Así es la democracia…, entre otras cosas

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América Yujra Chambi

Días, semanas y meses de proselitismo que parecían interminables llegaron a su fin entre las 16 y 17 horas del domingo 19 de octubre de 2025, cuando en miles de mesas electorales se anunciaba en voz alta: «terminó la votación». El cansancio —muy cercano a un hastío— de electores y candidatos se manifestó hasta el último minuto.

A pesar de su extensión temporal, la contienda electoral por los espacios de poder casi no tuvo tregua. La virulencia propagandística generada por (y entre) candidatos, simpatizantes, e incluso parte de la ciudadanía, propició una espiral de denuncias, ataques, medias verdades y mentiras. Los partidos, desprovistos de ideología clara y ante la urgencia por conseguir adhesiones, recurrieron a estrategias de campaña que viraban entre la improvisación y el extravío. La carrera electoral, lejos de ser un periodo expositivo de propuestas, se convirtió en un espectáculo de extravagancias verbales y emocionales.

No se recuerda una elección tan accidentada. Ni siquiera las altas expectativas que se tenían sobre ella hizo que los actores políticos participantes actuaran con mayor juicio, o con algo más de sentido común, al menos. Aún todo, el calendario electoral se cumplió, y se logró elegir a un nuevo gobierno.

En todo proceso electivo hay ganadores y perdedores. Una opción electoral logra convencer a la mayoría de votantes que son la “mejor alternativa”; otra intenta comprender por qué sus esfuerzos no bastaron para tal convencimiento. Como señala el periodista y escritor español Vicente Vallés, a través de su personaje Beth Kramer: “Así es la democracia. Gobierna quien más votos consigue, para lo bueno o para lo malo”[1].

Volvamos a nuestra historia. En una inédita segunda vuelta, ganó el binomio que más votos obtuvo. Y un nuevo gobierno fue elegido. El pueblo, dando rienda suelta a sus derechos políticos, habló y decidió su rumbo en las urnas. Los ganadores se proclamaron como tales; los derrotados aceptaron el triunfo ajeno. Celebraciones, reproches, descontentos, aplausos. ¿No es acaso esto la democracia?

Conviene aclarar algo. Una elección no es el epítome democrático. Es trascendente mas carece de perfección. Puede verse afectada por deficiencias o malas prácticas y tornarse fraudulenta. Además, la decisión de los ciudadanos está supeditada a sus miedos y prejuicios; acuden a las urnas manipulados, resignados y hasta desinformados; dicho de otro modo, no lo hacen libremente. Por sí solo, un proceso electoral no (re)hace una democracia; es apenas su exordio. Su realización y sus resultados son imprescindibles, pero importa más prestar atención a los comportamientos que se manifiestan después. Comportamientos de ambos bandos —ganadores y perdedores—, por cierto.

Por un lado, la victoria. Resultó ser muy contagiosa. Organizaciones sociales, sindicales, indígenas-campesinas y agrupaciones “ciudadanas” que en otrora integraban el denominado “voto duro” del macilento Movimiento al Socialismo (MAS) celebraron con notorio entusiasmo el triunfo del binomio Paz-Lara. La alegría tampoco se disimuló dentro de las oficinas públicas. Su labor durante la campaña dio los frutos esperados.

En sentido contrario, la derrota provocó desazón y —lo peor— comportamientos poco democráticos. Ni habían empezado a difundirse los resultados preliminares mas en las redes sociales ya se hablaba de “fraude”. Se difundieron actas supuestamente alteradas, comunicados falsos. Ésa noche y en días posteriores, los simpatizantes del bando perdedor salieron a las calles de algunas ciudades, recurriendo incluso a la violencia física. La misma Alianza Libre puso en duda los resultados que horas antes había reconocido un acongojado Tuto Quiroga. Demandaron revisar actas electorales, y tras haberlo hecho y para evitar un mayor ridículo, el propio Quiroga tuvo que volver a reconocer su derrota y pedir a sus simpatizantes desmovilizarse.

¿Cómo ha quedado nuestra democracia tras todos ésos sucesos? ¿Ella también ganó, o sólo ganaron los candidatos más votados? Si comprendemos la total dimensión de los sistemas democráticos, veremos que un proceso electoral no da un único producto (nuevo gobierno); también expone los avances y/o retrocesos —inter e intrapersonales— de los sujetos políticos.

Tras la segunda vuelta, tenemos un nuevo gobierno electo; pero, ¿qué tipo de individuos fungirán como autoridades en el Ejecutivo y el Legislativo? ¿Qué sucede con los ciudadanos? ¿Nuestra democracia tiene un camino más allanado para su recuperación?

Gran parte de la legitimidad obtenida por los ganadores fue construida por adhesión clientelar. Las denominadas “mayorías” son —y han sido— grupos que se autoperciben como “micropoderes”. Éstos se mueven en torno al poder, no por lealtad, menos por ideología. Son nómadas políticos. Seguramente concuerdan con el erróneo dicho del presidente electo Rodrigo Paz: “de la ideología no se come”. Tarde o temprano, una legitimidad condicionada tiende a mermarse.

La carencia ideológica en la política boliviana no es nueva. Precisamente ésta es una de las varias razones por las que no tenemos un sistema de partidos. Sin ideologías, la política pierde sustancia, los partidos políticos no pueden elaborar visiones de país y, por tanto, son incapaces de ofrecer planes de gobierno reales, factibles.

Actualmente, ningún grupo que ocupará escaños en el Legislativo desde el 8 de noviembre próximo merece el denominativo de “partido político”. Sus objetivos y propuestas han sido elaborados más por conveniencia electoral que por coherencia ideológica. Su conformación interna responde a la misma lógica.

Sin embargo, de todos los “partidos” y/o alianzas estilo Frankenstein, el Partido Demócrata Cristiano (PDC) tendrá (y dará) muchos inconvenientes. No sólo está conformado por agrupaciones con sospechosos antecedentes azules, también alberga facciones que pertenecen a Rodrigo Paz (Primero la Gente) y Edmand Lara (Nuevas Ideas con Libertad). En etapa electoral, recibir apoyos y formar alianzas es lo más grato del camino. Todo fluye. Ya en el ejercicio del gobierno las coaliciones son endebles; las lealtades, condicionadas. Los acuerdos necesarios para hacer realidad las promesas de campaña dependerán de que los “favores” concedidos precedentemente sean pagados sin demora. Y ni hablar de las pugnas que surgirán por alcanzar protagonismo. Con todo, no deberá sorprendernos que —en muy breve tiempo— la oposición al nuevo gobierno surja del propio “partido” oficialista. Es el costo a pagar por prestar(se) sigla.

La victoria de Paz y la derrota de Quiroga tuvieron un causante inequívoco y obvio: el voto, la decisión del ciudadano. Y éste dejó al descubierto la crisis de identidad política y la subsistencia de sesgos individuales en la ciudadanía.

Pese a sus varias ventajas, la democracia no ha podido ayudar a superar los viejos odios, materia prima de la polarización histórica en Bolivia. Las animadversiones hacia una u otra identificación territorial, el racismo común y el inverso son sesgos que dependen, en gran medida, de la formación psíquica —y hasta cívica— de cada individuo. Aunque pueden ser aprehendidos inconscientemente, o ser propiciados, e incluso explotados por candidatos, no dejan de ser decisiones personales. Un triunfo electoral que se celebra como la “neutralización a los otros” o que se autoproclama como “mayoría popular antielitista”, poco contribuye en la (re)construcción institucional por la que supuestamente se votó.

En la etapa final de la elección, ésos sesgos anticiparon el resultado del domingo 19 de octubre. Por supuesto, en la derrota de Quiroga también contribuyó la deficiente lectura social de su equipo de campaña. Empero, el rechazo a las denominadas “viejas élites políticas”, el miedo a un cambio radical, el prebendalismo y la fascinación por pseudo liderazgos populistas fueron más determinantes para los electores. La democracia demanda pensamiento crítico, pero muchos votos fueron decididos desde la emocionalidad y la conveniencia.

El proceso electoral presidencial terminó. Nuestra democracia tiene una nueva oportunidad para reconstruirse, pero los viejos prejuicios y las heridas sin sanar aún persisten e impiden que la ciudadanía se despoje de temores infundados y se abra —por fin— nuevas formas de pensar la política. Tristemente, la cultura política de las “mayorías” siguen sigue basándose en el clientelismo, el populismo y la mimetización partidaria.

En definitiva, a veces es will of the people (voluntad del pueblo); otras, will of the sheeple[2] (voluntad del rebaño). Así es la democracia, perfectible —y preferible—, pese a sus imperfecciones. Es un proceso en constante (re)construcción. Sobrevive en la medida que sus miembros son capaces de adquirir madurez política para erigir instituciones sólidas, no por “rituales” mecánicos como una elección. Más que celebrarla, requiere ser defendida y habitada críticamente.

El largo proceso electoral nos ha dejado a todos —legisladores, presidente y vicepresidente electos y ciudadanía— mucho que analizar y mucho que aprender. Ni la derrota ni la victoria son permanentes. Los sesgos, la falsa comodidad y la obsecuencia tampoco lo son. Como escribió el politólogo español Daniel Innerarity: “El poder de la democracia es su capacidad de aprender”[3]. Si el aprendizaje no demora mucho, en el futuro, la clase política será capaz de ofrecernos proyectos sólidos y coherentes; mientras que la ciudadanía sabrá elegir con mayor memoria y libertad.

[1] Vallés, Vicente. (2022). Operación Kazán. Espasa.

[2] Muse. (2022). Will of the People. [Canción]. En Will of the People. Warner Records.

[3] Innerarity, Daniel. (2023). La libertad democrática. Galaxia Gutenberg.

América Yujra Chambi

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