Por Ana Rosa López Villegas
El primer temor que expresé cuando se decretó la cuarentena rígida en Bolivia fue el de pensar en las niñas, jóvenes, adultas, ancianas; todas aquellas mujeres que se verían obligadas a pasar el confinamiento con sus agresores, potenciales y consuetudinarios. El encierro en sí mismo representa una carga emocional y psicológica muy fuerte, pero un encierro de angustia, miedo y violencia es un castigo inhumano. Ahora me doy cuenta de que expresar temores y preocupaciones es algo inútil y que no sirve de nada. Son solo palabras deshabitadas y absurdas cuando la realidad nos sacude hasta la más íntima fibra del alma y nos grita hoy el nombre de la pequeña Esther. Son alaridos de dolor que no podemos ni debemos callar.
¿Cuán miserable hay que ser para arrebatarle la vida de forma tan cruel a una inocente niña de nueve años? Lloro. Lloro de rabia, de impotencia. Cuánto quisiera abrazar a la madre de Esther y decirle que todo estará bien, pero nada lo está. Esther está muerta, fue asesinada y su pequeño cuerpo botado a plena luz del día en la calle como si de basura se tratara. La violaron y la estrangularon sin piedad. ¿Y qué le espera a su asesino? En el mejor de los casos una condena de 30 años sin derecho a indulto. ¿Y después? Salir de nuevo en libertad para acabar con la vida de más niñas indefensas. Esta justicia apesta.
Era domingo. ¿Por qué Esther no pasaba el día en familia como muchos otros niños en Bolivia? ¿Por qué no pasaba la cuarentena al cuidado de sus padres, viendo la tele o jugando a la cocinita como solía hacer con su madre? ¿Por qué no estaba haciendo tareas o pintando? ¿Por qué su mamá tuvo que salir y dejarla sola con su hermanita? Porque tenía que ir a trabajar para poder mantenerla a ella y a sus otros dos hijos, porque no compartía la responsabilidad familiar con un padre y enfrentaba la vida sola como lo hacen miles y miles de mujeres que fueron abandonadas o que decidieron alejarse del maltrato de sus maridos. No hay descansos ni días domingo para una madre soltera y de pocos recursos. ¿Y qué hacía Esther? A su corta edad ella también hacía de madre quedándose a cargo de su hermanita menor. Y mientras lo hacía soñaba seguramente en convertirse en maestra y en estudiar dos carreras como le había dicho a su mamá. Consciente de los esfuerzos de su progenitora, Esther le había prometido llevarla a la casa que compraría cuando fuera grande y en la que no le faltaría nada. Pero alguien rompió sus sueños y apagó su vida de golpe; sus nueves años se guardaron en un féretro blanco y sus ojitos de niña se vaciaron de luz. Estando en su propia casa, el lugar que debería ser el refugio seguro de todo menor, un criminal se tomó el derecho de destrozarle la existencia. Y eso no fue todo, en su cuerpo se encontraron las huellas de antiguas agresiones sexuales y, aun así, Esther continuó su vida, junto a su madre, a sus hermanos, en el colegio, en medio de una sociedad sorda y ciega, frente a una justicia absurda y a un sistema de protección de menores que no termina de cumplir con su objetivo más importante.
Entre enero y junio de este año se registraron 32 víctimas de infanticidio, de los cuales nueve se reportaron en La Paz, siete en Oruro, seis en Santa Cruz, cinco en Cochabamba, cuatro en Potosí y uno en Chuquisaca. En todo el país quedaron madres y padres desconsolados, familias destruidas, indignaciones a flor de piel. 32 niños perdieron la vida en manos de sus agresores. Son 32 ángeles muertos que no pueden quedar tras la lápida del olvido y la resignación.
El asesinato de Esther conmociona y perturba y como un racimo de cohetillos, las reacciones no se han dejado esperar. La diputada de la bancada del Movimiento Al Socialismo (MAS) Mireya Montaño informó, por ejemplo, que presentará un proyecto de ley a la Asamblea Legislativa Plurinacional “para que se establezca la castración química en contra de las personas que cometan violaciones a niños, niñas y adolescentes”. “No es posible permitir mayor cantidad de actos de violación sexual contra menores de edad, como fue el crimen cometido con una niña en la ciudad de El Alto, a la que su agresor quitó la vida”, señaló la legisladora sobre una discusión que no es nueva, sobre una problemática que se viene repitiendo de manera sistemática en el país y frente a la cual no se actúa de manera preventiva ni de ninguna otra. Montaño agregó también, que “el proyecto de ley planteará la modificación del Artículo 79 del Código Penal referido a Medidas de Seguridad, en el que se incorporaría la castración química y física de los agresores, con lo que se evitaría la repetición de los crímenes de violación a menores de edad”. Aseguró también que “fiscalizará de cerca en trabajo de investigación que realice la Fiscalía y los juzgados sobre el caso” de Esther. ¡Ojalá! Ojalá que se cambié la ley, que se adquieran medidas que castiguen de una manera ejemplar a los violadores y asesinos. Ojalá que el nombre de Esther no se pierda en el tiempo, que su muerte no se disperse en medio de la crisis sanitaria y que sea junto a la memoria de las otras 31 pequeñas víctimas de infanticidio el precedente necesario para establecer una norma que se cumpla sin esperar que otro angelito pierda la vida y nos deje con la esperanza agonizante y sin respuestas ante la desdicha.
Ana Rosa López Villegas es Comunicadora social