William y Andrea. Andrea y William. ¿Importa el orden en el que se mencionen los nombres? ¿Hay que tomar partido por uno de ellos? ¿Hay que decidir cuál de las madres cuyos hijos se vieron involucrados en este triste caso es la que más ha sufrido? ¿Están en competencia de dolor los hijos de ambos? ¿Fue feminicidio o un accidente de tráfico de fatales consecuencias? ¿Quién es portador de la verdad y de la justicia en esta realidad?
La noche que Andrea murió escuché claramente el griterío que venía de afuera. Viviendo a media cuadra del lugar de los hechos y pese a las altas horas de la madrugada, me desperté preguntándome qué habría pasado. Al día siguiente, cuando Andrea todavía seguía con vida y William había pasado su primera noche tras las rejas, caminé por la calle en la que había sucedido todo. Vi las huellas del auto de William y los restos de sangre del cuerpo de Andrea. Cientos de imágenes aparecieron en mi cabeza. El corazón se me estremeció. La calle de la felicidad, como se había rebautizado a la callecita Hermanos Manchego de Sopocachi, había perdido de pronto todos los colores que vestía y se convirtió en un pasadizo de gris tristeza. Allí fue exactamente donde había comenzado la desdicha de dos familias, ¡qué ironía!
El entierro de Andrea se dio con una marcha de protesta a la que acudieron muchas mujeres con pancartas y globos de color blanco. Yo llevé uno de ellos. Gritaban estribillos y exigían justicia. Acusaban a William de feminicidio. Cinco años han pasado desde entonces, cinco largos años en los que el trabajo forense no solamente se encargó del cuerpo de Andrea, sino también de todos y cada uno de los detalles de la relación amorosa que sostuvo con William. Si hubo intimidad, pues ésta no existía más, había pasado a ser de dominio público, todos nos sentimos con derecho a hablar de ellos, a criticarlos, a desaprobar o aprobar sus conductas.
Ambas partes contrataron abogados, peritos y expertos internacionales. Ambas partes pasaron meses de juicio, de dudas, de acusaciones, de revelaciones dolorosas. El veredicto fue contundente, 30 años de cárcel sin derecho a indulto para William por el feminicidio de Andrea. Lo que al principio de esta trágica historia parecía ser el lamento de una madre desesperada por justicia se convirtió pronto en un enfrentamiento encarnizado de dos bandos. Las redes sociales se encendieron y explotaron como cachorros de dinamita. Los argumentos de uno y otro lado no se dejaron esperar y escalaron rápidamente hacia el insulto, hacia la agresión personal, hacia la discriminación de género, de ambos géneros. Para unos se hizo justicia sin importar el estatus social de William y el peso de su apellido, para otros se trató de un juicio digitado y manipulado por grupos feministas y extremistas que se ensañaron con él. El morbo con el que todos se entretuvieron al inicio de este caso se transformó en una grotesca criatura de dos cabezas dispuesta a decapitar al opositor.
Ahora que la sentencia está declarada, las calles de La Paz vuelven a vestirse de marcha de protesta, esta vez defendiéndolo a él, pidiendo justicia para William. Son mujeres y hombres con barbijos y pancartas que gritan consignas a su favor, que exigen una auditoría legal al proceso. “Yo creo en William Kushner”, dice la etiqueta que utilizan para su movilización. Me atrevo a preguntar ¿por qué ahora? ¿Dónde estaban hace cinco años cuando ya se hablaba de feminicidio? ¿No creían en él en el 2015?
Hasta aquí llego con mis miradas desde la comodidad del espectador. Desde la libertad que ofrece el no establecer una posición personal frente a los hechos. Me detengo a reflexionar, intento de veras seguir la corriente de la parafernalia que se alimenta en las redes sociales, busco el lado con el que más me identifico solo por convertirme en parte de un experimento social. ¿Por quién me inclino? ¿Por quién debo ofrecer mi conciencia? ¿Por cuál de los dos, Andrea o William, debo decidirme? ¿Tengo que someterme a ser clasificada como feminazi odiadora de los hombres o como defensora del “jailón”?
En mis indagaciones internas y personales, recurro primero a lo que soy y a lo que tengo: ser mujer y madre de dos hijos varones. Soy madre, es lo que cuenta para decidirme a no tomar partido por ninguno de los dos, ni Andrea ni William. Pienso en Helen y en Ninon, es el inmenso vacío que guardan en su corazón. Pienso en sus nietos, en la historia que deben cargar y que Dios permita curar con el paso del tiempo. Pienso en la justicia y el papel que juega en la verdad de los hombres y en el presente de sus circunstancias. No tengo obligación de segmentar el dolor, la tristeza y la impotencia que me causan los acontecimientos. No tengo porque justificar mis sentimientos, pero siento el deber de expresar mi voz sin esperar que cientos o solo unos cuantos la compartan o la condenen. Es difícil buscar paz en medio de tanto ruido, es más fácil abanderarse con la verdad que cada uno cree enarbolar y apropiarse de una realidad de unas vidas y unas muertes que no nos pertenecen. Me decanto sin remedio, por un final nada feliz para toda la sociedad.
Ana Rosa López Villegas es Comunicadora social