América Yujra – Las encuestas no son “la navaja de Ockham”

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Suele ocurrir que al explicar teorías, fenómenos o hechos se nos presentan dos o más hipótesis, cada una distinta a la otra, y, por tanto, motivan conflictos a momento de su aceptación. En el siglo XIV, el filósofo inglés William Ockham esbozó un principio para eliminar o “cortar” un supuesto o argumento que se contrapone a otro: ante dos explicaciones o conjeturas, lo razonable es decantarse por la más simple, sin tantas florituras o con menos supuestos por probar.

A primera vista, recurrir a “la navaja de Ockham” —nombre que recibió el principio— para resolver un apuro explicativo parece ser lo más juicioso. Que una hipótesis tenga apariencia de certeza o simplicidad no la hace la más correcta entre sus opositoras. La decisión de aceptar un supuesto por ser “el más sencillo” o el que “aparenta cierta lógica” tiende a llevar a un reduccionismo cognoscitivo que, en lugar de ayudar a clarificar un hecho o fenómeno, fomenta el cultivo de errores de apreciación, generando confusión. En lugar de orientar o servir como “regla general” hasta que mayores indicios validen otra hipótesis, impide la búsqueda de otras deducciones que permitan realizar verdaderas elecciones racionales.

Un ámbito en donde el principio de Ockham puede ser un arma de doble filo es la política. Los sucesos propios de ella son tan variados que ninguno es tan simple como parece. Más si hablamos de conjeturas que pretenden vaticinar determinados resultados. Aun en un estado soporífero se producen cambios. Así pues, al hablar de hechos o fenómenos políticos, lo más “simple” no siempre es lo más lógico. Las hipótesis “sencillas” no resuelven dudas ni pronósticos; al contrario, desplazan al objeto de análisis de su lugar de concepción, se amplían y generan incertidumbre. Por tanto, una conclusión “simple” u “obvia” muy probablemente conducirá a la toma de decisiones incorrectas (votar nulo, por ejemplo) o, peor aún, a una inacción (no acudir a sufragar).

Tras la difusión de las últimas encuestas, parece ser que muchos —desde todos los polos— han optado por recurrir a la “navaja de Ockham” para analizar el porqué del alto porcentaje en los denominados “votos residuales” (nulos, blancos, indecisos). La encuesta de Unitel mostró un 32% (blancos 8.2%, nulos 12.5%; indecisos 11.3%). Mientras que El Deber, 24.55% (blancos 14.76%, nulos 4.48%, indecisos 5.31%). En el lapso de un mes, hubo un crecimiento de 5% en la primera encuesta (en junio, el porcentaje total era 27%); en la segunda fue de 7.16% (17.39% en junio).

Por un lado, desde el bando de la “izquierda” se asegura que ésos porcentajes pertenecen a la clase popular, las “mayorías”, los votantes fijos del MAS, o como el exministro Del Castillo denominó “masistas del clóset”. Todos los grupúsculos azules coinciden en afirmar que estos electores nunca irán a la “derecha”, menos cuando en ése frente están personajes con igual o mayor data de existencia que el régimen mismo, incluso podrían no ir a emitir su voto.

La lectura opositora se inclina en otro sentido, aunque símil en su “simplicidad”. Desde este lado se concluye que los votos “residuales” corresponden a los Dunn-votantes, quienes, debido a la inhabilitación de su candidato, preferirían las opciones “nulo”, “blanco” o “indeciso” antes de elegir entre los viejos conocidos (Samuel, Tuto o Manfred).

Ambas hipótesis, prima facie, quizá pudiesen ser correctas, pero al estar cargadas de subjetividades de imposible supresión, no lo son; es, como señalé párrafos arriba, un reduccionismo que en política se manifiesta a través de análisis “miopes”.

Para empezar, tal vez a efectos de practicidad numérica o intencionada demostración porcentual, los votos “blancos”, “nulos” e “indecisos” pueden insertarse en una misma bolsa; pero no es correcto interpretarlos en conjunto, máxime cuando cada uno está condicionado a diversos factores subjetivos y personales —emociones, comportamientos— de los electores.

En la ciencia política, la tipología extendida señala que existen: 1) Votantes duros: cuya decisión está tomada por fidelidad a un candidato o partido, ya sea por su propuesta, su afinidad u otros criterios. 2) Votantes blandos: dicen que votarán por un candidato, pero no por fidelidad o simpatía hacia él, es más, ni siquiera le creen. Su apoyo es superficial y, por tanto, puede migrar a otra opción. 3) Votantes posibles: no tienen decidido por quien votar, están expectantes a las propuestas y opciones que puedan surgir. 4) Votantes difíciles: no simpatizan con ningún candidato; sin embargo, pueden inclinarse hacia alguno, siempre y cuando decidan hacerlo, no depende mucho de las estrategias de campaña. 5) Votantes imposibles: no les agrada nada de un candidato: ni su imagen, ni su trayectoria, ni su oferta, ni su visión ideológica, ni su entorno; tampoco cambiarían de opinión bajo ninguna circunstancia.

Dada la clasificación precedente, los “nulos” corresponden a votos imposibles o duros; los “blancos” e “indecisos” a blandos y/o difíciles, incluso posibles. Tomando en cuenta la encuesta de Unitel y aplicándola en ambas posturas, el 12.5% representaría a los votantes masistas o “dunnistas”. Porcentaje inferior (4.48%) le otorgaría la de El Deber. Cualquiera sea la situación, el promedio entre ambos porcentajes no refleja ni el nicho histórico del masismo (cerca al 20%) ni la alta repercusión que debería tener una candidatura emergente. Por tanto, ambas posturas son erróneas.

Asimismo, los restantes tipos (“blancos” e “indecisos”) —en las dos encuestas— suman 20% (Unitel 19.5%, El Deber 20.07%), es decir, más de la mitad del total de los votos “residuales”. Al encuadrarse éstos dentro de los denominados blandos, difíciles y posibles, es equivocado afirmar —como lo hacen ambas posturas de análisis— que pertenecen de forma exclusiva a uno u otro candidato o partido; pues éstos, tal como se explicó líneas supra, no tienen su voto plenamente decidido y pueden cambiar dependiendo de diversos factores.

Adicionalmente, las dos posturas sobre los votos “residuales” dan cuentan de criterios subjetivos muy peligrosos para el contexto electoral en curso. Por un lado, la desesperación en el régimen por negar el actual estado de su militancia y mantener viva su vana esperanza de triunfo en las elecciones de agosto. Por otro, el exitismo prematuro en las candidaturas de oposición y la subestimación de los grupos populares.

Tras veinte años, el caudal electoral histórico del MAS —conformado por votos de identidad e interés— fue reduciéndose progresivamente mas no ha desaparecido. Quizá la “izquierda” ya no gane en primera vuelta, menos consiga mayoría dentro de la Asamblea Legislativa; pero, si se producen determinados hechos —una cohesión de las facciones masistas, por ejemplo— puede hacerse con un lugar en la segunda vuelta. Aunque la discordia entre “evistas”, “arcistas”, “androniquistas” y autoexiliados (Eva Copa, Iván Lima y otros supuestos “disidentes”) parece irreconciliable, el temor que sienten por su inminente proscripción es mucho más fuerte.

Más allá de todo, hay cosas “sencillas” que las dos recientes encuestas visualizan y es conveniente subrayar: fraccionamientos en el bando opositor y en el oficialismo; difícil gobernabilidad; autoridades con legitimidad simbólica, no real; obligatoria conformación de coaliciones entre bancadas legislativas… En resumen, un gobierno endeble, débil, cuyo sostenimiento estará sujeto a pactos improvisados y momentáneos, tan efímeros que podrían impulsar su debilitamiento abrupto, antes de siquiera cumplir la mitad de su mandato. En las páginas de nuestra historia abundan los ejemplos de gobiernos que llegaron al poder con exiguos porcentajes de apoyo ciudadano, que perecieron en cuanto sus alianzas partidarias se esfumaron a medida que el desastre socioeconómico se convertía en descalabro. Quizá suene a pesimismo agorero, pero, dada nuestra delicada coyuntura, impera pensar en todos los futuros posibles, buenos y malos.

Son conocidas las dudas y objeciones en contra de las encuestas, sobre todo porque éstas han perdido su utilidad inicial: exponer los comportamientos y/o preferencias de los electores para (re)diseñar las estrategias de campaña. Hoy, las encuestas son usadas para manipular al electorado o para forzadamente probar oscuras hipótesis —como vimos—, carentes de variables sólidas y razonables. Sin embargo, el peligro no está en su uso o elaboración tendenciosa, sino en las conjeturas que se extraen de ellas.

En un escenario electoral tan próximo a alcanzar su desenlace, las posturas analíticas que encasillan arbitrariamente a los electores y que refuerzan sus sesgos cognitivos incrementan la volatilidad e incertidumbre. Empero, no es conveniente ignorarlas, sino exhibirlas para que los únicos motivos que nos persuadan a votar estratégicamente —por A, B, C o D— sean nuestro deber con la democracia y nuestro anhelo de libertad.

América Yujra Chambi es abogada.

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