No estoy seguro si era ella, pero estaba ahí. Al “tsasss” de los platillos, su cintura, envidia de maniquís, comienza su movimiento pendular y ondular. Roberto Inofuentes, conocido como Robertucho por sus amigos, la devora con la mirada, intenta seguir el compás de sus armónicos pasos, pero su disco duro tiene demasiado alcohol para archivarla en su memoria oral e intangible. Ella reclama cariños de miles de almas que la vitorean, convocan su ajayu (espíritu) para que se quede por siempre en algún ser. Ella existe para Roberto, él no para ella.
Mangas de tela brillosa en una blusa con volados y pollera corta costurada por una experta mano artesana para un talle de Shakira se convierten en un ambulante escaparate de redondeces y dos columnas blancas preciosas muy bien torneadas por la Pachamama.
Traca traca suena la matraca, paso cansino, cuerpos tambaleantes mueven las perlas de meriñaque que cuelgan de los toneles que miden milimétricamente los pasos de los bailarines. Un traje con charreteras anchas, una capa sólida con figuras de dragones lanzallamas enfurecidos y una careta con ojos de vidrio saltones, labios gruesos, lengua desmesuradamente grande no la desconcentran, ella es la mimada de los espíritus carnavaleros que silban y brincan cada vez que la “poderosa” Poopo pasa por su palco. No la eclipsan los platilleros, que entre celebradas coreografías tiran sus instrumentos al aire como si fueran “platos voladores” de corto alcance, tampoco los bomberos que con el peso a cuestas golpean con gran ánimo el cuero que marca el paso de los danzantes. Ella es la “diosa” del Carnaval de Oruro.
Honorato Choquemita la divisa en el flanco derecho; talle de lirio, senos turgentes y una sonrisa que deja ver todos sus dientes cuál si fuera una cremallera blanca perfecta. Silba, grita, delira, exige más cerveza, pide “beso, beso, beso”, ella la ignora, él la aclama, ella se va bailando, él se queda con una marcha de fin de guerra en su corazón. La tienta el diablo con sus brincos infernales, su voz cavernosa, gritos de trueno, su máscara aterrorizante con serpientes engarzadas en sus cuernos y sus ojos brillantes. Pero es inútil, ella es el símbolo del bien, mas es la presa más apetecida de la fiesta de la carne. Miles de “diablillos” sentados en la tribunas clavan sus ojos en ella, que luce pestañas largas y que cada vez que parpadea son como dos mariposas que cierran y abren sus alas mágicas y dejan volar deseos apresados con grilletes y cadenas éticas. Trombones, tubas de la Real Imperial sin Rival (bpop, bpop, bpop, bpooo) aumentan los galopes de su pecho que sube y baja al son de los saltitos que da en los fabricados escenarios de lucifer.
No sé si el ser que está dentro de la careta da vida al traje surrealista con figuras macabras, escorpiones, arañas y víboras o la careta da vida al ser que lleva dentro por unas horas. Ella tampoco sabe, pero baila con más entusiasmo que antes. Quizás es porque chilenos y peruanos quieren robarle su danza más emblemática heredada de memorias milenarias y coloniales. O tal vez es porque ella es más natural que la Miss Perú que se enfundó un traje que ni belcebú soportaba.
Fiesta paradójica, hay que disfrazarse del mal para rendir devoción a la madre del bien: “la Mamita del Socavón”. Mas ella es la carnada del bien para convertir el mal en el bien.
Tribunas llenas, calles coloridas; nadie se mueve, todos la esperan, incluido las mujeres, para admirarla y aplaudirla. Un “gringuito”, que no habla ni una palabra de español, despierta de su sopor alcohólico y recurre al lenguaje de gestos para pedirle un beso en la mejilla. Ella la piensa, lo mira, desconfía, al final cede, pero una mano que se entrepone en los dos rostros le impide sellar sus labios divinamente delineados en la piel blanca europea que ansiaba el beso como una bendición. El público silba, expresa su molestia, quería que sea haga realidad el cariño intercultural. Ella sigue bailando al frenético ritmo de los caporales. Dos turistas intentan imitarla, lo hacen bien, pero no tienen su cadencia, su gracia de gacela, su elasticidad de gimnasta, su soltura de latina, su aire de mujer elegida por la fiesta de la tentación. Es única. Sus ojos francos, pardos, nariz chica recta, mentón algo pronunciado y sus pómulos de singular hermosura mestiza destacan entre los danzarines esbeltos, guapos, engominados y enfundados en coloridos y profesionalmente diseñados trajes.
El ruido de los cascabeles de las botas de los caporales desentumece a Landelino Justiniano Dabdoub y lo primero que ve cuando retorna al mundo es a ella. Ella ni se ha percatado de la vuelta de Landelino. El frenesí de los movimientos de su cintura al son de la banda Tricolor son como shocks eléctricos en la casi destartalada estructura ósea de Landelino. ¡Zas! una cerveza más y salta la barda de protección, está en la pista de baile (la abarrotada avenida de El Folklore), se acerca a ella y le pide tomarse una foto. Un flash graba el momento para la posteridad, donde quedarán sólo imágenes porque en cuerpo y alma cada uno seguirá su camino. A él le servirá para presumir entre sus conocidos y conocidas, ella ni se acordará quién era él. Pero, qué importa, lo que vale es el momento, el aquí y ahora.
No sé si era ella, pero estaba ahí, en los potolos, baile coqueto y sensual con graciosos y eróticos movimientos del culo masculino. Estaba en la kullawada, jugando con sus armónicos sacudones de cabeza, hombros y extremidades inferiores. Estaba en los tinkus, gritos guerreros, saltos de combate feroz, ropa colorida de mi Norte Potosí, puños apretados como mazos de acero y chirriar de dientes apretados con furia. Estaba en los pullaj, danza suave, pacífica, de pasos lentos y zancos con platillos que subrayan el ritmo.
Fiesta paradójica, se baila las danzas de los indios todavía despreciados, se viste las ropas de quienes todavía se duda de su existencia y se goza de su cultura en nombre de la globalización.
No sé si era ella, pero estaba ahí, ya sin su traje de gloria, con jeans y embutida en una chamarra gruesa para protegerse del frío de la pampa orureña.
No sé si era ella, pero estaba ahí, y ya nadie la aclamaba, ni exigía sus besos, ni la acunaba en vítores.
No sé si era ella, pero estaba ahí luego de un día en el que fue “diosa de la tentación”.
No sé si era ella, pero estaba ahí sin la pollerita corta que sobredimensionó su belleza o ¿su belleza sobredimensionó la pollerita? (otra duda). No sé si era ella, pero estaba ahí, entre Landelino, Honorato, Robertucho y otros del montón que se recogían pensando en ella.
No sé si era ella, pero estaba ahí, después de haber sido otra por un día.
Otra por un día
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