En su tiempo, George Orwell señaló que la libertad de expresión depende de la atención que la gente le confiere, aún si existen leyes o poderes que pretendan impedirla. Y no estuvo equivocado. Como sucede con la mayoría de los derechos, si éstos no se demandan, su pleno ejercicio no siempre tiene un camino expedito.
La libertad de expresión no es un derecho común, pues tiene por razón de ser uno de los valores más trascendentales de las sociedades modernas: la libertad individual. En la medida en que los seres humanos puedan expresar sus opiniones y demandas es posible la construcción del entramado sociopolítico inherente en todos los Estados. No por nada la libertad de expresión es catalogada como piedra angular de la democracia.
A nivel internacional, diversos instrumentos normativos reconocen su importancia y características. La Declaración Universal de Derechos Humanos (artículo 19) señala que este derecho “incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras por cualquier medio de expresión”.
Contenido similar ofrece el artículo 13 de la Convención Americana de Derechos Humanos (CADH). Mientras que la Declaración de Principios sobre la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos añade que es un derecho “fundamental e inalienable” en todas sus formas y manifestaciones.
En nuestro texto constitucional, la libertad de expresión está inscrita en el parágrafo II del artículo 106, que en su última parte la define como “el derecho a emitir libremente las ideas por cualquier medio de difusión, sin censura previa”. Junto a las libertades de opinión e información, incorpora el derecho a su rectificación y réplica.
Empero, el amplio reconocimiento —nacional e internacional— de la libertad de expresión contiene límites. Al respecto, la CADH es perspicua: “el ejercicio del derecho (…) no puede estar sujeto a previa censura sino a responsabilidades ulteriores, las que deben estar expresamente fijadas por la ley y ser necesarias para asegurar: a) el respeto a los derechos o a la reputación de los demás, o b) la protección de la seguridad nacional, el orden público y la salud o moral públicas”.
El ordenamiento jurídico boliviano reconoce ésos límites y los cataloga como delitos contra el honor (difamación, calumnias e injurias), contra la tranquilidad pública (instigación pública a delinquir, apología pública de un delito), contra la economía nacional, la industria y el comercio (infidencia económica, uso indebido de información privilegiada) y contra la dignidad del ser humano (racismo, discriminación, difusión e incitación al racismo o la discriminación, organizaciones o asociaciones racistas o discriminatorias, insultos y otras agresiones verbales por motivos racistas o discriminatorios).
Repasemos: la libertad de expresión concede a todas las personas el derecho a expresar libremente —en diversas formas y medios— sus ideas u opiniones, cualquiera sea su contenido, siempre y cuando éste no afecte, cause perjuicio o restrinja los derechos de otros; de lo contrario, se incurrirá en las prohibiciones establecidas en la ley sustantiva penal. Conviene agregar que la afectación o restricción de derechos deberá ser efectiva o consumada, e incluso irreparable; sólo así se cumpliría el criterio de proporcionalidad que valida toda punición o limitación de libertades. Así pues, no todas las opiniones o ideas controversiales e inquietantes pueden ser vetadas, mucho menos ser sancionadas.
Eso condice con el entendimiento de la Corte Europea de Derechos Humanos, en el caso Handyside[1], que señala que el derecho a la libertad de expresión “(…) es válido no sólo para las informaciones o ideas que son favorablemente recibidas o consideradas como inofensivas o indiferentes, sino también para aquellas que chocan, inquietan u ofenden al Estado o a una fracción cualquiera de la población. Tales son las demandas del pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura sin las cuales no existe una sociedad democrática”.
En el pasado siglo, Orwell ya hizo la pregunta que nos hacemos cuando personajes como el tiktoker que se refirió a la danza “mineritos” o el streamer que recordó al expresidente Víctor Paz Estenssoro dicen ejercer su derecho a libertad de expresión: “¿tiene derecho a ser oída cualquier opinión, por impopular o incluso estúpida que sea?” [2].
Evidentemente, la respuesta es afirmativa, mas será sustancial identificar el (o los) propósito (s) que ésa opinión traiga consigo. Pues, hay expresiones que se hacen con férrea intención de dañar; y otras, sólo por simple ignorancia. Y aunque hilarante, molesta u ofensiva, la ignorancia no merece una dura condena, pero sí una atención reflexiva por parte de la ciudadanía.
La libertad de expresión no es un derecho absoluto, su ejercicio exige el cumplimiento —previo y posterior— de deberes y responsabilidades. Al ser un requisito indispensable de las sociedades democráticas, tiene una función sociopolítica capital: construir la opinión pública.
Por obvias razones, no todas las opiniones o ideas cumplen eficientemente ésa función, dado que muchas de ellas carecen de calidad, la cual resulta de las informaciones en que se basan y del proceso racional al que deben someterse antes de ser difundidas. Porque para opinar necesitamos saber; para saber, debemos aprender.
Por la amplitud del mundo, la variedad de realidades inmersas en él, es prácticamente imposible conocer todo. Así, percibimos el mundo de acuerdo a nuestras propias experiencias y a los conocimientos que adquirimos a lo largo de la vida. Sin embargo, existen contextos y realidades que requieren de mayores referencias para ser conocidas en su total dimensión y sin contrastes.
Para desenvolvernos en el espacio social y democrático, como ciudadanos —con derechos y obligaciones— debemos comprender las realidades propias y ajenas. Esto es —parafraseando al filósofo español Ortega y Gasset[3]— comprender tanto nuestro «yo» como nuestra «circunstancia».
El «yo» se sobreentiende. La «circunstancia» es lo que se extrapola a nosotros, lo que nos rodea, las personas y sus historias, opiniones e ideas. Somos lo que nos vamos construyendo internamente, pero no lo hacemos de forma aislada, pues la «circunstancia» nos condiciona, e incluso nos empuja a reconocerla y a rescatarla. De otro modo, ni nuestra existencia y ni la suya son posibles. Como dijo Ortega: “si no la salvo a ella tampoco me voy a salvar yo”.
Salvar nuestra «circunstancia» significa comprenderla a partir de conocimientos que encontramos en la experiencia, las costumbres, las ciencias, los libros, los medios de comunicación y hasta en opiniones ajenas.
Con lo anterior es posible dimensionar la importancia de las opiniones y la libertad de expresión: no sólo vitalizan las democracias, sino también permiten el desarrollo individual («yo») y colectivo («circunstancia») de sus miembros.
Así, la opinión ya no se reduce a una postura simplona sobre un tema específico. No podemos esperar que todas las ideas u opiniones que se difunden sean doctas; sin embargo, al menos deben contener información cierta o verificable, y la (s) conclusión (es) que indica (n) deben expresar un juicio lógico, sin tergiversaciones o subjetividades condicionadas por estereotipos, prejuicios o sesgos.
Como puede verse, la responsabilidad de una opinión es alta. Quienes hoy ocupan los nuevos espacios digitales (tiktokers, streamers) no pueden obviarla, principalmente porque sus contenidos (vídeos, audios, textos) tienden a hacerse virales y pasan a formar el conjunto de materiales con los que se construye la opinión pública. Y si éstos son defectuosos, en lugar de generar un debate propositivo, sólo provocan que conflictos sinsentido adquieran un protagonismo innecesario.
No faltará quien diga que se exige mucho a un colectivo (influencers) que hace todo por likes y followers, que, al depender de la viralidad digital, ya no son capaces de detenerse a pensar antes de escribir o grabar un contenido. Por eso, las reflexiones deben pasar a quienes están al otro lado de las pantallas.
Las redes sociales instan una adaptación, un reconocimiento como nueva «circunstancia»; a partir de ello, un contenido viral producirá consecuencias —sociales, políticas y hasta jurídicas— considerables sólo si quienes lo ven convierten su mensaje en materia prima de su propia opinión.
En democracia, todas las expresiones tienen un lugar, sean lúcidas, estúpidas, simples o caducas. Todas son manifestaciones de nuestra identidad personal; y, a la vez, representan la diferencia, la individualidad y libertad de cada uno de nosotros. Sin embargo, conviene apuntar que no todas deberán ser tomadas en cuenta, lo que no significa que no merezcan atención.
En tiempos donde abundan las posverdades, los bulos y las imposturas, en contextos de alta conflictividad y expectación electoral, importa estar alerta y reconocer aquellas opiniones perniciosas que —con o sin intención— pretenden manipular o dirigir la formación de nuestra opinión personal y, tras ella, la opinión pública. Porque el ejercicio de la libertad de expresión implica expresar libre y racionalmente nuestras ideas, siendo conscientes del impacto que puedan tener en los demás, pero también analizar y seleccionar lo expresado en la misma manera.
América Yujra es abogada.
[1] Recogido por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en la sentencia del caso Olmedo Bustos y otros vs. Chile (“La Última Tentación de Cristo”)
[2] En el texto “The freedom of the press”, incluido como prefacio en Rebelión en la granja.
[3] Ortega y Gasset, José. (2014). Meditaciones del Quijote y otros ensayos. Alianza