América Yujra – Cómo se reconstruyen las democracias

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Los procesos electorales son capítulos especiales en la historia de los países. Sus resultados y las figuras que encumbran al poder dejan material de sobra para debates y análisis. La jornada vivida hace casi un mes (17 de agosto) en nuestro país tiene ése tinte, sobre todo por el largo camino que tuvimos que recorrer hasta llegar a su puerto. El proceso electoral 2025 no ha concluido. Queda una parada más, pero ya ha ocasionado inquietantes consecuencias. Vale la pena ahondar un poco en ellas.

El resultado estaba anunciado. No por las encuestas, por supuesto. Se advertía en cada espacio de encuentro y conversación. Bien sabemos que el voto es secreto, pero eso no impidió —en realidad nunca sucede— que la pregunta “¿por quién votarás?” se haya usado como saludo o despedida en los días previos al 17-A. El interés por la elección crecía, así también la ansiedad por ver plasmados en los primeros resultados los deseos de millones de bolivianos. Tanto fue así que quedó opacado el objetivo cardinal de la travesía de dos décadas: la democracia.

Diferentes protagonistas (figuras y partidos) en el escenario político, el masismo reducido a expresiones mínimas —incluso el óbito de su sigla, aunque ya era mucho pedir— y una democracia reanimada, también fueron deseos míos; pero temí que su consecución no sería del todo exitosa, porque las patologías que aquejan a nuestra democracia no se curan con el marcado de papeletas electorales. No es tan simple como parece. Viendo los resultados y acontecimientos posteriores a las elecciones, puedo afirmar que mis temores estaban bien fundados.

Para ilustrar el párrafo anterior, me remito a lo escrito por Steven Levitsky y Daniel Ziblatt[1] en Cómo mueren las democracias: “(…) desde el final de la Guerra Fría, la mayoría de las quiebras democráticas no las han provocado generales o soldados, sino los propios gobiernos electos. En la actualidad, el retroceso democrático empieza en las urnas”. ¿Las urnas? Sí. Una elección no siempre es la panacea democrática que todos esperamos. A veces sólo es un salvavidas de plomo.

La quiebra democrática en Bolivia fue deliberada, sistemática, a manos de un gobierno elegido en las urnas. Como dicen los manuales autocráticos, comenzó con lo simple: el posicionamiento de figuras contrarias al status quo de turno. Usando imágenes y discursos similares a la ciudadanía mayoritaria —aquella siempre relegada—, el régimen masista se instaló en el poder y generó varios daños. A nivel estatal, destrozaron las instituciones, eliminaron los contrapoderes; a nivel social, reactivaron viejas heridas y rencores del pasado para polarizar a la ciudadanía y desconcentrarla.

Ante semejante planeación y el grado de quebrantamiento sufrido, la reconstrucción del sistema democrático debería hacerse del mismo modo, es decir, ser planificada por todos los actores opositores al régimen: partidos, líderes políticos y ciudadanía. Sería lo más lógico, pero también es algo utópico. A veces, la democracia se recompone —quizá no totalmente— así misma. En parte, eso es lo que sucedió el pasado 17 de agosto. Veamos por qué.

Los regímenes autoritarios, principalmente aquellos que usan mecanismos democráticos para llegar al poder, no suelen abatir la democracia por completo porque la necesitan tanto para revalidarse en el tiempo como para aplacar a la ciudadanía. Esto funciona cuando el interior del régimen es sólido y no personalizado. Según Juan Linz, ése es el problema más difícil que encaran los autoritarismos. Para el politólogo español, la renovación de sus cúpulas se dificulta cuando “el fundador se considera a sí mismo indispensable y no está dispuesto a renunciar al poder durante su vida, como tampoco a designar a un heredero” [2].

En el caso del masismo, ése conflicto se transformó en su debilidad y causó su escisión. Si a esto sumamos el hecho de que el régimen no pudo eliminar todos los mecanismos democráticos —por ejemplo, elecciones, partidos de oposición— y la mayoritaria aversión ciudadana, pronosticar su futuro no requería ni encuestas, ni predicciones, ni mucho esfuerzo deductivo.

Podría decirse, entonces, que las circunstancias se fueron dando. Mientras el régimen y sus grandes “logros” —como el modelo económico sociocomunitario productivo— explosionaban, los mecanismos democráticos supervivientes se ponían en funcionamiento. Las elecciones generales ya estaban anunciadas hace cinco años, no requerían de planificación ciudadana y/o partidaria. Los tiranos no son los únicos que pueden valerse de las urnas para llegar al poder, el pueblo también puede usarlas para expulsarlos. Sin embargo, aunque la democracia encuentre dentro de ella las vías para liberarse de sus opresores, su reconstrucción necesita mucho más que un proceso electoral.

La democracia se sostiene a través de condiciones mínimas —como remarcó en su tiempo Robert Dahl—, de sus instituciones y, sobre todo, se sostiene por las acciones democráticas de sus miembros. Alain Touraine, otro destacado politólogo, lo explicó así: “un régimen democrático descansa sobre la existencia de personalidades democráticas, (…) individuos-sujetos capaces de resistirse a la disociación del mundo de la acción y el mundo del ser, del futuro y el pasado. El rechazo del otro y el irracionalismo son peligros igualmente mortales para una democracia”[3]. De éstos dos se alimenta el populismo, una tendencia política peligrosa para cualquier sistema democrático. Paradójicamente, la democracia es un ambiente idóneo para su desarrollo.

El populismo aplicado como estrategia se acomoda a cualquier línea política o ideológica; puede ser usado tanto por “la izquierda” como por “la derecha”, por cualquier aspirante al poder, incluidos los autócratas disfrazados de demócratas. Y lo peor: no es resistido por la ciudadanía. Muchas de las más siniestras dictaduras iniciaron y se mantuvieron con la aquiescencia del pueblo.

Apelando a los sentimientos y a las demandas frustradas de la ciudadanía mayoritaria, el régimen masista consiguió un fuerte apoyo popular y victorias electorales sorprendentes. Así llegó y se mantuvo en el poder. Pese a las terribles consecuencias que ha producido en nuestro país, el populismo ha vuelto a ser usado como táctica proselitista por muchos de los candidatos —incluido el binomio ganador del 17-A— y, lamentablemente, repercutió en los votantes.

No es de extrañar que haya ocurrido de ésa manera. En escenarios de crisis —institucionales, sociales, económicas, políticas—, los (mal) denominados candidatos outsiders y los programas de gobierno con propuestas “populares” son los más reivindicados y, por tanto, consiguen mayor adhesión.

En situaciones adversas, el miedo, la inseguridad y la ansiedad hacen que los individuos proyecten sus emociones hacia afuera; el subconsciente individual se desenvuelve en una “consciencia colectiva” que expresa sus emociones “en bloque”. Los populistas le llaman “voluntad popular”.

Si en otrora los candidatos populistas se valían de los medios de comunicación (sobre todo de la televisión), hoy las redes sociales les son mucho más efectivas para alcanzar mediaciones exitosas con sus posibles votantes, esencialmente porque tanto la identificación emocional como la confirmación de sesgos cognitivos y actitudinales entre ellos se logra a la velocidad de un like, share o repost, es decir, de forma directa e inmediata.

Gracias a sus variadas microburbujas alimentadas (y retroalimentadas) por algoritmos, las redes sociales son ideales para la incubación de “voluntades colectivas” sumisas y ciegas. Tanto es así que los partidos ya no tienen la necesidad de “crear” un liderazgo populista, ya que muchos de los outsiders contemporáneos emergen de ésas microburbujas. Entonces, las interacciones que se generan en redes sociales generan figuras populistas y, a la vez, una población con tendencia al populismo.

Lo hasta aquí vertido retrata la victoria del binomio Paz-Lara; pues, a pesar de todo lo vivido en las últimas décadas, el populismo sigue siendo un factor determinante para los partidos políticos y buena parte de la ciudadanía boliviana. Abundan más personalidades populistas que democráticas.

Al carecer de una estructura político-partidaria, el Partido Demócrata Cristiano (PDC) y sus candidatos —principalmente Edmand Lara, el outsider improvisado y tirano en potencia— recurrieron a discursos grandilocuentes, a ofertas electorales insostenibles e irrealizables. Sin embargo, lo verdaderamente preocupante es la docilidad de los votantes ante propuestas que llevan al populismo en su médula.

El politólogo John Keane[4] señala que la democracia expone “públicamente la corrupción, la arrogancia, las falsas creencias y los puntos ciegos, las malas decisiones y los actos perjudiciales”. Además, es “(…) la mejor arma que nunca se haya inventado contra la locura o arrogancia que siempre viene con las concentraciones de poder incapaz de rendir cuentas. (…) es un remedio potente contra la insolencia. Su propósito es impedir que se siga perjudicando al pueblo”. Pero, ¿qué pasa si el pueblo —a causa de falsas creencias, puntos ciegos, malas decisiones—  se perjudica así mismo?

Tanto para su mantenimiento como su reconstrucción, la democracia necesita instituciones y mecanismos afines, pero, especialmente de ciudadanos libres en pensamiento y acción, con la suficiente madurez democrática que les permita discernir entre planes de gobierno y promesas irrealizables; que les permita entender que un Estado próspero no tiene empresas públicas deficitarias, altas deudas internacionales ni eroga montos excesivos para cubrir subvenciones, prebendas o planes sociales (bonos). Así pues, la democracia necesita ciudadanos que comprendan que el poder debe ser ejercido por personas competentes, líderes profesional, ética y emocionalmente idóneos; y que, para revertir crisis profundas, las soluciones no son las más simples o las menos dolorosas.

Tras los resultados del 17 de agosto y lo esbozado líneas supra, aparecen algunas preguntas: ¿realmente los ciudadanos votaron pretendiendo reestructurar el sistema político, optando por “nuevas” figuras políticas?, ¿votaron porque simpatizan por alguno de los candidatos?, ¿qué pesó más: el contenido de los programas de gobierno o las promesas espectaculares (populistas) que escucharon?, ¿o sólo volvieron a actuar como una masa —“rebaño digital” parece más adecuado esta vez— y se decantaron por la opción menos “agresiva” ?, ¿eligieron pensando en castigar al régimen o en la reconstrucción de la democracia? Aunque no sirven como respuestas únicas, el pesimismo y la hesitación suelen ser las opciones más realistas.

De la democracia se observa mucho que la “mayoría” que elige a un gobierno se convierte en una masa emocional y manipulable que cede a discursos grandilocuentes y “cercanos” a ella. Y esto constituye un obstáculo dentro de un proceso de reconstrucción del sistema democrático. Para evitarlo, debe importarnos quién es el que pretende ocupar el poder. No basta sólo con reconocerlo como un “igual”, sino tener la certeza de que éste es capaz de tomar decisiones adecuadas y razonables. De nosotros, los votantes, depende que los individuos y grupúsculos que le hicieron tanto daño a nuestro país dejen el poder. Pero no es el único objetivo. También tenemos la responsabilidad de evitar que nuevos sujetos incompetentes o con tendencias autoritarias y populistas lleguen a él.

Una democracia puede dar paso a una autocracia, y viceversa. Sin embargo, el tránsito de un autoritarismo férreo a un Estado democrático requiere de un proceso largo para su consolidación. Se ha dado la primera fase —inflexión— con la activación de una vía democrática: elecciones. Quedan las restantes: instalación (nuevo gobierno), estabilización (gestiones inmediatas sobre instituciones), democratización (medidas y nuevas reglas normativas, concreción de acuerdos para efectivizar la gobernabilidad, etc.). Sin embargo, nada de esto será posible si los actores políticos —autoridades electas, partidos, políticos y ciudadanos— no desarrollamos una verdadera y constante cultura política democratizadora.

La libertad se ejerce y se demanda cada día. Pasa lo mismo con la democracia. Se la sostiene, defiende y aplica a diario. No a intervalos, no “a veces” ni “a causa de”, sino siempre. No como Romer Saucedo, presidente del Tribunal Supremo de Justicia, y los demás magistrados que esperaron más de ocho meses para actuar democráticamente, por ejemplo.

El inicio de la reconstrucción de nuestra democracia no puede atribuirse a nadie, ni a Tuto, ni a Paz, ni a Camacho, mucho menos a Samuel o Lara. El cambio de rumbo político —lo económico y social se verá en un futuro— se ha hecho posible gracias a la ciudadanía que decidió dejar de apoyar al régimen y a la misma democracia que, pese a su estado de agonía, pudo funcionar.

Se ha perdido el miedo, la obsecuencia y la sumisión al régimen masista. Es posible devolverles institucionalidad a entes de administración del poder, rearmar los frenos y contrapesos, revertir los daños socioeconómicos. No será fácil, menos rápido. Rechazando las promesas de demagogos, soberbios, arrogantes, mentirosos, populistas y tontos, es posible reconstruir nuestra democracia.

América Yujra Chambi es abogada.

[1] Levitsky, Steven y Ziblatt, Daniel. (2018). Cómo mueren las democracias. Ariel.

[2] Linz, Juan J. The Transition from Authoritarian Regimes to Democratic Political Systems and the Problems of Consolidation of Political Democracy. Yale University Press.

[3] Touraine, Alain. (2001). ¿Qué es la democracia? Fondo de Cultura Económica.

[4] Keane, John. (2018). Vida y muerte de la democracia. Fondo de Cultura Económica.

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