Más allá de los libros

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Cada Martes de Challa mi abuelo, Manuel Vela Gareca, solía sacrificar un carnero blanco en honor a la Pachamama (lo sigue haciendo mi padre, Emilio Gómez López). “No sólo nosotros comemos, también ella (la Pachamama) come y bebe, ella es vida que genera vida, por eso primero ella debe tomar la sangre del carnero”, explicaba a tiempo de asar la carne sobre la brasa y distribuir luego entre la familia la carne acompañada de mote de maíz amarillo. Entonces, imaginaba a la Tierra satisfaciendo su sed como un ser gigante sobre el que vivíamos nosotros cual si fuéramos pulgas.
Mi abuelo no aceptaba el maltrato a los animales ni a las plantas, a ellas había que tratarlas con amor, alimentarlas como si fuéramos nosotros mismos. “Si las ovejas no comen nosotros no comemos, si las plantas no toman agua, nosotros tampoco porque ya no llovería”, decía en las charlas de la merienda de sama (descanso en quechua) con tías, vecinos, amigos.
La armonía con la naturaleza genera armonía entre las personas porque nosotros somos parte de ella. “Si hay comida suficiente para todos, todos viven bien, nadie se pelea ni busca lo que no tiene en la persona que tiene por demás”, sabia frase que conduce a la mejor definición de justicia que escuche: “¿Cuántos vivimos en esta casa? 10. Entonces bastan 10 panes cada mañana, si tenemos 20 estamos quitando el pan de la boca a otros 10 que no tienen. ¿Para qué quieres más?”. Preguntas que viajaron conmigo todo el tiempo.
¿Para qué comer más si tu cuerpo tiene un límite? “Come cuando tengas hambre, no lo hagas por costumbre, hazlo porque necesitas y al hacerlo disfrútalo porque si comes más de tu límite, te comerás la comida de otros, lo peor es que te comerás la comida de los hijos de tus hijos, a quienes les dejarás sin alimento por haber exagerado, no olvides que tus hijos vienen detrás de ti y detrás de tus hijos tus nietos. Mi papá, tu abuelo no se comió todo, si lo hubiera hecho, ¿qué hubieras comido tú?”. Otra vez la pregunta con una sola respuesta. Ese día entendí que el futuro está detrás de nosotros, pisándonos los talones y no delante como después quisieron mostrarme en otros espacios de aprendizaje.
Saberes más allá de los libros. Cada vez que el Wichipanchiuy (un pájaro blanco, pico anarajando con cejas negras bien marcadas) trinaba sobre el molle o el sauce de la casa Manuel pedía a mi abuela, Victoria, preparar un poco más de comida porque el ave anunciaba la llegada de un visitante. Tal y como estaba cantado llegaba. “Un día uno de tus nietos puede ser forastero y alguien como nosotros lo alojará en su casa”. Cierto, nunca me faltó un plato de comida cuando estuve de migrante. Finalmente, la vida tiene altas y bajas y desconocemos todo lo que viene detrás de nosotros y más aún el destino de nuestros biznietos. “Jaywuay, Victoria, isi alchisninchej jina puriskanman” (dale, tal vez un día uno de nuestros nietos necesite como este niño y no faltará alguien que le ayude). Lección de solidaridad y retribución.
Enfrente la vida con estas lecciones que no las pude hallar en los libros, quizás porque aún no han sido registrados. Son saberes de cuna como la referida a la diversidad. “Fíjate tus dedos, son de diferente tamaño, así es la gente, diferente, distinta; pero ahora cierra tu mano, los dedos se unen y hacen un solo puño. No desprecies a nadie, ni al más pequeño (tu dedo meñique) ni al más grande (dedo corazón) porque éste, por muy fuerte que sea necesita del más pequeño”.
Lo leí en los labios de mi abuelo, en la inteligencia de mi madre, de mi tía, de mi tío, etc.
“Waway, runataqja rejsinayquitiyan, qjacha runawuankja qjacha qana, sajrarunatakja yachachinayquitiyan mana qumuykunspa, sumajta qjawuayquspa, mana manchachiquspa” (debes conocer a la gente, con la gente buena debe ser buena, con la gente soberbia no bajes la mirada ni tengas miedo).
Cargado de estos saberes conocí a otros sabios, otras culturas y leí algunos libros.

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