Luis Siles – Chapare: un reino de sangre y cocaína

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Bolivia contempló una vez más horrorizada una tragedia que evidencia la podredumbre moral y social que ha arraigado en el corazón del Chapare, un territorio que, bajo la sombra de Evo Morales, ha mutado de cuna sindical a capital del narcotráfico y la barbarie. Cinco vidas apagadas, cinco historias truncadas por un crimen que no solo refleja el salvajismo de sus autores, sino el estado de impunidad y anomia en el que el cocalero ha sumido a esta región.

El secuestro y asesinato de Cristian Serna, Tadhashy Loroña, Trinidad Muñoz, Liza Loroña y Juan Carlos Román en Pucamayu, cerca de Villa Tunari, no son actos aislados de violencia; son el resultado directo de un sistema que se alimenta de la ilegalidad, la corrupción y la indiferencia estatal. Según las declaraciones de Ernesto Almaraz Chura, el principal acusado, la madrugada del 13 de noviembre tres de las víctimas llegaron al Chapare para intentar rescatar a Tadhashy, un joven atrapado en un conflicto con comunarios sobre el pago de unas armas encargadas por los bloqueadores. Lo que siguió fue un descenso al infierno: amarrados, encapuchados y juzgados fueron sometidos a un “tribunal” que decidió su destino sin piedad ni remordimiento.

Almaraz describe con psicopático detalle el orden de los asesinatos. Uno a uno, sacó a las víctimas del vehículo. Tadhashy fue el primero, ejecutado de un disparo. Luego, Juan Carlos, un militar jubilado, corrió la misma suerte. Las dos mujeres no tuvieron un destino distinto: un tiro a quemarropa terminó con sus vidas. Pero fue Cristian Serna quien sufrió el castigo más atroz. Intentó huir, pero fue encontrado entre platanales, obligado a arrodillarse en un agujero cavado a toda prisa y enterrado vivo. Su agonía quedó como testimonio del salvajismo que reina en una zona donde la justicia es dictada por el miedo y la cocaína. Eso sí, declara el monstruo: el dinero que llevaron las víctimas para rescatar a Tadhasy “está en manos de la comunidad”.

Estas muertes y la bárbara crueldad son la consecuencia lógica de un sistema que Evo Morales ayudó a construir y fortalecer. El Chapare, donde el 94% de la producción de coca no pasa por mercados legales, es el epicentro del narcotráfico en Bolivia. Morales, lejos de combatir esta realidad, la institucionalizó y legitimó. Bajo su gobierno, la superficie de cultivo de coca legal se expandió a niveles históricos, apenas disfrazada de defensa cultural. Sin embargo, gran parte de esa coca no está destinada al acullico o a otras actividades licitas, sino a los laboratorios clandestinos que inundan de cocaína los mercados internacionales.

El Chapare es hoy un feudo donde la ley del Estado ha sido reemplazada por la de las mafias. Los comunarios, supuestos guardianes de una causa indígena y popular, se han convertido en los ejecutores de una violencia tan visceral como organizada. La región, que alguna vez fue el emblema del sindicalismo campesino, es ahora un lugar donde el narcotráfico campea y no solo controla la economía, sino también la vida y la muerte de quienes se atreven a desafiar su autoridad.

Evo Morales es, sin duda, el responsable de este caos. Durante su mandato, no solo expulsó a la DEA y debilitó las instituciones anti narcotráfico, sino que también consolidó una cultura de impunidad que ha permeado todos los niveles de la sociedad. Bajo su egida, el Chapare dejó de ser un territorio boliviano para convertirse en una república independiente de la cocaína, donde las armas, las venganzas y la barbarie son moneda corriente.

La inmoralidad de Morales no tiene límites. Mientras los cadáveres de estas cinco personas eran sepultados en fosas comunes y sus restos quemados, el líder cocalero continuaba proclamándose defensor del pueblo. Pero, ¿qué pueblo defiende? ¿El que siembra coca para los narcos? ¿El que entierra vivo a un hombre sin juicio ni ley? Morales y su legado representan la peor traición a Bolivia: una nación que alguna vez soñó con justicia y progreso, pero que ahora se ve atrapada en una espiral de corrupción, narcotráfico y violencia.

Es hora de mirar de frente esta realidad, agarrar el demonio por las astas y exigir un cambio radical. Bolivia merece un futuro donde la legalidad no sea un concepto vacío, donde las vidas no sean sacrificadas en nombre de una economía del crimen. Pero ese futuro solo será posible si se desmantela el sistema que Morales dejó atrás, un sistema que no solo permitió el narcotráfico, sino que lo convirtió en el motor de una región y la síntesis de una era de decadencia y sangre.

Luis Eduardo Siles analista y político

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