Colonialismo verbal

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Andrés Gómez Vela
El español Alex Grijelmo escribió que “el más inteligente de los monos es incapaz de hablar, pero el más estúpido de los humanos podrá hacerlo, aunque sea analfabeto”. Siglos antes, Aristóteles advirtió que aquel que no administra bien las palabras puede ser traicionado por sus significados, y la Biblia alertó sobre el poder destructivo de la lengua. Desde entonces, el ser humano constató que la adquisición del lenguaje, primer aprendizaje, no tiene relación con la inteligencia, lo que le obligó a estudiar el poder y la historia de las palabras. 
Sin embargo, pese a los conocimientos adquiridos, el más inteligente de las personas no calculó alguna vez el valor de sus palabras, ya sea en el orden asociativo o semántico, y dijo lo que tal vez no quería. Algo así sucedió con el presidente Evo Morales en los últimos días cuando asoció las palabras flojera y pródigo (ésta última sin mencionarlo) con las personas que viven en el oriente boliviano. Olvidó que la compañía de una palabra afecta a su vecina hasta el punto de crear un significado latente.
El lenguaje es un proceso psíquico que se articula sobre las palabras y el étimo de éstas; y no se inventa, se hereda con sus estructuras y sus estereotipos. De este modo, heredamos la palabra flojera de los españoles, quienes utilizaron el adjetivo flojo para referirse a los indígenas que habitaban el llamado Abya Yala porque éstos no compartían su moral hedonista de trabajar hasta acumular fortuna individual. 
El colonialismo verbal justificó la explotación en las minas y el pongueaje. El indio era flojo y había que castigarle para que trabaje como el blanco. Aunque los Incas ya contemplaban el ama qjella (no seas flojo) en su trilogía, la base de su aplicación eran algo diferente.  
A tono con aquella visión occidental se creó una corriente sociológica que sostenía que el ámbito geográfico pesaba en la construcción de la personalidad colectiva, por ello, en lugares donde la naturaleza era pródiga, la gente era desidiosa, floja, porque lo tenía todo fácil. 
La palabra flojera se reprodujo durante la República y se inoculó en el diccionario mental del país sobre la experiencia acumulada de los contextos unilaterales en los que se la usó y dio como resultado el estereotipo negativo: cambas flojos (falacia absoluta). 
Si el hablar es condición necesaria del pensar y suele develar a una persona estólida, también suele burlar la inteligencia no en su función gramatical sino en el significado. Seguramente por eta razón es que Nietzsche escribió que “toda palabra es un prejuicio, toda palabra tiene su olor”. Y la asociación de las palabras flojera y oriente aún tiene un perfume distinto a flojera y occidente. 
Además, el sentido subliminal de las palabras constituye el elemento fundamental de su fuerza. La forma cómo lo dijo Morales y el momento en que lo dijo tocó un lugar sensible de la memoria léxica de una parte del país. Sus frases se anidaron en la parte emocional de las personas y gambetearon los filtros racionales porque hurgaron en la historia.
El lenguaje es un hecho sensorial y fonéticamente una clave mágica, a tal punto que el sonido, el tono, el ritmo, pone la llave y genera la conexión entre neuronas y sentidos. Entonces, la poesía seduce y los discursos altisonantes desgranan broncas acumuladas así se intenten tiquismiquis como Morales al involucrarse en la oración: “el oriente no, solo por flojos podemos hambrear”.
¿Vale la pena llevar a un tribunal penal un proceso psico-lingüístico de esta naturaleza como quiere el gobierno al enjuiciar a tres medios y escarmentar a los periodistas por arte de birlibirloque oscuro, más aún por algo que no dijeron sino sólo transmitieron? Obvio que no. El lenguaje incomunica y comunica. Por ello se creó el recurso constitucional de la rectificación, oral o escrita, para obligar a los medios a “re-publicar” la información en el mismo lugar donde habían publicado tal y como quiere que se entienda la fuente, en este caso el Presidente.   

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