América Yujra – No hay política sin emociones, pero las emociones no son la política

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A pesar de que la democracia fue consolidándose como el sistema de gobierno más saludable y provechoso para los Estados, no estuvo exenta de críticas y observaciones, muchas de las cuales fueron —y aún lo son— razonables. Que haya funcionado para las primeras sociedades de Oriente y para los griegos no necesariamente es garantía de que así también suceda en las sociedades contemporáneas.

Uno de los inconvenientes más analizados en la Ciencia Política ha sido la denominada “crisis de representatividad”. Aunque la representatividad es una de las dimensiones centrales de las “nuevas democracias”, paradójicamente, se convirtió en su punto débil. Muchos de los sistemas democráticos quedaron expuestos ante autoridades y representantes elegidos que, en lugar de actuar a favor de sus mandantes (electores), se dedicaron a acumular y mantener el poder con maneras nada democráticas.

Tras ésa degeneración —poco inadvertida, en principio, y progresiva, después—, la reacción ciudadana tuvo corolarios inequívocos: rechazo, desconfianza y desafección, tanto a los políticos como a la política misma.

Con todo, la “crisis de representatividad” se tradujo en la disminución de participación electoral, manifestaciones sociales, reducción de militantes en los partidos políticos y la imprevisibilidad del comportamiento de los votantes. Sin embargo, hoy, con la nueva dinámica sociopolítica de los Estados, muchas de estas consecuencias ya no son tan prominentes como lo eran en el final del pasado siglo o en los inicios del actual.

Debido a la creciente influencia de las redes sociales en la vida humana, el “desinterés” no es un término que sirva para describir el comportamiento de los individuos sobre la política. Basta con dar un breve recorrido por los espacios digitales para darnos cuenta que existe un buen grado de involucramiento ciudadano en temas políticos y electorales, sin importar latitudes, preferencias, edades, géneros u otros rasgos de clasificación.

Empero, habrá que hacer un apunte. Que haya interés no significa que no haya “descrédito”. Los ciudadanos están participando activamente en la difusión o réplica política, pero no por ello desaparece su rechazo o indignación hacia uno u otro candidato, partido y/o grupo ideológico.

En contextos dominados por regímenes autoritarios, la aproximación a la política se ha hecho necesaria, de decisiva urgencia. Lamentablemente, la forma en que esto ha sucedido dio lugar a nuevas complicaciones, con alta incidencia en decisiones y convivencia colectivas.

El ejercicio de la política (en todos sus estadios) implica comunicación, un proceso horizontal —feed-back and forth— entre todos los directos interesados. La hacen los partidos y sus candidatos. También los ciudadanos al emitir opiniones, al votar.

El lenguaje utilizado —sea escrito o hablado— dentro de ése proceso comunicacional ha mutado en espacio y forma de construcción. El contenido ya parece carecer de sentido, importa mucho más el efecto que tenga en los receptores (votantes). Un discurso, propuesta o comentario hacia un rival son dados por efectivos, siempre y cuando despierten una emoción en el electorado; aún si éstos son irreales, imposibles o falsos.

Las teorías sobre estrategias políticas señalan que una comunicación efectiva entre candidatos/autoridades y electores/ciudadanos requiere insumos emocionales para una conexión —y respuesta— mucho más profunda; porque los discursos ideológicos o técnicos no tienen un efecto duradero, menos persuasivo, principalmente en votantes blandos o posibles.

Para decantarse por una opción, los ciudadanos realizan un proceso decisorio, que no es netamente cognitivo. Las emociones también influyen en ésa toma de decisión. Es por esto que la participación política no puede ser mecanizada ni lineal. Y aunque las redes sociales han ayudado a la apertura de mejores espacios de discusión y movilización políticas, también han coadyuvado en la inestabilidad del «contrato social».

No cabe duda que la interacción digital le da un dinamismo excepcional a la comunicación política, ya sea en etapas electorales o durante la gestión de un gobierno. Sin embargo, la velocidad que impera en las redes sociales hace que la emocionalidad se anteponga a cualquier otro factor. Esto significa que muchos de los contenidos, respuestas u otro tipo de publicaciones tengan una esencia más emocional que racional. La necesidad de seguir el hilo a la cascada de interacciones hace que la reacción sea inmediata, rápida; por tanto, ésta no siempre es producto de un proceso intelectivo.

Los algoritmos nos envuelven cada vez más en burbujas digitales “confeccionadas” a nuestras preferencias. Pero el aislamiento predeterminado y la categorización impuesta no son lo único preocupante. Paulatinamente y sin pausa, los contenidos que vemos en nuestras redes sociales —y con los cuales tenemos interacción— están ocupando mayor preponderancia en nuestra vida, pues son éstos los que direccionan nuestras decisiones. Y los políticos lo saben.

Generar sentimientos o “estados de ánimo” —sea de simpatía, adhesión, antipatía, etc.— es el objetivo de las campañas y los gobiernos, de los políticos. Esto no parece ser riesgoso prima facie, más aún cuando ha sido una estrategia recurrente en siglos pasados y en diferentes latitudes. Pero a diferencia de lo que ocurrió entonces, los efectos contraproducentes son mucho más “virales”, en toda la amplitud de ésta palabra. Un discurso, un mensaje puede provocar emociones; pero, así como éstas pueden ser “positivas”, también pueden dar paso a las “negativas”.

Equivocadamente, los políticos actuales tienden a acudir a la emocionalidad como base central de su arquitectura propagandística. A sabiendas de que las emociones involucran tanto valores como anhelos y reivindicaciones personales, construyen relatos variados y los acomodan a conveniencia. Un uso tan temerario y negligente da lugar a la incubación de emociones peligrosas que tergiversan el sentido de las ideologías. Así surgen los sentimientos y líderes radicales, también los extremismos políticos.

A modo de ejemplos, veamos, primero, el denominado “extremismo violento nihilista” (NVE, siglas en inglés). Una especie de “diagnóstico” que ha resurgido tras el asesinato del activista norteamericano de extrema derecha Charlie Kirk. Según se conoce, el autor de este crimen, Tyler Robinson, se habría “radicalizado” hacia la extrema izquierda y acusaba a Kirk de difundir odio. Para las autoridades estadounidense, la verdadera motivación de Robinson fue el NVE, no su “adoctrinamiento”, pues no está afiliado a ningún partido ni votó en las elecciones pasadas; es decir, sólo actuó movido por una hostilidad marcada hacia la sociedad y un deseo de generar “caos”. Esta explicación no parece concluyente, dado que el hecho de no ser demócrata o republicano es sólo un dato de color, anecdótico.

El ambiente político americano está altamente polarizado, alimentado desde ambos extremismos —derecha e izquierda—, tanto en ambientes sociales físicos como digitales. Ambos partidos apelan continuamente a la emocionalidad del pueblo estadounidense, exacerbando odios y apoyos de uno y otro lado. Cualquier persona puede verse influenciada por esto, sin importar si está o no afiliada. Contrariamente a lo que se pretenda decir, el crimen de Kirk es resultado directo de la alta volatilidad política, producto de la exacerbación de emociones, agravada desde la segunda victoria electoral de Donald Trump.

La “emocionalidad exacerbada” también se manifiesta en los políticos, aunque de forma diferente. No sólo me refiero a actitudes o discursos violentos o agresivos. Ciertos candidatos o “líderes” son propensos a una pareidolia cognitiva: ven conspiraciones, sospechas, complots en su contra, sin motivos aparentes. Aprovechan cualquier inconveniente, por muy mínimo que éste sea, para crear caos o vaticinar conflictos. Usan estos “delirios” para provocar las emociones de su público, para empujarlos a actuar a su favor. Esto se acomoda perfectamente a nuestro contexto electoral, específicamente en las absurdas denuncias de fraude y las convocatorias para “defender el voto” que realiza el prototipo de tirano e inestable emocional, Edman Lara.

Los políticos y los ciudadanos conformamos redes de comunicación que se alimentan y retroalimentan con percepciones emocionales, sensoriales y cognitivas. Las emociones nos ayudan a actuar, a decidir, pero también pueden hacernos cambiar la percepción que tenemos de nuestra realidad. Por eso es necesario entender la dinámica de la política actual. Las estrategias propagandísticas o propuestas programáticas no son las únicas cosas a gestionar. Las emociones requieren una particular atención por los efectos que pudiesen producir cuando se las despierta, induce o provoca.

La comunicación política —partidos/candidatos/autoridades electas-ciudadanía y ciudadanos-ciudadanos— debe ser una experiencia productiva, no invasiva, y lo menos peligrosa posible. Debe impulsar una participación constructiva, revitalizadora, no temeraria, sesgada, o polarizadora. Sólo exacerbar o generar emociones no es la respuesta adecuada para un sistema democrático en restauración, en donde debe primar el diálogo, los acuerdos, la empatía, la colaboración y la tolerancia entre posiciones disímiles.

La razón y la emoción son sustancias irremplazables en el ser humano. Y la política, como actividad propia del hombre, no puede prescindir de ninguna de ellas. Para que nuestros actos y decisiones no sean contraproducentes, debemos trabajar en nuestras habilidades cognitivas y emocionales. Sólo así podremos ser capaces de tomar decisiones adecuadas, no influenciadas por sujetos “emocionales” o por emociones fabricadas.

América Yujra Chambi es abogada.

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