Las marchas indígenas y los gobiernos: un breve recuento desde una mirada íntima

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1996. Llevábamos dos años de casados y también dos años viviendo en Santa Cruz. Eran tiempos de Goni y de Sánchez Berzaín. La «Marcha por el territorio, el desarrollo y la participación política de los pueblos indígenas» fue el único camino. Partió de Santa Cruz hacia Samaipata. Alejandro se fue, dejándome recomendada a sus compañeros del Cejis. No había celulares. Estaban casi seguros de que nuestro teléfono estaba intervenido. Los días fueron pasando; había predisposición para negociar, por lo menos con los indígenas agrupados por la Cidob
Un día me recogieron; me llevaron a visitar la marcha. Por fin, el reencuentro. Pese a que habían pasado las noches a la intemperie, la escena era esperanzadora: familias de indígenas alrededor de ollas comunitarias sonreían, saludaban amablemente. Alejandro me presentó a todos y todas; nadie era extraño en el lugar.
Retomó su camino la Marcha; ya habían recorrido kilómetros; hombres y mujeres calzaban unas chinelas, algunas ya deshechas con remiendos de bolsas plásticas. Unas camionetas con vidrios oscuros nos seguían. Las negociaciones se intensificaron. Fui a esperarlos a la plaza del pueblo. Ese día cerraron el acuerdo, no era la victoria por la que lucharon, pero sí un avance importante: se acordaron varios aspectos de la Ley INRA y se reconoció 33 TCO.
2000: Seguíamos en Santa Cruz, ya pensando en retornar a Cochabamba. No estábamos solos, nos acompañaba nuestra primogénita que había cumplido dos años. Eran tiempos de Bánzer y Guiteras. Partió la “Marcha por la tierra, el territorio y los recursos naturales», protagonizada por la CPESC, el pueblo mojeño del Beni, otros pueblos de la Amazonía y las comunidades campesinas de la región. 
La despedida fue más amarga por nuestra pequeña. Partieron de Santa Cruz, en un gélido surazo. No duró casi nada; terminó en Montero. Guiteras, con su acostumbrado desparpajo entre grosero y cínico, advirtió: Hay un plan A y un plan B. El plan A es la negociación; el plan B, la intervención. No les quedó más que aceptar el plan A; lograron importantes modificaciones en el reglamento de la Ley INRA y el Decreto Supremo Nº 25894/2000, que reconocía oficialmente todas las lenguas de los pueblos indígenas de las tierras bajas; en todo caso, pura retórica.
2002. Se cumplía un año de nuestro retorno a Cochabamba. Mi hija mayor tenía 4 años y me encontraba embarazada de la segunda. Con muchas dificultades, se organizó la «Marcha por la soberanía popular, el territorio y los recursos naturales». Eran tiempos de Tuto, de Terrazas y del ascenso del MAS. En esta oportunidad, se combinaron los movimientos campesinos e indígenas, con más de 50 organizaciones sociales. El recorrido de la Marcha se extendió desde Santa Cruz hasta La Paz. Pese a que era la tercera, no habíamos aprendido a separarnos.
Se negoció con el Gobierno a lo largo de los primeros trechos. El MAS —al que Alejandro había ayudado a crear y al que había renunciado en el 2001 “porque no pudo lograrse un funcionamiento orgánico subordinado a las organizaciones sociales”— había ofrecido el envío de 3 miembros por cada sindicato para engrosar la Marcha. Cuando esta llegó al trópico de Cochabamba, los cocaleros apoyaron en los dos primeros pueblos, en el tercero, la ayuda solidaria y la participación política del MAS se esfumaron. Evo les dio la espalda, pues estaba preparando su candidatura para las elecciones generales y no quería perjudicar su campaña. Cuando Alejandro pasó por casa, recuerdo su expresión de amargura y rabia. El Gobierno se enteró de la traición del MAS, así que ya no se molestó en negociar.
La Marcha llegó a la ciudad La Paz donde recibió la más humillante indiferencia. La máxima cesión del Gobierno fue conformar comisiones de trabajo, entre ellas la relativa a la Asamblea Constituyente, a la que Alejandro asistió. Erika Brockmann, parlamentaria oficialista en representación del Gobierno, expresó su total renuencia a la constituyente y al cambio del sistema político agotado (por si ya se le olvidó). Por el otro lado, se encontraban, entre otros, Carlos Romero, en calidad de firme y entusiasta asesor de los indígenas y Sacha Llorenti como mediador en representación nada menos que de la Asamblea de Derechos Humanos.
2006. Eran tiempos del primer periodo del Gobierno del MAS, tiempos de esperanza (me avergüenzo de mi candidez). Alejandro era Viceministro de Tierras por decisión de las organizaciones y muy a pesar mío. Su misión era, junto con las organizaciones indígenas y campesinas, impulsar la ley de reconducción comunitaria. Él se fue a La Paz, yo me quedé en Cochabamba con mis hijas. Por 4 años, sacrificamos nuestra vida familiar en nombre de la “revolución”.
Eran tiempos de un Senado controlado por la oposición, esa que representaba los intereses de la oligarquía cruceña, de los latifundistas, ganaderos, madereros; esa que apoyaba los intereses del agroempresariado, caracterizado por despojar a los indígenas de sus territorios e incluso someterlos a la servidumbre más indigna; oligarquía cruceña, que despreciaba al gobierno indio y que no dudó en recibir a tiros a las delegaciones gubernamentales; oligarquía cruceña que ahora, gracias a García Linera, es la mimada del “ gobierno indígena”.
Frente a ellos, el Gobierno tenía poco por acordar en materia agraria, de manera que las organizaciones indígenas y campesinas de tierras bajas emprendieron una quinta marcha, que se denominó “Marcha por la tierra, el territorio y la reconducción comunitaria de la reforma agraria”. La Marcha llegó a La Paz y fue recibida por el Gobierno, que había logrado sortear la resistencia opositora, para, a continuación, aprobar la Ley de Reconducción Agraria. Hubo fiesta en plaza Murillo. Fue una de las pocas veces que escuché llorar de emoción a Alejandro.
2011. Eran tiempos de la segunda gestión del MAS, tiempos de Evo y Sacha Llorenti. Alejandro había dejado el Viceministerio el 2010, al iniciarse la segunda gestión; nuestra familia no podía sacrificarse más. La mayoría aplastante que logró el MAS le permitió al Gobierno actuar según su índole, y no tardó en asestarle el primer golpe a los pueblos indígenas: aprobó la ley electoral que limitaba su participación. No les importó violar la nueva CPE que apenas había cumplido dos años. Luego de esfuerzos privados, Alejandro interpeló públicamente al Gobierno. Desde ese momento, no hubo marcha atrás.
Entonces llegó el proyecto de la carretera que atravesaría el corazón del Tipnis; “quieran o no quieran” fue la sentencia. Se activó la octava marcha, constituida por la Confederación de Pueblos Indígenas de Bolivia (Cidob), que logró movilizar a prácticamente todos los pueblos que la componen; se sumó la organización indígena de tierras altas, Conamaq.
Alejandro marchó y yo me quedé apoyando la resistencia de los grupos ciudadanos. El Gobierno desplegó una campaña agresiva de deslegitimación de los dirigentes indígenas, apoyada en un discurso groseramente desarrollista y racista, que pensamos que se había quedado en el pasado neoliberal. 
Las amenazas sobre la Marcha se multiplicaron: no solo estaba la fuerza pública, sino las organizaciones paragubernamentales, denominadas “interculturales”. Estas cumplieron su amenaza y bloquearon la Marcha, amenazaron con atacarla e impidieron su acceso al agua. La Policía, en lugar de disuadirlos, los escoltó y garantizó la impunidad de sus agresiones.
Seguía de cerca los pormenores de la Marcha por todos los medios. La tecnología se puso a nuestro servicio: Internet, Facebook, Twitter. Ocupamos las calles y las redes sociales; logramos activar una campaña internacional digital que superó el millón de firmas.

Domingo 25 de septiembre. A las 17:00 horas volví a conectarme a Internet. Solía revisar en la mañana y en la tarde la página de Fundación Tierra, que transmitía en tiempo real desde la Marcha. No entendí lo que pasaba; en lugar de dos o tres noticias como de costumbre, ese espacio no dejaba de emitir mensajes. Uno de ellos se refería al uso de gas lacrimógeno, otro a gritos y caos, y así pude caer en cuenta: estaba en curso una violenta represión. Quedé petrificada, estaba sola; no pude evitar el llanto de desesperación. Temblando marqué el número de Alejandro, no respondió. Insistí. Nada. Encendí la TV; un canal estaba transmitiendo la intervención —aún contábamos con cadenas independientes—. Volví a la página de Fundación Tierra. Entonces recibí la llamada de uno de nuestros amigos más cercanos; me dijo que se había comunicado con Alejandro y que este le había encargado que me llamara para tranquilizarme. No fue suficiente. Lo llamé insistentemente. Contestó. Fue muy breve, su celular se estaba quedando sin batería; repitió que no me preocupara, que estaba fuera de peligro. Cerró con un te amo; me sonó a dolorosa despedida.
Me dirigí a la vigilia instalada cerca de la Plaza. Uno a uno fueron llegando dirigentes y activistas; el sobrecogimiento inundó la habitación. Se encontraba Filipo; me dijo: “Tranquilizate, che, el Alejo sabe cuidarse. Este cabrón va a pagar”. TV y radio estaban encendidas. De pronto, se escuchó la voz de Alejandro, se declaró en clandestinidad y afirmó que la Marcha se rearticularía desde el monte.
Después vi con calma las noticias, las imágenes: mujeres maniatadas y amordazadas con masking tape, mujeres arrastradas, Fernando Vargas golpeado a palos, niños y ancianos desorientados, llorando, el campamento destruido. La brutalidad de la intervención era indescriptible: decenas de niños habían quedado solos, en medio del monte; les habían arrancado brutalmente a sus madres para meterlas en buses. Un samaritano fue a buscarlos uno por uno, los acogió y contuvo en su hacienda. Pensé en mis hijas; maldije a Evo y a Llorenti.

No supe más de Alejandro. El lunes fui a trabajar a la Universidad, estaba a cargo de la realización de un evento académico; este se canceló. Mis colegas se me acercaban y me abrazaban pidiéndome fuerza. Yo lloraba. Pasadas las 9:30, Alejandro llamó; estaba a salvo y volvería. El nudo en la garganta desapareció.
Evo, con un gesto de pánico, salió a pedir disculpas, lavándose las manos previamente. Sacha Llorenti, exdefensor de derechos humanos ahora represor, afirmó que la cadena de mando se había roto. Prometieron investigaciones. Nadie creyó. Sabíamos que nada se hacía sin el aval de Evo. La máscara indígena se les cayó. Marcaron un hito en la historia boliviana: por primera vez, una marcha pacífica indígena fue reprimida violentamente.

La marcha se reorganizó. Avanzó cobijada por el repudio ciudadano en contra del Gobierno. Los grupos de activistas se reforzaron; cada día se sumó gente cargada de indignación. Los ciudadanos organizaron el recibimiento para su llegada a La Paz, que se acercaba. Docentes y estudiantes de la Carrera de Lingüística fuimos a darles encuentro. Los esperamos en la Cumbre, bajo un frío intenso.
Ya había pasado un mes sin verlo. Nos abrazamos fuertemente. Algunos ciudadanos habían subido a recibirlos con alimentos. No vi mucha gente, me preocupó la indiferencia. La Marcha hizo su última parada en la tranca de Urujara; la Alcaldía paceña los esperaba con carpas, asistencia médica y alimentos. Esa noche Alejandro se fue conmigo.
A primeras horas del día siguiente, volvimos a la tranca. La Marcha se reordenó; se sumaron colectivos de todo tipo. No sabíamos qué nos esperaba en la ciudad; iniciamos el recorrido de los doce kilómetros hasta la plaza Murillo. La realidad superó las más altas expectativas: la población paceña se había volcado a las calles; no dejaron un solo resquicio desocupado. Las muestras de solidaridad eran abrumadoras. Había gente de todas las edades y condiciones sociales, que aplaudía, agradecía, expresaba su admiración. “El Tipnis no se toca, carajo”, repetían todos a lo largo del trayecto.
En una de las calles, Alejandro me señaló a un grupo de gente, donde se encontraba Sonia Brito, que portaba su banderita de bienvenida. Le pareció un acto de cinismo, porque era abiertamente oficialista (sí, Sonia Brito, la diputada que hace unas horas aprobó y justificó por los medios la ley de destrucción del Tipnis).
La plaza Murillo debía estar cercada con carros Neptuno. El millón de ciudadanos obligó a cambiar la orden. Como se esperaba, Evo no salió a recibir a la Marcha, huyó de La Paz. Prefirió las lisonjas que le otorgaron en el aniversario de un colegio privado de Cochabamba.
Comimos, fuimos a una reunión de análisis. Los marchistas se acomodaron en los predios de la UMSA, que los esperó con los brazos abiertos. Un grupo de marchistas decidió volver a la plaza Murillo, sorprendiendo a la fuerza pública, para instalar una vigilia. Inmediatamente la plaza quedó cercada por la Policía con los indígenas dentro.
Fuimos con Alejandro y, después de mucho insistir, logramos ingresar. Cayó la noche y el frío se dejó sentir. No estaban preparados para pasar la noche. La gente se enteró y comenzó a reunirse en los límites del cerco para hacerles llegar colchones y mantas. La Policía tenía la orden de no dejar ingresar absolutamente nada. Llegaron Adolfo Mendoza y Gabriela Montaño, negociadores fracasados; habían sido desconocidos por la dirigencia de la Marcha. Nadie quería dirigirles la palabra.
Alejandro y otros dirigentes decidieron ir al cerco para recibir las donaciones de la población. Me quedé esperando, pero, al ver que no volvían, fui a ver qué pasaba. La Policía estaba aprovechando su cercanía al cerco para empujarlos hacia afuera. Corrí a buscar la ayuda de Montaño para que interviniera; me dijo que para qué habían ido, con ese su gesto característico, vacío de emoción. No lograron sacarlos, se tiraron al piso; nadie se animó a cargarlos.
Alejandro decidió pasar la noche con ellos, temía que fueran aprehendidos. Nos despedimos a medianoche. En la mañana, empezaron las negociaciones. A Evo no le quedó más que aprobar la Ley 180 de Intangibilidad del Tipnis. En el acto de promulgación, no pudo ocultar su malestar. La mayoría boliviana festejó.
2017. Acaban de aprobar en Diputados la eliminación de la intangibilidad del Tipnis. A diferencia del 2011, ya nadie duda de la impostura y la traición del Gobierno. Los indígenas están en pie de lucha. Hemos vuelto a las calles. No vamos a dejarlos solos. Nos estamos jugando el futuro.

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