Hay apodos que se olvidan y otros que permanecen porque evocan historias demasiado tristes como para borrarse. “Sonia” es uno de ellos. No es un simple sobrenombre lanzado al azar contra un político; es un nombre con un pasado de sangre, cocaína y poder estatal. Un pasado encarnado en Sonia Sanjinés de Atalá, la “Reina de la Cocaína” de los años ochenta, y que hoy se estaría asociando al exministro de Gobierno, Eduardo Del Castillo.
Sonia Sanjinéz de Atalá: poder desde las sombras del Estado
Sonia Sanjinéz de Atalá no fue una narcotraficante cualquiera. Su nombre formaba parte de la cúpula de La Corporación, el cartel que, protegido por la dictadura militar de Luis García Meza, controló el negocio de la cocaína en Bolivia. Tras el Golpe de Estado de 1980, el ministro del Interior Luis Arce Gómez la puso al frente de las operaciones de comercialización de la cocaína y lavado de dinero en todo el país.
Su poder no se medía sólo en toneladas de droga que movía, sino en su capacidad de decidir quién podía o no participar en el negocio. Según testimonios de la época, Sonia eliminó o alineó a pequeños y medianos traficantes para consolidar un monopolio bajo su control y el del aparato estatal. Era respetada (y temida) por los narcos, no sólo por su influencia, sino por la certeza de que podía ordenar la muerte de cualquiera que rompiera las reglas o se interpusiera en el negocio.
En palabras de un exagente de la DEA, Sonia era “muy hermosa pero mortal”, capaz de mandar mensajes de poder a través de asesinatos selectivos. Su mansión en Santa Cruz, conocida como la “Casa de las Torturas”, no era sólo una residencia: era un centro de intimidación y control.
El apodo “Sonia” y Eduardo Del Castillo
Décadas después, el nombre “Sonia” vuelve a circular, esta vez vinculado al exministro de Gobierno, Eduardo Del Castillo. La referencia no es gratuita. El primero en hacerlo público fue Sebastián Marset, uno de los narcotraficantes más buscados por la DEA, actualmente prófugo. Fue él quien, en declaraciones difundidas por medios de comunicación, llamó “Sonia” a Del Castillo, dejando que la carga simbólica del apodo hablara por sí sola. Sin embargo, se conoce que un capitán, quién se aplazó en la prueba del polígrafo y fue mantenido en la Fuerza Especial de Lucha contra el Narcotráfico (FELCN), era quién se jactaba previamente de haber puesto esta “chapa” a Del Castillo.
Marcar a un ministro de Gobierno con ese nombre trae inmediatamente a la memoria la imagen de una figura que, desde el Estado, articuló y protegió un negocio ilícito de alcance internacional.
Cuando pienso en Sonia Sanjinéz y veo que ese apodo se coloca sobre un ministro que, en el gobierno de Luis Arce, ha sido probablemente la figura más poderosa después del propio presidente, las coincidencia simbólicas se vuelven inquietantes. Sanjinéz consolidó un monopolio narco desde las estructuras del poder político; Del Castillo ha ejercido un control sin precedentes sobre las fuerzas del orden, la política antidroga y el aparato de seguridad del país.
El mensaje detrás del nombre
No es necesario que alguien explique por qué un alias como “Sonia” provoca incomodidad: su historia habla por sí misma. Sonia Sanjinéz no sólo traficó cocaína; diseñó un sistema donde el Estado y el narcotráfico se reforzaban mutuamente. Que ese mismo nombre se asocie hoy a quien manejó la política de seguridad y lucha contra el narcotráfico en Bolivia despierta inevitablemente la pregunta: ¿hasta qué punto el Estado sigue siendo un actor central en ese negocio?
El peso del apodo no está en la burla, sino en la insinuación. Llama la atención sobre una posible continuidad histórica: que la figura más poderosa dentro del Ministerio de Gobierno pueda compartir, al menos en el imaginario, el mismo rol que una vez desempeñó la “Reina de la Cocaína”.
Conclusión
En la política, como en el crimen, los nombres nunca son inocentes. Y “Sonia” es un recordatorio de que el poder, cuando se entrelaza con la ilegalidad, deja marcas que ni el paso de las décadas puede borrar. Que sea Sebastián Marset (y no un opositor político) quien coloque este nombre sobre un exministro, sólo incrementa el peso y la sospecha. No es una acusación directa, pero sí una señal de alerta: en Bolivia, las fronteras entre Estado y narcotráfico han sido históricamente porosas, y los nombres a veces dicen más de lo que parecen.
Gabriela Reyes Rodas es criminóloga