Andrés Gómez Vela
La madrugada del 26 de abril de 1986 ocurrió el desastre de Chernóbil, en Ucrania, entonces territorio de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Durante las primeras 48 horas, el gobierno comunista ocultó el accidente a pesar de la magnitud del evento. Solo se vio forzado a reconocerlo el 28 de abril, cuando detectores de radiación en Suecia y otros países nórdicos registraron niveles anormalmente altos de radiactividad. Los científicos suecos rastrearon la fuente hasta la región de Chernóbil.
Incluso después de admitir el accidente, las autoridades soviéticas minimizaron sistemáticamente la gravedad de la situación, tanto a nivel nacional como internacional. Censuraron noticias, restringieron el acceso de periodistas extranjeros y, lo más grave, no informaron a los propios habitantes de Chernóbil y Pripyat sobre la magnitud del desastre. Una información oportuna habría reducido drásticamente los efectos de la radiación en la población.
Este encubrimiento es uno de los ejemplos más claros de cómo la cultura del secretismo puede agravar una crisis ya de por sí devastadora. La falta de transparencia obstaculizó la respuesta de emergencia y dificultó la evaluación internacional del impacto del desastre.
Salvando las distancias, algo similar sucede en Bolivia. El gobierno de Luis Arce se niega a informar sobre la verdadera situación económica del país. La ciudadanía huele el desastre, pero Arce insiste en que «su modelo económico sigue vigente y rindiendo frutos». La gente sabe, por fuentes no oficiales, que las arcas están vacías. Intuye que vienen días aciagos.
¿Por qué el gobierno esconde información? Para culpar al próximo gobierno de la crisis económica. Con ese propósito, ya adelantó que facilitará la limitada importación y distribución de gasolina y diésel solo hasta el último día de su mandato: el 8 de noviembre. El domingo 9, los bolivianos amaneceremos con un nuevo gobierno y una inmensa incertidumbre.
Quien gane la segunda vuelta del 19 de octubre tendrá un solo camino al asumir el poder: tomar duras decisiones para ordenar la economía. Si no lo hace, empujará al país al precipicio y su mandato podría terminar en el primer año. Y si aplica un ajuste económico sin amortiguadores sociales y sin empatía, también corre el riesgo de ver truncada su gestión antes de tiempo.
¿Pudo evitar Arce este desastre? Sí, si hubiese tenido mente científica. Pero tiene cabeza ideológica. Una cabeza ideológica se cree infalible. Como está segura de no equivocarse, no se autocorrige, tropieza error tras error hasta aniquilarse y arrastrar al país. En ella no hay dudas, solo consignas, mantras y dogmas. Lo concentra todo. Y quien ose contradecirla es tachado de traidor.
Esa es la diferencia esencial entre democracia y autoritarismo. La democracia permite el libre flujo de información entre los actores políticos. Esa circulación distribuye el poder, viabiliza el equilibrio institucional y sostiene el sistema de contrapesos. Para ello, necesita instituciones y medios de comunicación independientes: instituciones que garanticen derechos y libertades (para evitar la tiranía de la mayoría), y periodistas que busquen diversidad y pluralidad.
La democracia tiene —debe tener— mente científica porque sabe que es falible. Los demócratas son conscientes de que no es un sistema perfecto, pero sí el más perfectible. Es perfectible porque libera la información y las opiniones para buscar la verdad y las soluciones más adecuadas.
Ese es el valor de un gobierno democrático con mente científica: si un modelo no funciona, lo cambia. Acepta sus errores y traza nuevas hipótesis. Avanza corrigiendo. Y algo clave: reconoce que otra cabeza puede tener la solución, sin importar su origen político. No dice: «es de derecha, de izquierda, comunista o neoliberal». Prueba, y si funciona, lo adopta y lo enriquece.
El pensamiento científico no se encierra en su torre de marfil, sale a la calle a buscar evidencias. Su naturaleza es ser escéptico, no acepta afirmaciones sin pruebas. En cambio, la mente ideológica es negacionista, ante las evidencias de la crisis, las niega. No acepta la ciencia, opera con teorías conspirativas. Y esas teorías conducen al desastre.
Todo político debería pensar científicamente porque la ciencia es cultura. Es una forma de entender el universo, la naturaleza y las interacciones humanas. La ciencia se autocorrige, la mente ideológica se cree por encima de ella.
Si Arce hubiese tenido mente científica, habría escuchado las alertas tempranas de economistas y ciudadanos sobre el mal estado de la economía. Habría frenado a su antecesor que tiene la mente tanto o más ideologizada que él. Habría corregido el rumbo a tiempo. Y los bolivianos no estaríamos al borde de un Chernóbil económico.
En la segunda vuelta y antes de votar, conviene parafrasear a Isaac Asimov, escritor y divulgador científico: La democracia no significa que la ignorancia sea tan buena como el conocimiento.