La soberbia no muere, el soberbio sí.

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Andrés Gómez Vela
Una tarde de noviembre caluroso, conocí la soberbia en persona. Se creía más alto que su estatura y tenía las pulpas más desordenadas que su mente cerrada y tomada por sectarismos y ortodoxias. Daba clases en la Universidad, transmitía conocimientos, pero no educación. Creía que tenía la verdad absoluta y obligaba a repetirla, sin percatarse que las sociedades sanas son aquellas que buscan desmontar “esa verdad”. El día que lo cuestionaron sintió como que un mortal estuviera desobedeciendo a Dios.
La soberbia es la madre de todos los vicios y se traduce en la vanagloria, la jactancia, la altanería o la ambición. Será que por eso, Santo Tomás de Aquino la definió como “un apetito desordenado de la propia excelencia”. Sí, la excelencia que termina en un desmedido amor por sí mismo.
El soberbio, en realidad, no es fuerte, sino débil e inseguro porque para vanagloriarse, jactarse y acumular ambiciones se rodea de aduladores rastreros que inflan su vanidad. Entonces, “la soberbia no es grandeza sino hinchazón, y lo que está hinchado parece grande, pero no está sano”, diría San Agustín.
Las Escrituras Sagradas señalan que la soberbia no es solo el mayor pecado, sino la raíz misma del pecado. Para combatirla, los musulmanes tienen un proverbio: “Uno debe llevar en su bolsillo dos papeles. En uno debe estar escrito: Para mí fue creado el mundo. Y en el otro bolsillo debe decir: soy simplemente polvo y cenizas”.
El filósofo español Fernando Savater escribe que la soberbia impide la convivencia (o el vivir bien) porque el soberbio se considera al margen de la humanidad o cree que está por encima de ella, luego desprecia la humanidad de los demás y negar la humanidad de los demás es también negar la de cada uno de nosotros, es negar nuestra propia humanidad.
Cuenta la historia que el soberbio cierra el paso a sus sustitutos porque se cree irremplazable. También cree que su deseo es ley y la ley no acepta bromas, menos que apliquen el sentido del humor en él. Sospecha de la risa porque lo desenmascara como un acomplejado.
“La soberbia es el valor antidemocrático por excelencia”, reflexiona Savater porque es el ejemplo máximo de la desconsideración resumida en una frase: “primero yo, después yo y siempre yo”.
Al filósofo argentino Tomás Abraham hay un tipo de soberbia que le provoca ira: la soberbia combinada con la ignorancia porque “permite despreciar al otro sin haberse tomado el trabajo de conocerlo”.
Para evitar la expansión de la soberbia, la tradición islámica advierte: “no entra en un paraíso aquel que tiene un gramo de soberbia”.  La palabra cristiana también alerta: “Cristo derrotará a los soberbios y humillará a los grandes”, porque la vida enseña que son los que más sufren en las derrotas y a los que tiene sentido vencer. “¿De qué sirve ganarle una partida, una batalla o una discusión a un pobre infeliz? No es algo que te haga pasar a la historia”, opina Savater.
Nicolás Maquiavelo aconsejaba cuidarse de estas personas porque “la naturaleza de los hombres soberbios y viles es mostrarse insolentes en la prosperidad y abyectos y humildes en la adversidad”. Y son así porque su peor drama es ser desenmascarados en sus caídas, que suelen ser tragedias insuperables para sus famélicos espíritus.
Lo contrario del soberbio es el humilde. Y el soberbio que da pena es aquel que era humilde y aún usa el disfraz de humilde para esconder el poder acumulado. A éste recordarle las reflexiones del emperador Marco Aurelio: “no creas a los que te alaban, no creas lo que dicen de ti (…) cuando te levantes cada día, no pienses si vas a ser emperador, piensa: hoy debo cumplir bien mi tarea de hombre”.
Otra vez es noviembre, un buen mes para reflexionar sobre los soberbios de hoy y los soberbios de ayer, entre éstos, el soberbio que conocí en la Universidad, quien es hoy simplemente polvo y cenizas, como seremos nosotros después de la muerte. Porque si algo entierra con certeza la muerte, es al soberbio, pero no la soberbia porque ésta se reencarna y perdura en otro.

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