chino, sin mayores miramientos por la preservación ambiental, la transparencia de la gestión pública o la vigencia de los derechos sociales de sus ciudadanos. Ambos han establecido sólidas y estratégicas alianzas con lo más fuerte, y codicioso, de sus burguesías locales, convirtiéndolas en el componente de clase dominante en sus respectivas estructuras de poder, y a sus intereses corporativos en el derrotero programático de las respectivas “revoluciones”.
En el plano político, ambos son autocracias en las que el poder es concentrado por caudillos que han reemplazado el carisma heroico de sus homólogos del siglo XIX, por un abyecto entramado de prebendas e intimidación. Como son incapaces de otra convocatoria que no sea la de los caudillos, ambos han optado por perpetuarse en el poder mediante la perpetuación presidencial de aquellos. Para eso, ambos han recurrido a la conculcación de sus respectivas constituciones empleando el mismo argumento absurdo: que la reelección indefinida es el inviolable derecho humano de sus respectivos caudillos establecido en el Pacto de San José. Pero como las sociedades que gobiernan no son las que gobernaban los caudillos decimonónicos, y en vez de depositar su suerte en las mesiánicas manos de los pretendidos salvadores, han asumido el derecho de construir sus democracias y elegir libremente a sus gobernantes, han rechazado la escasamente disimulada instalación dictatorial que significa la perpetuación de los caudillos en el poder. Ante la resistencia democrática de sus sociedades, la actitud de las dos autocracias ha sido también la misma: la represión brutal y el terrorismos de Estado, y si bien en Bolivia aún no se ha llegado a la matanza ya consumada en Nicaragua, se avanza en ese camino cierto.
El cuarto de los Somoza
Pero debe admitirse que ni Evo Morales, pese a sus esforzados méritos al respecto, ni ningún otro gobernante latinoamericano en las últimas largas décadas (ni los Somoza), le gana a Daniel Ortega en entreguismo; en la liquidación del patrimonio y la soberanía nacionales en aras a la ganancia del capital extranjero. La mejor demostración de ello es su mega-proyecto estelar: el mentado canal interoceánico. Se trata básicamente de una réplica del canal de Panamá, por cuya construcción, y la rentabilidad que no lo sacó de la pobreza, Panamá tuvo que pagar el precio de dignidad e independencia de ceder a EEUU, por un siglo íntegro, su soberanía sobre el canal. En el proyecto de Ortega, la cesión no será formal ni flameará la bandera yanqui sobre el territorio cedido, pero, en los hechos, será igual de efectiva y durará exactamente los mismos 100 años, esta vez en favor de un misterioso empresario chino. De acuerdo con la misma normativa que Ortega hizo aprobar iniciando la ejecución de su proyecto, el afortunado chino, además de la administración exclusiva del canal que ejercerá hasta su muerte y le heredarán varias generaciones de sus descendientes hasta cumplirse los 100 años, obtiene el amplio y discrecional dominio de extensas áreas adicionales a las del canal, con el vago justificativo de desarrollar “complejos industriales” y “proyectos turísticos”. En todo caso, a la luz de las prácticas notorias y constantes del orteguismo, no sería raro que el chino de marras celebre contratos diversos para el engorde de la gorda familia gobernante y su camarilla incondicional. Más aun considerando que el funcionario público (asesor presidencial para la promoción de las inversiones internacionales) que trajo al chino en esas condiciones leoninas, es Laureano Ortega Murillo, uno de los hijos del matrimonio autócrata. En especial, es previsible que quiera ser difundido (o comunicado) mediante las mismas empresas televisivas y de radiodifusión que concentran la publicidad gubernamental y donde “trabajan” los otros hermanos Ortega Murillo.
Respecto al canal de Panamá, el proyecto orteguista tiene la sensible agravante de implicar la desaparición de la principal fuente de agua dulce de Centroamérica, el desplazamiento y despojo territorial de un pueblo indígena, y la expropiación de sus tierras a miles de familias campesinas, a valor indemnizatorio de semiusurpación (catastral). Es decir, el canal orteguiano contará con la invaluable subvención arrancada a la reproducción de la naturaleza y al patrimonio fundamental de las mayorías rurales. Pero si lo anterior no fuera suficiente prueba de subordinación al capital financiero, recuérdese el conflicto que inició la rebelión popular que Ortega pretende ahogar en sangre. Se trató de la autocráticamente precipitada aprobación legal de una reforma de la seguridad social, en riguroso cumplimiento de las “recomendaciones” del FMI, y que, en el consabido sentido de estas, cargaba el costo de los ajustes y la continuidad del sistema previsional sobre los mayores aportes que harían los trabajadores y las menores prestaciones que recibirían. Una reforma básicamente igual a la que quiso poner en vigencia el empresario neoliberal Mauricio Macri, presidente de Argentina, pero que, ante las primeras manifestaciones populares de rechazo, modificó en los aspectos demandados por la movilización. Ortega, en cambio, quiso imponer su reforma a palos y tiros, y solo renunció a ella cuando, después de hacer apalear a los jubilados que protestaron, el asesinato a manos policiales de los primeros caídos en la interminable masacre —jóvenes que se habían movilizado en protección y desagravio de los ancianos apaleados— desató la indignación de todo el país.
Para eso, para satisfacer los apetitos y “recomendaciones” del gran capital, y enriquecer con sus migajas a su caterva de parientes, testaferros y sicarios, es que Ortega gobierna, masacra, apresa y tortura. Eso lo convierte en un nuevo Somoza, como que usa hasta la misma cárcel que usaban los anteriores para el mismo fin del cautiverio, el martirio y la desaparición de quienes se le rebelan. Pese a no tener el linaje de la funesta dinastía, e incluso haber sido comandante sandinista durante la revolución (no casualmente, pero curiosamente, el de menores méritos y liderazgo), por su definitivo papel histórico y su entraña siniestra, Daniel Ortega es el cuarto de los Somoza. Él y su Gobierno, como se ha dicho, solo tienen de sandinista los símbolos usurpados y traicionados. Lo dice mucho mejor la plena y diáfana palabra del gran poeta sandinista (Ernesto Cardenal): “El Frente Sandinista actual, no es el sandinismo, sino su traición”.
Los auténticos sandinistas
Los auténticos sandinistas, tanto los antiguos como los nuevos, están en la primera línea de combate contra la dictadura que debe nombrarse como orteguista o somocista (o incluso como “ortemocista” o “somoteguista”), y de ningún modo como sandinista. De los siete comandantes de la revolución que quedan vivos, cuatro han condenado enérgicamente la deriva sangrienta del régimen, y dos de ellos son sus radicales opositores desde hace varios años. Entre los cuatro, está el propio hermano de Daniel Ortega, Humberto Ortega, para quien la salida a la crisis nicaragüense pasa por la salida de su hermano del poder. Hasta Bayardo Arce, el comandante que la “piñata” orteguista convirtió en precoz y exitoso banquero, el único de aquellos comandantes (además de Daniel) que permanece en el Gobierno —si bien con el bajo perfil que sugiere cansancio o vergüenza— ha reconocido y criticado la brutalidad represiva de su propio Gobierno. Las mencionadas comandantes Téllez y Baltodano, igual que Sergio Ramírez, desde hace ya más de veinte años han constituido el movimiento político de renovación sandinista, y desde él combaten la impostura orteguista con la firmeza evidenciada por su proscripción y el miedo indisimulable que le inspiran al régimen. También los que traduciendo la revolución sandinista en poema y en canción la implantaron en el corazón latinoamericano, Ernesto Cardenal y Carlos Mejía Godoy, han alzado su vehemente voz (y su canto en el caso del segundo) contra la dictadura de Ortega. En fin, la lista de sandinistas notables sublevados contra el nuevo Somoza, suma y sigue muy largamente.
Pero también están los nuevos sandinistas, los jóvenes de las barricadas (tranques) que erizaron a toda Nicaragua y que la dictadura ha aplastado a sangre y fuego, pero sin lograr derrotar. En la percepción de Humberto Ortega, en esas barricadas estaban no solo los postulados y el espíritu libertarios de los sandinistas, sino también sus principales métodos, reactivados por una memoria inter-generacional combativa. Jóvenes como Lesther Aleman, quien en la primera sesión del diálogo nacional le dijo a Ortega bien claro, bien fuerte y de bien cerca lo que muchísimos dentro y fuera de Nicaragua le hubiésemos querido decir, y que tiene a Carlos Fonseca (el ideólogo del FSLN y líder póstumo de la revolución) como su principal ejemplo y referencia para hacer política. Pero ningún testimonio más profundo y genuino que el dado por los universitarios que esperaban la muerte, desarmados y cercados en una iglesia por la policía y los paramilitares orteguistas. Después de ser heridos y muertos varios de ellos, y siendo inminente su matanza, muchos llamaron por sus teléfonos celulares a sus madres para despedirse, para darles sus últimos encargos y decirles que las amaban. Varios de ellos quisieron que sus últimas palabras fueran: patria libre o morir, el histórico lema andinista, nunca más lleno de sentido. Esos jóvenes han definido la acción política movilizada que comparten con el movimiento campesino y otros muchos sectores populares, como una revolución cívica, como toda revolución, proyectada a la transformación profunda y perdurable de su sociedad. Si bien es cierto que no han definido esa revolución como sandinista, entre otras razones, por el desgaste y desprestigio que la usurpación orteguista les ha causado a los símbolos usurpados, parece también evidente que la subjetividad popular largamente formada en las luchas emancipadoras de la sociedad nicaragüense y expresada en el sandinismo, no está ausente de esa aspiración estratégica. La sola existencia de esta, como voluntad transformadora que trasciende a la coyuntura no obstante sus dramáticas urgencias, parece mostrarlo.
Vencerán y venceremos
Más temprano que tarde, esos jóvenes, y el pueblo nicaragüense con ellos, vencerán. Así lo anuncia la impotencia de la dictadura, que con toda la muerte y el terror esparcidos en todo el país, parece estar lejos de haber derrotado a la sublevación democrática, y solo haberla replegado a los espacios clandestinos desde donde, como ya ocurriera ayer frente a las dictaduras de los otros somozas, reaparecerá más fuerte. Vencerán porque la voluntad de vivir en democracia de la gran mayoría de la sociedad latinoamericana, pese a los rebrotes autoritarios por ello mismo transitorios, es una realidad irreversible, y en Nicaragua tiene las vitales raíces que brotan del ejército campesino de Sandino derrotando la intervención de los marines, de los incontables sacrificios fructificados en la derrota de la dinastía somocista, o de la victoria del 19 de julio del 79, brindando inagotable rebeldía y pertinaz certidumbre de victoria. Cuando eso ocurra, la jubilosa escena que describiera Galeano hace 39 años —con las obvias e insubstanciales actualizaciones— se repetirá: mientras Somoza (en este caso el cuarto) huya del país (en este caso a refugiarse en algún oscuro escondrijo de la vasta China o la Cuba amurallada, donde se protegerá de la justicia de su país y el asco del mundo), Sandino paseará por toda Nicaragua bajo una lluvia de flores.
Al margen de lo dicho hasta aquí, a los bolivianos debe interesarnos la suerte de Nicaragua porque, muy probablemente, es la que nos espera. En efecto, en el cronograma de la masacre que la internacional de la impostura ha elaborado para que sus mafias se perpetúen en el poder a nombre de la revolución, somos los siguientes. Pero nosotros también lucharemos y venceremos, y los que ya lo hicimos frente a las dictaduras militares hace más de 40 años, volveremos a tomar aliento e inspiración del ejemplo de inagotable heroísmo de los sandinistas. Ese que han renovado poderosamente los muchachos y muchachas de las barricadas, tan jóvenes como nuestros hijos y tan parecidos a ellos, recordándonos (porque ya lo estábamos olvidando) que la dignidad de los hombres es capaz de derrotar sus peores infamias.

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