Imagina por un momento: ¿qué pasaría si el otro extremo tomara el mando del país? ¿Perseguiría al otro extremo como éste lo persiguió? ¿Haría desaparecer al otro extremo y a sus seguidores? ¿Los mandaría a un campo de concentración? ¿O formularía una imaginativa política de convivencia? Lo más probable sería la venganza. Ese camino nos conduciría a vivir otra vez lo que sufrimos desde hace 18 años: el odio como política de Estado.
El rencor con poder destruye sociedades. Aniquila economías. Asola el alma de los pueblos porque devasta sus puntos de cohesión y porque convierte en enemigo vital al que piensa diferente, así sea del mismo país, así sea de la misma ciudad, así sea de la misma vecindad o familia. En consecuencia, arrastra a una colectividad a creer que con el enemigo no se convive, sino se lo destruye. Destruido el enemigo, el odio crea otro enemigo. Esta vez, su propio hermano. El odio no existe sin enemigo. Por eso, en Democracia no existen enemigos, sino adversarios.
El odio con poder alimenta el ego del gobernante. Sube su arrogancia a tal punto que mira con desprecio a sus propios seguidores. Luego, se cree irremplazable. Entonces, la política deja de ser un medio para resolver los problemas de la gente y pasa a ser un medio para engordar al gobernante con más poder. Y cuando un gobernante tiene más poder de lo debido destruye a la oposición, destruye al país y luego se autodestruye.
Desde hace 18 años, los bolivianos vivimos en carne propia esta mala experiencia. El rencor con poder apagó el pensamiento diferente. Si no pudo, lo desacreditó por miedo a conocer la verdad. Usó el dinero público, a través de la pauta publicitaria, para controlar los espacios naturales de información y de deliberación hasta dejar al país a tientas ¿Vamos a volver a la misma experiencia, pero desde el otro extremo? NO. No por favor. No podemos tropezar con la misma piedra dos veces.
Allá por los años en que agonizaba la guerra fría y caían los muros opresores y las cortinas de hierro, escuché a la filósofa española Victoria Camps sugerir leer un libro imprescindible para entender la libertad: El “Ensayo sobre la Libertad” de John Stuart Mill. Este texto del filósofo y político inglés apareció en 1859. Sus postulados persisten hasta hoy.
Vale la pena releerlo porque te aleja de los extremos. Más ahora en que algunos que quieren reemplazar a los gobiernos del socialismo del Siglo XXI lo quieren hacer con las mismas armas malhadadas para instalar lo mismo. Reemplazar a unos autoritarios de un lado por autoritarios de la otra orilla del rio no suena liberal. Sustituir a un gobierno que pretendió imponer una mirada única por otro que quiere hacer lo mismo es una grave contradicción con la libertad.
Estado, gobierno, sociedad e individuo deben ser instancias claramente delimitadas sin perder sus elementos de cohesión. Así, ni un gobierno debe tener todo el poder para imponer a un pueblo su visión ni un pueblo debería tener todo el poder para imponer su creencia a un individuo. El individuo debe tener la posibilidad de frenar el abuso de poder de su gobierno a través de la justicia, la deliberación y la vigilancia constante.
Cierto, no todas las opiniones deben ser toleradas, pero todas las personas deben ser respetadas. Parece una contradicción, pero no lo es. Por ejemplo, es intolerable una opinión racista, pero la persona que la emitió, ¿debe ser tratada como él quería tratar a la gente que atacó? Una posibilidad es volver al diente por diente y ojo por ojo. La otra, rebatir con argumentos al racista y alentar una amplia educación cívica para configurar un país con valores democráticos. La verdad para ser tal necesita librar una contienda abierta con la mentira (Mill).
Desde niños, los bolivianos deben ser formados con las armas del pensamiento crítico y la deliberación porque el choque de opiniones evita el absolutismo. La deliberación afina los argumentos. La discusión democrática aguza los razonamientos. De esa fricción plural surgen mejores ideas.
Justamente por esta razón, la democracia promueve la libertad también en la economía. En sus genes está el libre mercado. “Ciertos rasgos básicos del capitalismo de mercado lo hacen favorable para las instituciones democráticas. A la inversa, algunos de los rasgos básicos de una economía que no es de mercado lo hacen perjudicial a efectos democráticos”, escribió el profesor estadounidense, Robert Dahl.
En cambio, un sistema autoritario prefiere una economía de planificación central para poner los recursos de toda la economía del pueblo a disposición de los titulares del poder del Estado que, generalmente, es la élite de un partido. Esa élite crea empresas con dinero público para distribuir empleo a los militantes de su partido. No les importa si son deficitarias. Su objetivo no es distribuir riqueza, sino reproducirse en el poder a través del clientelismo y la prebenda.
Esa élite acumula poder político y poder económico hasta adueñarse del Estado. Utiliza libremente los recursos públicos para reproducirse en el gobierno con armas antidemocráticas en desmedro de la gente. Sigue al pie de la letra el camino que les señaló el fascista Benito Mussolini: “Todo en el Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado”.
Esa élite hace creer a sus fanáticos que sus líderes totalitarios con acceso a los enormes recursos públicos, proporcionados por una economía de planificación central, tienen poderes sobrehumanos como para autorrestringirse y resistir la tentación de acumular poder y riqueza. De ese modo, bloquea la vigilancia pública. Pero “el poder corrompe, el poder absoluto corrompe absolutamente”, alertaría el historiador inglés Lord Acton en 1887 en una carta a un obispo anglicano.
Para salir de la corrupción absoluta y evitar pasar de un extremo a otro, las clases medias, aliadas naturales de las ideas e instituciones democráticas, están llamados a jugar un rol determinante en las elecciones nacionales del próximo 17 de agosto. Dejar de ser la mayoría silenciosa es la primera decisión que deben tomar por amor a un presente y futuro libres de un tirano o un sistema de partido único.
Andrés Gómez Vela es periodista y abogado.