Estamos a dos años de la crisis electoral de 2019 ocurrida en Bolivia. El 20 de octubre de 2019, el país andino se precipitaba en una situación caótica que ponía fin al mandato presidencial de Evo Morales iniciada desde 2005. A contrario de muchas opiniones consolidadas a lo largo de todo el continente y en el exterior, su origen no radica en un golpe de Estado urdido por la oposición política al MAS, las redes de la embajada norteamericana y la OEA.
Su causa fue un levantamiento ciudadano disparado por la irregularidad de los comicios electorales de octubre 2019, amplificado por una negación de las autoridades del momento para transparentar las elecciones y así responder a la aspiraciones de los bolivianos. En el vacío de poder creado por esta crisis, actuaron sujetos muy lejos de querer asumir una «reconciliación nacional» como lo pretendía el gobierno de transición encabezado por Jeanine Añez Chavez a partir del 10 de noviembre 2019.
¿Cómo explicar entonces que los argumentos del golpe de Estado hayan sido tan asumidos por diversos sectores sociopolíticos y que se haya pasado por alto el fraude electoral? ¿Cómo se pudo teatralizar un golpe de Estado? Mediante una guerra informacional, emprendida en pos de desplazar la interpretación del conflicto hacia un un lugar más ofensivo y legítimo. Es un concepto que permite entender principalmente como el MAS desarrolló su contra-ofensiva y logró, con inteligencia y astucia (pero también son límites y imperfecciones), cercar la comprensión de los hechos alrededor de la narrativa de golpe de Estado.
Arrinconado por las movilizaciones ciudadanas que lo pusieron contra las cuerdas el 20 de octubre 2019, el MAS revirtió las modalidades de percepción de una situación que amenazaba de socavar seriamente su legitimidad. Tuvo que mantener este objetivo encubierto y permanecer por debajo de los umbrales demasiado intensivos de provocación por la violencia. El mantenimiento de una postura ofensiva, la astucia, la polemización, el uso de las debilidades del adversario, la incitación a la falta, la denigración, la producción alternativa de conocimientos y el cerco de las percepciones son inseparables de las demás maniobras estratégicas que tuvieron lugar en el ámbito material, institucional y político. Al final, la articulación entre todos estos componentes permitió modificar la relación de poder y reducir el costo de la crisis iniciada por el partido oficialista. Las etapas detalladas de este proceso han sido publicadas en este estudio publico a fines de agosto 2021. https://dunia.earth/es/cerco-cognitivo-bolivia/
Un año más tarde en octubre 2020, el MAS se impuso de forma regular en las urnas debido a su mejor estructuración y a una oposición dividida. Pero el resultado tras dos años de conflicto de mediana intensidad es una crisis del sistema político boliviano, desencadenada por la irregularidad electoral inicial pero cuyas raíces deben ser buscadas aguas arriba. Ante el reto de garantizar una continuidad dentro del prometedor marco constitucional que había establecido en 2007, la principal fuerza política boliviana se ha aferrado a un reflejo autoritario, en ruptura con su premisa original, cuyo costo inmediato es una brecha en términos de derechos humanos, de impunidad, de polarización social y del uso de la violencia.
Este tipo de confrontación informacional no es exclusiva a Bolivia. Desde la década de los 90, el ámbito latinoamericano fue y sigue siendo un laboratorio de guerra económica e informativa. Sin embargo, no se ha prestado tanta atención a la nueva gramática de las confrontaciones informacionales. El conflicto de finales de 2019 en Bolivia ilustra las nuevas modalidades a las que un actor dominado – o en una situación temporal de dominación – puede recurrir para contrarrestar un relato, reconstruir una legitimidad, aprovechar las debilidades de sus oponentes y en última instancia revertir un equilibrio de poder mediante el conocimiento y las opiniones.
Más ampliamente, los monopolios de comunicación, tan característicos del continente suramericano, encuentran ahora una trama comunicacional asimétrica capaz de ganarles batallas. El caso emblemático de este fenómeno es, entre otros, Venezuela donde una guerra informacional muy intensa de nada más de veinte años ha dado una ventaja a los opositores del cambio de régimen en Caracas.
Estos enfrentamientos informacionales entre actores débiles y fuertes no dejan de revelar ciertas debilidades del sistema hegemónico norteamericano en la subregión del cual la OEA forma parte. Comparativamente, el peso normativo, cultural y económico de los Estados Unidos sigue siendo considerable, independientemente de las relaciones más o menos ortodoxas con el hemisferio sur. Pero está claro que varios puntos ciegos en su cultura estratégica (por ejemplo la excesiva proyección de fuerza, su impronta cultural uniformizante, sus apoyos a formaciones políticas sin consistencia como en los años 1950 y 1960) y su formato normativo han abierto la puerta a contestaciones con nuevas fisionomías. América central ya no es más el “patio trasero” de Washington. Nicaragua, Cuba, Venezuela, Bolivia incluso Ecuador están mostrando abiertamente su disidencia y no se han doblegado a pesar de las sanciones económicas y de las múltiples presiones de la OEA. Al igual que en otros lugares, los planes más o menos duros o blandos de cambio de régimen no han producido los efectos deseados.
Todo indica que estas batallas informacionales seguirán particularmente intensas. Para las naciones latinoamericanas, que luchan constantemente contra sus disparidades y dependencias, el peligro es que esta evolución en las relaciones de poder incentive menos la construcción de prosperidad que la tentación para los “emprendedores de disidencia” de captar las aspiraciones populares y de conducirlas a lugares mucho menos prometedores.
François Soulard es comunicador social, migrante franco-argentino. Coordina la plataforma de comunicación Dunia.