Por: Andrés Gómez Vela*
La madrugada de este jueves vi en mis sueños a mi primo Edmundo Gareca. Se aprestaba a cabalgar en una mula color ceniza. Metros más adelante había un grupo de jinetes que lo esperaban. Entre esos viajeros distinguí a mi abuelo Manuel Vela Gareca; al papá de mi primo, Irineo Gareca; y a su mamá, Enriqueta Ayra.
—Edmundo, ¿a dónde vas?—pregunté.
—Me voy al mañana—me dijo y su rostro dibujó una sonrisa de resignación. Luego, subió a la briosa mula, se unió a los otros viajeros; y todos se fueron por un camino que nunca se perdía.
A eso de las 06:30 sonó mi teléfono. Era mi hermana. Me llamó para avisarme llorando que mi primo había muerto a causa del Covid-19, en Sucre. Cada palabra de la mala noticia era un filoso y candente alfiler que buscaba las partes más sensibles de mi alma para clavarse.
Sentí otra vez esa angustiante sensación de vértigo sin fin. Mi cuerpo se paralizó, pero mi cerebro puso en tiempo real imágenes voces y risas de mi primo y que me enteré recién, en ese instante, que las había guardado en mi ser.
Después, volví a mi tiempo y espacio y comencé a cavilar: ¿por qué se fue tan joven? Apenas tenía 46 años. ¿Por qué él? ¿Qué va a ser, ahora, de sus wawitas? En pos de una explicación a lo desconocido, recordé el día que, en mi dolor de haber perdido a mi abuelo, busqué a la muerte, en la inocencia de mi infancia, para matarla, sí, busqué a la muerte para matarla, porque había arrebatado a mi familia al ser que, en ese momento, le daba vida.
Este mismo jueves me enteré que falleció, en Cochabamba, la periodista Johana Tapia. Tenía 29 años. ¡Mierda! Se supone que la muerte es el futuro, no el presente. Se supone que Edmundo debía morir dentro de al menos 30 años y Johana, por lo menos dentro de 60 años. La maldita pandemia adelantó el futuro al convertir la muerte en presente.
El pesimismo filosófico de Arthur Schopenhauer tomó mis pensamientos. ¿Qué somos los humanos? Unos melancólicos viajeros que escapamos del pasado con el deseo de eternizarnos en el presente para no llegar al futuro. Quien le teme a la muerte —diría el filósofo alemán— tiene miedo de perder el presente, caerse de él porque el individuo siempre es ahora y la muerte siempre llega luego.
El Covid nos está demostrando que la muerte no llega luego, sino antes. La nueva deprimente realidad está cambiando el estado psicológico de la humanidad porque está probando, en un juicio sin tribunal, que no alargó la existencia de cada persona como nos hizo creer la ciencia, sino que sólo alargo su agonía para transitar de la nada a la nada.
Muestras de este inevitable destino al vacío están registrados en las redes sociales: “Vuela alto, querida, Darinka”. “Descansa en Paz, amiga y compañera de colegio”. “Me duele tu partida antes de tiempo”. “Dios te recogió”. “Vuelve al cielo”. Sólo mensajes de adiós, obituarios y homenajes escritos en muros virtuales de lamento quedan como testigos del paso de las personas por la Tierra.
Hoy comprendemos que la vida nos prepara en silencio cada día para la muerte. A medida que el tiempo va haciendo lo suyo en nuestros cuerpos nos vamos resignando ante nuestra finitud. Entonces, vivimos con la sensación del padre del existencialismo, Soren Kierkegaard, de desaparecer de este mundo como si nunca hubiésemos existido en él.
Pero no todos se resignan. Otros se rebelan y se declaran enemigos de la muerte como el filósofo Miguel de Unamuno que en un arranque de efluvio de pensamientos existencialistas desafió: “No quiero morirme, no; no quiero, ni quiero creerlo; quiero vivir siempre, siempre, siempre, y vivir yo, este pobre yo que me soy y que me siento ser ahora y aquí; y por esto me tortura el problema de la duración de mi alma, de la mía propia”.
Sin embargo, el desafío a lo desconocido es vano. Entonces, sólo queda vivir con la muerte en el horizonte, aunque la pandemia acercó ese horizonte en espacio antes de tiempo, transformando el futuro, donde en nuestro tiempo psicológico estaba la muerte, en presente.
Las muertes anticipadas de mi primo Edmundo, de Johana, de Betty, de Luisa (cuyas canciones escucho al escribir este artículo) y de miles de otras personas no sólo deben ser lamentadas y lloradas, sino que deben servir para evitar que más gente deje su espacio en la tierra antes de tiempo. Pues si bien no podemos matar a la muerte, sí podemos matar al virus. ¿Cómo? Viviendo por el otro y cuidándonos por el semejante.
*Andrés Gómez Vela es periodista