“Uno de los paramilitares le puso su arma debajo de la mandíbula, se alejó y disparó”

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Primera parte: 
Andrés Gómez Vela
Cayetano Llobet

Escuchó que un individuo de aproximadamente 1.60 metros, luego de identificar a su víctima, gritó con los dientes apretados: “¡A este lo limpio!”. Vio que le puso su arma debajo de la mandíbula, se alejó algo más de un metro, disparó un tiro y posteriormente regó una ráfaga. Y Marcelo Quiroga Santa Cruz cayó en las gradas de la vieja Central Obrera Boliviana (COB), ubicada en El Prado de la ciudad de La Paz, a unos pasos de la plaza Venezuela. 


Lidia Gueiler

Cayetano Llobet, miembro de la dirección nacional del Partido Socialista Uno (PS-1) en 1980, no supo en ese instante si su compañero había muerto en el acto o quedó herido; sólo recordaba que dejó escapar un hilillo de voz que al final sonó como un clamor subterráneo de impotencia: ¡NO! 

Aquel aciago jueves 17 de julio de 1980, Marcelo y Cayetano habían llegado juntos, antes de las 11 de la mañana, a la reunión del Consejo Nacional de Defensa de la Democracia (CONADE), convocada en la sede de la COB después de que Radio Fides informara, a las 9.10 de esa mañana, sobre un alzamiento militar en Trinidad. 

En un principio, gente de CONADE consideró el movimiento castrense como aislado, pero la temperatura golpista subió cuando otro grupo militar en Santa Cruz de la Sierra se sumó a la acción antidemocrática. Ante la urgencia, los defensores de la democracia adelantaron la hora de la reunión que, en primera instancia, había sido prevista para la tarde.
Luis Espinal Camps
Los rumores sobre la próxima asonada castrense habían comenzado en enero de ese año, cuando los militares Luis García Meza y Luis Arce Gómez hicieron una lista de 115 personas que debían ser eliminadas antes de perpetrar el Golpe de Estado contra la presidenta Lidia Gueiler. En la nómina figuraban Marcelo Quiroga, Luis Espinal, además de sindicalistas, periodistas, políticos e incluso militares.
El golpe se convirtió en una evidencia próxima la noche del 21 de marzo, cuando desapareció el sacerdote, cineasta y periodista Luis Espinal Camps, cuyo cuerpo apareció el 22 de marzo asesinado con 17 balazos tras ser torturado cruelmente. Las casi 100 mil personas que asistieron a su entierro frenaron por unos meses la violencia, pero no la fecha de asalto al Palacio: 17 de julio.
La reunión de CONADE, encabezada por Juan Lechín, duró apenas 20 minutos y terminó con un comunicado urgente a la nación con cuatro puntos:
1
Repudiar y condenar la asonada militar producida en Trinidad.
2
En vista de la precipitación de los acontecimientos, declarar la
huelga general y el bloqueo de caminos a partir de las 14 horas del día, en
todo el territorio nacional.
3
Declarar en estado de emergencia y movilización a todos los
trabajadores, campesinos, estudiantes y el pueblo de Bolivia para detener el
golpe fascista.
4
Llamar a los militares patriotas a no comprometerse con esta
nueva aventura golpista y desbaratar los intentos de consolidarlo.
Marcelo pidió serenidad y echarse al suelo
La conferencia con los periodistas terminó a eso de las 11.40. Cuando ya todos se disponían a salir, llegó Televisión Boliviana (Canal 7) y pidió grabar la lectura del mensaje. La tarea fue encargada a Simón Reyes, miembro del Comité Ejecutivo de la Federación de Mineros. Iba por el punto tres del documento cuando una ráfaga rompió los vidrios de las ventanas y los reflectores de la televisora. En ese momento, confluyeron de súbito confusión, nerviosismo y miedo en cada ser. Las más o menos 50 personas que estaban ahí trataron de huir de la habitación, algunas lo lograron, otras no. 
Dos meses después de ese infausto día, Wálter Vásquez Michel, miembro del Secretariado Ejecutivo Nacional del PS-1, contó que Marcelo, que estaba cerca de la puerta, dijo en ese momento tenso: “¡Serenidad, todos debemos echarnos al suelo”! De inmediato se tiraron al piso y se arrastraron ayudándose con sus codos hasta una oficina contigua.
— Marcelo, ¿sería posible que nos levantáramos con las manos en alto, hermano?_ propuso en medio de la balacera un dirigente. _Bueno, como no tenemos armas no creo que nos hagan nada. 
El líder socialista todavía fue de la opinión de que cantáramos el himno nacional, narró en agosto de 1980 un testigo al periódico español El País, y agregó que, ese rato, el padre Julio Tumiri (fundador de la Asamblea Permanente de Derechos Humanos de Bolivia) se levantó y pidió en nombre de “la Iglesia que no tiraran, que nos íbamos a entregar y que nadie tenía armas”. Los paramilitares aceptaron y los líderes de CONADE comenzaron a salir con las manos en la nuca.

Otros querían huir por el patio posterior del edificio, pero ahí mismo estaba un paramilitar disparando con una metralleta hacia las ventanas. Habían sido rodeados. 

— ¡Soy Obispo de la Iglesia, nos entregamos, estamos desarmados!_ gritó desde otro ambiente el obispo metodista Germán Crespo, y su voz se abrió paso entre las incesantes ráfagas y cruzó hasta el lado donde estaban los golpistas.
Los asaltantes respondieron con balas a mansalva, rompieron más vidrios, astillaron puertas y ventanas de madera. 
— ¡Soy Obispo, nos entregamos, estamos desarmados! — volvió a gritar Crespo.
— ¡Bien, entendido, salgan de allí! — respondió el paramilitar entre el olor a pólvora. 
Pero nadie se movió. Todos pensaban que los iban a ametrallar al salir. 
—¡Somos de la Iglesia, estamos sin armas!  — gritó otra vez Germán.
— Por eso, salgan de allí con las manos en la nuca — contestó el mismo paramilitar. 
Tampoco salieron, las aproximadamente 20 personas que se habían refugiado en esa habitación estaban paralizadas de miedo, lo que forzó a los paramilitares a entrar. Atravesaron la puerta uno por uno, con mucha desconfianza y cautela, como si temieran una trampa. Uno alto y delgado fue el primero en ingresar; luego le siguió otro y otro, hasta seis o siete. Saltaban con agilidad al cuarto, miraban de izquierda a derecha y se ponían de espaldas contra la pared sin dejar de vigilar hasta el último movimiento de sus víctimas. 

— ¡Salgan con las manos en la nuca! — ordenó de nuevo uno de ellos.

A Juan Lechín le pidieron, cortésmente, que se separe del grupo. El resto comenzó a salir en fila para bajar las escaleras hacia la calle.

“Fuimos desfilando todos, uno por uno, con las manos en la nuca. Antes de llegar a la calle, bajando la escalera de la Central Obrera, un señor le tiró una ráfaga a uno de los que salían… Otro de los paramilitares dijo entonces: «No es a ése, no es a ése», relató el testigo entrevistado por El País. 

La víctima fue el dirigente minero Gualberto Vega Yapura, asesinado ese mismo día. 
Un paramilitar petizo reconoce a Marcelo
A la altura del primer piso, dos paramilitares estaban con las metralletas en apronte; uno de ellos, petizo, reconoció a Marcelo cuando pasaba por su lado. 
— Aquí está Quiroga_ vociferó jalándole del saco. 
— Estoy sin armas, quiero bajar con los otros — respondió Marcelo, y trató de desprenderse de la mano que le sujetaba por el hombro de su saco 
— Te vas a quedar con nosotros — ordenó el paramilitar de frente amplia con entradas muy pronunciadas, cabello castaño lacio y ralo y corte tipo militar. Tenía la expresión de una persona fuera de sí. Vestía un sacón azul semejante al que usan los militares de la Fuerza Aérea de Bolivia y una camisa blanca desarreglada.
Marcelo, sin bajar las manos de la nuca, hizo un esfuerzo y se desprendió del paramilitar, y empezó a bajar la escalera entre el primer piso y la vuelta de la escalera a la calle. 
— Si no te paras, te disparo — berreó furioso el paramilitar petizo.
Marcelo se paró y se dio la vuelta para darle la cara, todavía con las manos en la nuca. El paramilitar se acercó y con una sola mano le puso la metralleta debajo de la mandíbula, se alejó algo más de un metro, miró hacia a un lado, como avergonzándose de su cobardía, y disparó al pecho de Quiroga, debajo de la tetilla izquierda. La mancha de sangre humedeció al instante su camisa. El minutero marcaba las 12.30 y el segundero corría a la velocidad de los hechos. 
Cuando la humanidad de Marcelo caía de espaldas, descargó una ráfaga. Uno de esos tiros alcanzó en la cabeza a Carlos Flores, que se encontraba unos peldaños más abajo. Marcelo se deslizó por las escaleras con los brazos extendidos hacia adelante y quedó cubriendo el cuerpo de Carlos.
— ¡Rematalo a ése!_ ordenó una enfurecida voz —  refiriéndose al cuerpo del líder socialista.
— Ya no tengo el arma, la pasé a otro — respondió el petizo, de aproximadamente 28 años, contextura atlética, tez blanca, mejillas rojizas, ojos saltones café claro, nariz aguileña y pómulos elevados.
Después de la ráfaga, el asesino brincó por encima de los dos cuerpos y se puso al costado derecho de Cayetano y siguió bajando las graderías hacia la calle con el resto de políticos y dirigentes.
Alberto Costa Obregón

Llobet contó este episodio en detalle al juez Alberto Costa Obregón la tarde del 16 de abril de 2004, veinticuatro años después del trágico hecho y siete años antes de su muerte.

Si bien Cayetano no supo en ese instante si Marcelo había muerto o seguía vivo, otro testigo aseguró que lo vio con vida. 
“Yo tuve que saltar por encima (del cuerpo de Marcelo). El que supongo yo que era un periodista quedó abajo (se refiere a Carlos Flores) y Marcelo Quiroga encima de él, pero estaba vivo todavía, yo lo he visto, estaba vivo todavía cuando el señor insistía en que lo rematara el que decía que ya había pasado su arma a otro”, señaló el testigo que contactó El País en agosto de 1980. 
Paramilitares descontrolados y huida de seis presos
Los tres asesinatos a sangre fría descontrolaron a los criminales, que no estaban uniformados, pero casi todos calzaban borceguíes negros, vestían chompas tipo tortuga y estaban ebrios de alcohol y de odio. Enloquecidos, disparaban, rugían y empujaban con los caños de sus metralletas a los presos para que continúen bajando las gradas. Descuidaron la ordenada “fila india” (uno tras otro) y comenzaron a arrearlos hacia la calle como si fueran ganados. 
Dos metros por delante de donde habían quedado inertes los cuerpos de Marcelo y Carlos iba Jaime Zalles, presidente de la Asamblea Permanente de Derechos Humanos de La Paz. Descendía con las manos en la nuca al igual que el resto. 
Oscar Eid Franco
Apenas pisó la calle, Jaime aprovechó el nerviosismo y desorganización de los golpistas e instintivamente corrió hacia el edificio Avenida, que está a unos 100 metros de la COB. Vio que también corrieron el dirigente del Movimiento de la Izquierda Revolucionaria (MIR) Oscar Eid Franco y otras cuatro personas. 
Los seis lograron colarse ilesos por una portezuela de la cortina metálica del edificio, donde permanecieron escondidos con sus corazones a todo galope hasta que los golpistas cesaron de disparar y gritar, y se llevaron a los presos en las tres ambulancias blanco marfil y dos jeeps verde pacay sin placas hacia el Estado Mayor de Miraflores
Los movimientos acelerados de ese mediodía paceño invernal se asemejaban a la escena de una película violenta muda de 16 fotogramas por segundo, interrumpida brevemente por endiablados gritos y cortada abruptamente por los asesinatos de Marcelo y del dirigente del POR posadista y diputado de la Unidad Democrática y Popular (UDP) Juan Carlos Flores Bedregal. 
“Callejón oscuro” y tortura
La avenida 16 de Julio, más conocida como El Prado, estaba casi desierta. Los golpistas, que llamaron “Operativo Avispón” al asalto, habían cortado el paso a los peatones en la vereda. Uno de ellos ordenó medio giro a la derecha hacia las ambulancias, que estaban estacionadas a unos cuarenta metros de la COB
Tres paramilitares esperaban alineados en la vereda. El que estaba adelante se acercó a la primera ambulancia, abrió la puerta y vociferó: “Adentro”. Los detenidos fueron entrando uno a uno y se colocaron en línea boca abajo con las manos siempre en la nuca. 
Los peatones de la vereda de enfrente comenzaron a cruzar la calle y los golpistas se pusieron nerviosos. Alguien gritó: “Somos del CONADE”. Entonces, los paramilitares descargaron sus armas al aire para dispersar a los curiosos.
Los vehículos estaban con los motores encendidos y arrancaron rumbo a Miraflores. Apenas llegaron al Estado Mayor, los presos políticos fueron obligados a pasar por el llamado “callejón oscuro”, donde recibieron patadas, puñetes, golpes de laque y culatazos. 
Al final del “callejón” estaba Luis Arce Gómez, que recibió a Simón Reyes con la brutalidad de un “carnicero”, dejándolo muy mal herido.
Luis García Meza y Luis Arce Gómez
Luego de un lapso, a eso de las 14 horas, los presos fueron trasladados a las caballerizas, donde los despojaron de sus zapatos, de alguna ropa, de relojes, anillos, dinero y documentación personal. De rato en rato eran insultados y golpeados por paramilitares bolivianos y argentinos. 
Tras plantonearlos “vista al mar” con las manos en la nuca durante horas, los torturadores les ordenaron echarse de cara sobre el estiércol para caminar sobre sus espaldas. Pasadas unas horas, otra vez volvieron al plantón.
— El del final se está muriendo, mi Mayor — alertó un soldado a su superior. El militar ni se inmutó. 
Más tarde volvió Arce Gómez y pasó una especie de “revista” con el afán de reconocer a sus víctimas. Con las yemas de su mano derecha alzó uno por uno la cabeza de los defensores de la democracia, entre quienes había sindicalistas, políticos, periodistas, sacerdotes y monjas. 
¡Hagan desaparecer esos dos muertos! 
Los cuerpos de Marcelo y Carlos fueron transportados en una sola ambulancia. Un testigo militar reveló, 36 años después de aquel infausto día, que Marcelo estaba agonizando cuando llegó al Estado Mayor, donde fue torturado sin compasión.

— Por eso tenía moretones en su cuerpo, sólo a una persona viva le salen cardenales y no a un muerto — contó luego de solicitar absoluta reserva. 

Ese mismo testigo, cuando ya se había ido el sol invernal de aquel desgraciado día para Bolivia, escuchó tronar una orden en el Gran Cuartel de Miraflores
— ¡Hagan desaparecer esos dos cuerpos! 

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