Por: Ana Rosa López Villegas
Daniela Cajías nos ha dado una tremenda alegría. No solo a las mujeres, sino a todos los bolivianos que vimos con orgullo desbordado el momento en el que se pronunciaba su nombre como ganadora del premio Goya a la mejor dirección de fotografía en la película española llamada Las niñas. Daniela hizo historia, como boliviana, como mujer y como migrante y le ha demostrado al mundo que es posible tocar el cielo con las manos. En su éxito reconocemos todas las batallas ganadas de cientos de bolivianas que se hacen profetas en otras tierras y que han sabido luchar sin cansancio hasta hacer de sus sueños realidades y de sus metas pasos a seguir. Daniela nos ha hecho sentir ganas de pensar el 8 de marzo desde una perspectiva distinta, sin olvidar a las víctimas, porque es obligación no hacerlo, pero mirando desde la esperanza de que es posible un futuro diferente.
Tampoco podemos dejar de mencionar a las bolivianas que están dejando huella en su propia tierra, que en diferentes ámbitos y sin buscar protagonismo político o social, se han cargado la causa común de las mujeres al hombro y consiguen avanzar trechos cortos de pesada caminata, pero con resultados positivos que, aunque no aparecen en primera plana, les otorgan el primer lugar a las necesidades de otras congéneres cuyo común denominador es la tarea diaria de alimentar a sus hijos y sacarlos adelante. Esa sobrevivencia invisible a los ojos del estado y que muchos violadores y golpeadores se permiten destruir a punta maltratos, muertes y discriminación también nos hacen desear que el 8 de marzo deje de ser un día de discursos y buenos deseos. Que el ministro de Justicia, Iván Lima ose, por ejemplo, aprovechar el Día Internacional de la Mujer para hablar de las modificaciones a la Ley 348, puesta en vigencia hace menos de una década con el objetivo de garantizar a las mujeres una vida libre de violencia, es un despropósito toda vez que la autoridad de justicia intenta deslindar la responsabilidad política, social y moral del Estado en cuanto a violencia contra la mujer se refiere.
Lima quiere darle la palabra a las víctimas, que sean ellas las que “decidan si van por la vía familiar o vía penal”. Ese, es según su criterio, el cambio fundamental. Estas fueron sus palabras textuales: “La víctima tiene que decidir, el Estado no es el padrastro ni tutor de la víctima de las mujeres que sufren violencia, si la mujer quiere ir a la vía penal, va a poder ir, si quiere ir a la vía familiar y resolver su conflicto…” ¿Entonces qué, ministro? El Estado no es el padrastro ni el tutor de las víctimas, porque parece ser el primer violador y agresor de ellas. La vía familiar es lo mismo que firmar la sentencia de muerte porque la próxima golpiza puede ser la última. Ministro, por favor infórmese sobre el número de mujeres en Bolivia que se “reconciliaron” con su agresor y lo siguiente que dejaron fue a sus hijos en la orfandad. La ley 348 es una norma que no ha cumplido su objetivo hasta ahora, que tiene vacíos legales que nadie resuelve y que sigue sin brindar protección a las víctimas de violencia en el país. Los cambios son urgentes y es necesario que Lima abra los ojos o deje el ministerio para poder llevarlos a cabo con seriedad y respeto a las víctimas.
No, para cambiar el presente de las mujeres y el futuro de las niñas es imperioso que la sociedad en su conjunto y las mujeres en particular caminen en la misma dirección. Y es aquí donde surge el segundo gran escollo. En este caminar, muchos colectivos feministas prefieren marchar con y sin barbijo por las calles gritando consignas y haciendo ruido para ser escuchadas. Todo eso es válido y no hay impedimento alguno para ello. Vivimos en una democracia de remiendos y en medio de una crisis sanitaria sin precedentes, sin embargo, las marchas, así como las absurdas aglomeraciones siguen siendo parte del libre albedrío del que la gente goza sin reflexionar. Sin embargo, entretejer en las muestras de protesta, actos destructivos, de vandalismo, de intolerancia y de más violencia contra otras mujeres, es un desatino de egocentrismo ciego e irreflexivo que desvirtúa lo poco que se ha alcanzado hasta ahora. Es un desatino que vicia cualquier intención auténtica de elevar la voz para defender a las mujeres. ¿Cuál es el beneficio colectivo de pintarrajear paredes, monumentos o destruir locales comerciales atendidos también por mujeres? Todas sentimos rabia e impotencia por los asesinatos y violaciones. Todas quisiéramos cambiar la realidad que viven muchas mujeres en sus casas, en sus fuentes de trabajo y en las calles, pero alentar mareas de odio y destrucción es definitivamente el camino equivocado.
Enfrentarnos entre mujeres ya es suficientemente aberrante cuando nuestra lucha debería ser conjunta para reclamar en contra de los oficiales de policía que no atienden adecuadamente las denuncias de violencia, contra los jueces corruptos que dejan a violadores y agresores libres, contra los forenses ineptos que no hacen su trabajo con voluntad, contra un sistema judicial alejado de una verdadera intención de hacer justicia y que solo revictimiza a las mujeres que logran tomar valor para denunciar. ¿Cuán grande se hace nuestro espacio para reivindicaciones cuando estamos acorralando nuestras batallas a un fuego cruzado entre el estado indolente y el feminismo destructivo y oportunista? Cuánta falta hace que nos detengamos a pensar, que nos reconciliemos entre mujeres y comencemos en serio a sanar, edificar y avanzar.
Ana Rosa López es Comunicadora social
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