La situación nacional no deja de sorprendernos y desgarrarnos. El despojo y el colonialismo, lejos de ser fantasmas del pasado, nunca se fueron y hoy retornan con fuerza renovada. Hemos perdido las utopías: los molinos vencieron. El proceso de desideologización, que ha vaciado de contenido a los proyectos colectivos, es quizás nuestro mayor enemigo.
La falta de un posicionamiento claro ha llevado a una peligrosa ambigüedad política: durante años, frente al proyecto del MAS, actores de la otrora izquierda, convivieron con la derecha bajo la ilusión de que así iban a avanzar en un proceso de cambio cuando en realidad se parecía más una marcha de cangrejos.
La crisis del MAS abre un momento de reconfiguración: muchos que vieron en la oposición a un aliado “natural” pronto sentirán el desencanto por la dureza de las medidas económicas. Más grave aún: figuras que alguna vez se identificaron con la izquierda hoy respaldan expresiones reaccionarias que no representan más que resentimiento y frustración sobre los errores de las últimas décadas.
Muchos de quienes alguna vez fueron aliados terminaron convertidos en evidentes perpetradores de un “termidor” que traspasó límites y fronteras de todo aquello que antes denunciábamos. Amparados en un caudillo y sus lugartenientes, se diseñaron mecanismos que deformaron el rostro de la transformación hasta desfigurarlo por completo. Si algo puede afirmarse con certeza es que lo que se ha cultivado no es más que abyección humana, encarnada en una pesadilla cuyo único propósito fue la consolidación de un falso proyecto de Estado bajo la lógica del poder. El MAS terminó despojándose a sí mismo de todo horizonte de transformación, y en ese proceso se perdió lo más valioso: el tejido social y las luchas de décadas, que hoy han quedado reducidas a la desarticulación de aquel proceso, convertido en un simple eslogan vacío, carente de valor y despojado de toda ética.

La contradicción que enfrentamos exige una crítica despiadada e implacable de todo el pasado y el presente, de lo contrario quedaremos atrapados en la frustración de la oportunidad desperdiciada. Hoy se nos ofrecen quimeras diversas: proyectos de ajuste y desregulación, o fórmulas de un supuesto “capitalismo para todos” disfrazadas bajo lecturas superficiales de lo popular. Entretanto, la infoxicación de las redes nos ha dejado sin capacidad de imaginar alternativas radicales que trasciendan el individualismo y el crecimiento vacío. Entre frustraciones acumuladas, el llamado “sentido común” vuelve a erigirse en enemigo silencioso, perforando el horizonte y empujándonos hacia extremos peligrosos.
El gran problema de cara al balotaje no reside únicamente en la disputa coyuntural, sino en nuestra incapacidad de interpretar la desglobalización y sus efectos en un escenario mucho más complejo. En ese tránsito hemos olvidado lo fundamental: que las utopías de transformación no pueden reducirse a la mera negación, ni alimentarse del rencor, y menos aún diluirse en pactos que despojan de sentido a cualquier horizonte emancipador.
Pensar el mañana se ha reducido a sobrevivir el día. El trabajo, en vez de ser motor de transformación, se ha perdido en la ilusión de que bajo el liberalismo encontraremos prosperidad. El resultado es alienación y pérdida de conciencia de clase. Pero aún queda una oportunidad: abrir espacios de discusión y construcción de propuestas más allá de la gestión del Estado, para recuperar la posibilidad de transformar radicalmente el orden social, incluso frente al espejismo de un “capitalismo andino-amazónico” que nunca cuestionó la raíz del problema.

Recuperar las utopías implica perder el miedo a pensar colectivamente, a defender posiciones ideológicas capaces de ir más allá de la dicotomía oficialismo-oposición. Hemos perdido mucho —calles, sueños, fuerzas—, pero aún podemos recuperar la capacidad de imaginar mundos distintos. No un mundo donde el crecimiento económico sea el único fin, sino uno donde la sobriedad y la justicia social sean el camino frente a falsas soluciones disfrazadas de promesas.
Es tiempo de recuperar la urdimbre perdida de nuestras huellas, de volver la mirada hacia adentro para imaginar horizontes nómadas que trasciendan la simple contemplación. El mañana solo será posible si retomamos la tarea de tejer sueños inconclusos.
Tras un vuelo turbulento en el que los pilotos perdieron el rumbo, debemos decidir dónde aterrizar. Volvamos a mirar la tierra, reconozcamos quién camina verdaderamente a nuestro lado y asumamos, sin concesiones, la tarea de transformar a fondo la realidad.
José Carlos Solón es investigador de Fundación Solón