Amar y querer

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El sustantivo “amor” y el verbo “amar” nacieron en los labios de enamorados romanos. En realidad en los cerebros de los habitantes de ese Imperio, quienes lo escribieron exactamente igual y le dieron el mismo sentido que le da hoy gran parte de la humanidad. La longevidad de esta palabra seduce y embriaga el alma, particularmente, en septiembre, considerado en Bolivia como el mes del amor.
En cambio, la palabra “querer” procede en español de “quaerere”, que significa tratar de obtener o buscar. Por supuesto, diría el periodista español Alex Grijelmo, que aquello que amamos buscamos obtenerlo. Dicho de otro modo, aquello que amamos lo queremos. Pero, el concepto de amor es previo al propósito de conseguirlo, aunque también se puede sostener que el querer conduce al amor. En definitiva, en el “querer” toma mayor importancia subliminal la búsqueda misma del deseo expresado.
El término “te amo” tiene su origen en la mágica palabra “amor”, menos polisémica que el concepto “querer”, y más seductora y desbloqueadora de sentimientos adversos. En ese sentido, generalmente escuchamos decir: “siento amor por ti”, pero no “siento querer por ti”, pese a que “querer” se ha sustantivado (después de que existiese el verbo, mientras que amor y amar no guardan una sucesión cronológica). Entonces una cosa son las “cosas del querer” y “querer es poder” y muy diferente, “el amor es poder” o las “cosas del amor”. Pues, el “querer” está relacionado con el deseo, que deriva del término “desexo”, cuya sede y materialización es el cuerpo humano.
Dadas estas circunstancias históricas y lingüísticas, el término “amor” describe los sentimientos más sublimes creados o expresados por mujeres y hombres, entre ellos, el amor a la patria, el amor a la profesión, el amor a unos ideales, el amor a Dios, el amor a la Virgen María, el amor al lugar de nacimiento, el amor a un hijo o una hija.  Por esta razón,  ningún cristiano reza: “quiero a Dios y a la virgen”, sino “amo a Dios y a la Virgen”. Tampoco dice: “mi querer hacia la Virgen, sino mi amor hacia la Virgen”. 
Por ello, escribe Grijelmo, el amor trasciende un cuerpo y toma conceptos y objetos asexuados, lo que significa que puedes ser amante de  la historia, de los libros, de la música. Esta concepción se circunscribe en el campo de la filosofía, de la metafísica, vale decir, más allá de la física y química del cuerpo humano.  
Si bien la palabra “amor” seduce, adormece y conduce dócilmente a  hacer el amor a la pareja que amas (nunca más justificada la tautología), te prohíbe o limita por la imposibilidad física, antropológica u ontológica amar los ideales y objetos asexuados con la misma intensidad que a un ser humano, entonces no puedes hacer el amor a Dios, pero sí amarlo; no puedes hacer el amor al periodismo, pero sí amarlo. 
El “querer” se queda en el cuerpo, en el mundo mundial (dirían algunos), en lo terrenal; el amor, transciende el tiempo, el cuerpo, el mundo y existe en el espíritu, pero sólo vive en el cuerpo del ser humano, fuente de sentimientos encontrados (amor-odio) y pensamientos contradictorios. 
Aclarados los conceptos, cada vez que tu pareja te diga te quiero, siéntete buscado y deseado, y si te dice te amo: siéntete sublimado más allá de tu cuerpo, transportado al espacio privilegiado de los seres inmateriales, pero existentes. 
Obvio, no se concibe el “amor” de pareja como un “amor sin querer”; en este caso específico (de dos) el “querer conduce al amor” y el “amor dota de amor al querer (otra vez la tautología al infinito, el carrusel sin fin del círculo virtuoso del amor). 
Por último, el amor es el límite del querer a más de uno o una; es el freno del instinto humano, cuna de los sentimientos más irracionales. 

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