Antonio Murillo – La Mano Omnipresente del Estado

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A finales de 2005, el Movimiento al Socialismo llegó al poder en Bolivia después de una muy hábil ocupación de espacios culturales y formación de consensos políticos a cerca de un supuesto fracaso del neoliberalismo —término acuñado por el neo marxismo—que, por su carácter capitalista e individualista, habría profundizado la pobreza y arraigado aún más el marginamiento de las clases históricamente explotadas, marginadas y empobrecidas, a decir de los propietarios de la sensibilidad social.

La gran revelación de su arenga fue la irrupción de un nuevo protagonista en la escena revolucionaria: el indígena, erigido con esmero como una figura inmaculada, casi sacralizada, exenta de toda mácula histórica. El antiguo antagonismo entre capitalistas y proletarios fue sustituido, sin mayor transición teórica, por una nueva dicotomía: la del indígena frente al no indígena. Sin embargo, lo que permaneció inalterado fue la incesante destilación del veneno ideológico socialista, compuesto por odio, resentimiento y envidia, verdaderos antivalores tomados del «Socialismo del Siglo XXI», engendro doctrinario liderado por la dictadura comunista sempiterna de los hermanos Castro, ya para ese entonces, de regreso del estalinismo duro.

Como si no bastara con la evidencia de países devastados por las ideas políticas y económicas del socialismo en su formato de populismo de izquierda, como en el caso de la Venezuela de Chávez y Maduro y la Argentina de los Kirchner, la gran parte de la gente de este país, convertida en una militancia clerical, alimentó elección tras elección a la bestia populista que, casi como una fuerza natural indómita, nos condujo a la quiebra económica y moral. Los otrora habientes de vidas precarias, por lo menos en el discurso, hoy en día constituyen una real oligarquía al estar forjada desde la administración del poder de manera casi omnímoda.

El gran problema está en las ideas de los políticos y economistas socialistas confesos y aún de aquellos, que, sin serlo, suscriben a ideas económicas erradas centradas en la constante demanda de: “la participación del Estado en la economía”, posiblemente, pensando más en la conveniente participación en la economía de la clase política, sea que ésta, esté compuesta por los partidos tradicionales (como los nombran los hombres de izquierda), o por la nueva clase emergente que ha reproducido los viejos valores sociales de una sociedad que pretende enriquecerse administrando sin pudor y control, la riqueza producida por terceros y tomando deuda cuando ésta les es insuficiente.

En virtud de la legitimidad conferida por la mayoría de las escuelas de pensamiento económico, el Estado conserva su figura patrimonial y, por ende, la clase política su poder. Al desconfiar del orden espontáneo del mercado, estos enfoques teorizan con empeño sobre la supuesta conducta óptima de la política fiscal y monetaria, formulando reglas de acción orientadas a metas como la estabilidad de precios, la moderación de los ciclos económicos —que, paradójicamente, podrían ser intensificados por la propia intervención monetaria—, o la contención de shocks externos. Sin embargo, como advirtió Hayek con agudeza, esta ambición tecnocrática revela una peligrosa arrogancia del conocimiento: la creencia de que un grupo de planificadores puede poseer y procesar toda la información necesaria para dirigir una economía, cuando en realidad ignoran la naturaleza dispersa, contextual y evolutiva del saber que reside en millones de decisiones individuales.

En el presente, al igual que en las economías que han seguido las ideas económicas populistas, la nuestra viene atravesando un proceso inflacionario, devaluación descontrolada de la moneda, elevada brecha cambiaria entre el tipo de cambio oficial y paralelo, desaceleración económica, control de precios, restricciones al libre comercio de bienes, déficit fiscal de dos dígitos respecto del PIB, niveles de reservas exiguos, crecimiento estrepitoso de la deuda pública y saldos comerciales negativos, pese a que las importaciones no son  posibles por la insuficiencia de liquidez en moneda extranjera.

De proliferar el populismo de izquierda —bajo cualquiera de sus renovadas ramificaciones—, lo más probable es que la coyuntura económica y política se deteriore aún más, pues la magnitud de su capacidad destructiva sobre el entramado económico resulta, en verdad, inconmensurable. El superciclo de las materias primas fue tal que invisibilizó sus enormes desaciertos, derroches y corrupciones “con el dinero del pueblo”; y, cuando este terminó a finales de 2014, la verdadera faz de la economía comenzó a notarse y, finalmente, esta explosionó.

La economía precisa de un gran ajuste, empero los socialistas no son tecnicistas. El gasto público es su medio para el control de la masa mediante subsidios, bonos, planes sociales, prebendas, ofrendas en vehículos y bienes inmuebles a los sindicatos. Es que el populismo no cree en los individuos o los partidos, la idea del movimiento implica la sumisión del individuo a la masa, a la clase, o, a una idea más fascista que es la sumisión al Estado o nación.

Los derrotados contendientes del masismo —devotos también de la religión del Estado, ya sea por convicción dogmática o por cálculo oportunista— persisten en articular sus propuestas en torno al aparato estatal, asegurando así la continuidad de un sistema que redistribuye ingresos extraídos coactivamente a los ciudadanos en forma de impuestos, proceder que castiga la innovación y desalienta la iniciativa de los verdaderos generadores de riqueza, que no son los empresarios prebendarios, denominados así por hacer negocios con el Estado.

No basta con repetir el ya manido llamado a “repensar el papel del Estado” —uno de los lemas más reciclados del discurso político local— si tal reflexión no cuestiona su condición de actor hegemónico. Mientras se lo siga colocando en el altar del que nunca descendió, como fuente última de solución y sentido, cualquier reforma será apenas cosmética, perpetuando las mismas lógicas que han producido el estancamiento.

Uno de los máximos objetivos debe de ser el equilibrio fiscal y para ello es necesaria una ley que impida a los políticos gastar más allá de las recaudaciones tributarias. Si las funciones del Estado fueren reducidas de acuerdo con sus posibilidades, sería posible aminorar la tasa de expropiación, pero parece ser que esta no es la visión de algunos candidatos como Lupo que ha sugerido incrementar los tributos. También destaca por algunas de sus declaraciones el candidato a vicepresidente por la Alianza Libre: ¿en serio Velasco, uno de sus grandes roles va a ser que sea “sexy” trabajar en el Estado? Piense más bien en una política de contratación de empleo público por fuera del amiguismo o la devolución de favores, tenga presente que cada peso de gasto público es uno menos en los bolsillos de la gente. La clave es más con menos, por eso es importante la productividad del trabajo y el salario es un reflejo de ello.

La crisis es de tal magnitud que no bastan los USD 3.500 millones de los que habla Doria Medina, más aún considerando que su aprobación seguiría bloqueada por la Asamblea Legislativa. Además, se trata de una suma exigua para comenzar a estabilizar la macroeconomía, condición indispensable para emprender las reformas necesarias que permitan sacar a esta economía de su hundimiento. Asimismo, el daño es tan profundo que la promesa de los “100 días ……” no solo resulta insuficiente, sino que no puede ser otra cosa que un recurso demagógico, una consigna de marketing político ajena al rigor que exige una emergencia estructural. ¿Percibe realmente su equipo la hondura del abismo al que se enfrenta el país, o ha preferido refugiarse en la tibieza retórica de la corrección política progresista, silenciando así lo que toda conciencia económica lúcida no puede ignorar: que, sin un ajuste profundo —doloroso pero inevitable—, esta economía no tiene futuro?

Qué clase de voto espera Arce Catacora para Del Castillo si continúa persistiendo con las políticas que nos han conducido a este desastre que se presenta por sí solo. Por su falta de investidura económica y política ha sido incapaz de reordenar la economía heredada del gobierno del Barón de la Coca y su daño puede ser mayor de instruir al banco central el aumento del ritmo de la emisión monetaria porque esto aceleraría el crecimiento de todos los precios de la economía, incluyendo el del dólar, lo que reforzaría la inflación y con ello la pérdida del poder adquisitivo de los ingresos que se refleja en una mayor pobreza.

Los socialistas se proclaman redentores de los pobres, pero en su cruzada terminan multiplicando la pobreza que juraron erradicar.

Antonio Murillo es economista

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