Rafael Archondo*
El Movimiento Al Socialismo (MAS) no es un partido clásico o convencional. Sus 25 años de existencia fueron analizados por autores como Fernando García Yapur, Alberto García Orellana, Marizol Soliz, Patricia Chávez, Moira Zuazo o Carlos Humberto Burgoa Moya. A ellos le debemos el conocimiento de base sobre el fenómeno más seductor de la Bolivia de inicios de este siglo.
El MAS es un partido derivado, es decir, es el brazo político de las organizaciones sindicales del campo, que tras liberarse de variadas tutelas, decidieron convertirse en actrices electorales. Desde el congreso del Instrumento Político realizado en Santa Cruz, en marzo de 1995, hasta la toma del poder, en enero de 2005, presenciamos un ensanchamiento incesante de sus nexos con distintos sectores de la sociedad. Podría decirse que partiendo de un punto de condensación, como el Chapare y el Valle Alto de Cochabamba, terminó abrazando a gran parte de la nación.
La emancipación política del campesinado arrancó con la consigna “no seremos escalera de nadie”. He ahí el propósito primordial de esta corriente social, cuyo mayor logro fue apuntalar el gobierno más prolongado de nuestra historia, ese que se apagó sorpresivamente el 10 de noviembre pasado.
Para no ser instrumento dócil de algún forastero, los campesinos bolivianos de la puna, los valles y el oriente enfrentaron primero a los ortodoxos de ideales leninistas, que sólo reconocían valor insurreccional a la clase minera, fabril o ferroviaria. Por eso se aliaron a las organizaciones no gubernamentales, que les dieron el financiamiento para pensarse como naciones y no sólo como clase.
Para ello brotó la idea mal llevada de convocar a una magna asamblea de nacionalidades para el 12 de octubre de 1992. Los amigos del proletariado nunca aceptaron la insolencia campesina y ni siquiera les entregaron, por ejemplo, la secretaría general de la COB. Los querían de furgón de cola.
Al no poder progresar más en el terreno sindical, los campesinos optaron por la ruta electoral. Para ello recurrieron a la izquierda legal, la que sí creía en las elecciones, a pesar del fracaso de la UDP.
Junto a Filemón Escóbar, descartaron el camino de las armas y se hicieron espacio en la papeleta de sufragio. El experimento fue alentador. Nacía un modo de ganar elecciones que resultaría imbatible con el tiempo. La receta consiste aún hoy en elegir candidatos en asambleas, inscribirlos haciendo uso de una personería jurídica, comprometer a los electores primarios en la campaña y garantizar el triunfo.
Así como alfombraban las carreteras de piedras y troncos, iban peinando el mapa electoral de cada territorio con victorias por encima del 60%. Primero fue Izquierda Unida, luego el Partido Comunista o el MAS-Unzaguista, meras siglas con las que los campesinos aprendieron a hacerse mayoría en los escrutinios. Los triunfos se fueron apilando a un ritmo febril en 1995, 1997 y 1999. Finalmente, en 2001, el movimiento consigue el sello legal para denominarse MAS-IPSP. El salto hacia la arena nacional era inminente.
Dos expulsiones sellarán el destino de esta corriente, la de Evo del parlamento y la de Filemón Escóbar del MAS. La primera convalidaría al líder cocalero como el enemigo número uno del sistema y, por consiguiente, le entregaría en bandeja de plata la legitimidad de una mayoría cada vez más enrumbada hacia el cambio. La segunda, abriría las puertas del partido a la izquierda armada o guerrillera, para la cual Escóbar era un dique natural.
Llegaba el momento de la inserción de García Linera al cenáculo de las decisiones y designaciones. Ya tras la toma del gobierno, el MAS acogería a una sólida planilla de tecnócratas y operadores gubernamentales, encargados de mover los hilos del poder oficial, todos orquestados por el nuevo Vicepresidente. Entonces sobrevino la división de tareas: Evo, a la campaña electoral permanente; Álvaro, al ejercicio directo del mando.
Con la intempestiva huida del palacio se ha producido una dislocación en el MAS. Las organizaciones sindicales, el factor desencadenante del proceso, buscan recuperar el ideal inspirador, “no ser escalera de nadie”. A su vez, el factor coadyuvante, la exburocracia gubernamental refugiada en la Argentina, aspira, incrustada en la mente del caudillo, a seguir prolongando su existencia parasitaria.
¿Ha muerto el MAS? No, pero vive una convulsión creativa, que lo puede llevar a calmar su sed con el agua de sus orígenes o a terminar de transitar hacia su conversión definitiva en un partido como cualquiera.
*Rafael Archondo es periodista.