Mi paisano Adalberto Sempertegui es un maestro del disfraz. No sólo cambia de ropa, sino de personalidad, a tal punto que deja de ser lo que, habitualmente, es para encarnar lo que será durante todo el Martes de Carnaval. Hace años, se disfrazó de Jesucristo. Durante semanas se dejó crecer la barba y su cabello churkjo (encrespado), leyó los evangelios y aprendió de memoria algunas frases del Hijo de Dios.
Días antes, hizo su corona de espinas del arbusto “pjesqjo chaqui (pata de pájaro)” y el mismo Martes de Challa untó su cara y otras partes de su cuerpo con la sangre fresca del carnero sacrificado como tributo a la Pachamama. Convirtió una sábana de color blanco perla en túnica, se calzó unas abarcas de cuero deslustrado de vaca y salió a la calle a bailar, disfrutar y a hacer reír.
Como es una persona con alta dosis de humor y dotes de actor, caminó, durante todo el día de desenfreno, como si fuera el Jesucristo que vio en las películas; habló como si fuera el Jesucristo que vio en alguna serie de televisión, y aunque bebió como Barrabás, no dejó de “ser” el Jesucristo descrito en los evangelios.
Al atardecer, dos ancianas que disfrutaron con sus ocurrencias concluyeron: “Pocoata carnavalpeqja, Diospis machajqasqja aqjawuan” (En el Carnaval de Pocoata, hasta Dios se emborracha con chicha). El Miércoles de Ceniza, Adalberto volvió a ser el mismo de siempre, pero algo más feliz por haber sido otro por un día.
Lo recuerdo este domingo de Carnaval porque disfrazarse “es positivísimo y saludable”, arengaría la psicóloga clínica española, Elena Borges. Es saludable porque estimula la creatividad, más aún cuando tú mismo imaginas, diseñas y manufacturas tu disfraz.
Y si bien cada día simulamos para que nos vean como quisiéramos que nos vean y no como realmente somos; y disimulamos para que no vean lo que realmente somos, sino lo que deseamos ser y no somos, disfrazarse de pies a cabeza por un día desinhibe, libera y hace añicos la autocensura, que es el resultado del miedo al “qué dirán” si supieran que siempre quise ser, al menos por unas horas, un cavernícola o una pirata, o una princesa, o un payaso, o una heroína, o un hippie, o un inca, o un caporal, o un canguro, o una abeja, o una zanahoria, o un pepino, o un monstruo.
Un estudio realizado, en 2015, por el Hanover College de EE.UU. acerca del peso del maquillaje en las mujeres concluyó que ellas se sienten más seguras cuando usan maquillaje “para salir”. El disfraz tiene un efecto parecido, desinhibe y da seguridad para actuar y hacer las payasadas que no haríamos en nuestra cotidianidad. Una máscara o careta transforma y libera lo dionisiaco y lúdico que permanece controlado o dormido en nuestro ser.
Será por eso que Karen Pine, investigadora de la Universidad de Hertfordshire de Gran Bretaña, dijo que la ropa puede hacer crecer o reducir nuestros procesos mentales y nuestras percepciones. Para confirmar su hipótesis, hizo un experimento con universitarios y descubrió que cuando los estudiantes se pusieran una camiseta de Superman, mejoró su impresión de sí mismos y se sintieron físicamente más fuertes.
El Carnaval es una fiesta ideal para disfrazarse y activar la creatividad de la familia, los niños y las niñas y lanzarse al mundo siendo otro por un momento. Pensándolo bien, hasta puede ser como una terapia para superar el estrés acumulado desde tu papel momentáneo del Gladiador Cobarde, la Bruja Milagrosa, el Lobo Rojo, la Caperucita Feroz, Percy, Jerjes, no mejor estos dos últimos no, ni en Carnestolendas.
Aunque yo no soy un maestro como mi paisano Adalberto, mi disfraz está en plena confección para entrar al ruedo carnavalero al ritmo de mi charango de cuerdas de acero, afinado en temple diablo, solo por este tiempo; acompañado de la inseparable y nostálgica guitarra; y acompasado de rato en rato por el instrumento que se estira y arruga seductoramente: el acordeón; y embriagado por el instrumento que tiene cuerpo de mujer, pero nombre de hombre: saxofón.
¡Que tengan un buen Carnaval!
* Andrés Gómez Vela es pocoateño y periodista.