Una vez caída la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y la Alemania comunista que tuvo que construir un muro, a manera de prisión, para impedir que sus habitantes huyan, devastados por la miseria económica y la violencia física, el capitalismo de libre mercado quedó reconocido como el sistema más eficiente para la creación de riqueza. Quedó también en la obsolescencia el relato promovido por los marxistas que dividía el devenir de las relaciones laborales como un pugilato entre “explotadores y explotados”, cuya base fue la teoría objetiva del valor de Karl Marx que señala que, el valor de un bien es directamente proporcional a la cantidad de trabajo empleada en su materialización, de lo que se desprende que la ganancia del capitalista resulta de la expropiación de parte de lo que le corresponde al trabajo y, por lo tanto, está plenamente justificada la animadversión al capitalista (actualmente hay mayormente consenso acerca de que los precios responden a las preferencias subjetivas de los consumidores y a la escasez).
La tesis marxista quedó derrotada por la prosperidad alcanzada por “la clase trabajadora” en las sociedades capitalistas, que, de igual manera, quedó beneficiada. Esto llevó a un replanteamiento de la izquierda por la necesidad de establecer nuevos sujetos de la revolución tales como: feministas, indigenistas, ecologistas, identitarios de género, entre otros. Esta nueva estrategia, también centrada en el Estado, ha estado dirigida a la ocupación de espacios culturales y formación de consensos culturales a partir de la creación de marcos interpretativos del mundo (para actuar en el mundo, necesitamos interpretar lo que pasa en el) que han sido pródigamente diseminados desde las escuelas, las universidades, los medios de prensa, e inclusive desde las actividades artísticas, buscando guiar la vida de los individuos. Pervive el tufillo marxista de entender las relaciones sociales como una lucha de clases, solamente que ahora las antinomias tienen como protagonistas a otros sujetos.
En lo que concierne a la economía, de igual manera ha tenido lugar un cambio de orientación. Con la finalidad de intervenir en este campo, la izquierda ha seguido una estrategia de denuesto del capitalismo de libre mercado aseverando que la distribución de la riqueza generada por el sector privado, bajo el predominio de las leyes del mercado, es injusta, dejando de lado la meritocracia. Con suma habilidad, la izquierda ha elevado a la categoría del axioma la injusticia del sistema capitalista y se ha erigido en un organismo, cuyas intervenciones son necesarias para corregir las desigualdades supuestamente intrínsecas a este sistema. La política de antagonismo entre trabajadores y capitalistas ha provocado una tirria hacia los últimos. Los propietarios de la sensibilidad social se enfrentan al bautizado neoliberalismo, mientras aspiran los ingresos contrapuestos a los de la clase trabajadora, según ellos explotada. Persiste el maniqueísmo político como forma de relacionamiento entre seres humanos que causa desquicio en quienes se atiza la envidia, el odio y el resentimiento.
La justicia social emprendida por el estatismo no es gratuita, porque implica la imposición de tributos. El Sector Público, amparado en su monopolio de la fuerza, obliga a las personas a entregar una parte del ingreso generado en base a su propio trabajo e ingenio para sostener todo su aparato burocrático, además de la administración de justicia, educación, salud y seguridad. Los impuestos son directamente proporcionales al tamaño del Estado, diseñado para la conveniencia de la Nomenklatura. La reparación de la desigualdad que emprenden no repara en que los impuestos significan contracciones de la demanda en algún sector de la economía o menor acumulación de capital privado que haría más productivos a los factores de producción, de donde se explican los mayores salarios reales.
Pese a la retahíla de fracasos, el Estado quiere ser un productor de bienes y servicios. El problema es que sus decisiones de inversión se suceden con la más absoluta discrecionalidad y no responden a la existencia de una demanda previa de bienes o servicios expresada en un precio relativo, que señalice la actividad hacia la cual deberían ser dirigidos los recursos productivos escasos. Se desea precisar que, la presencia de esta demanda les da sustento a las decisiones de producción porque se llegar a producir lo que el público desea y puede pagar. Es así como el mercado asigna de manera eficiente los recursos.
En el caso de Bolivia, el regreso al modelo del Estado presente, que no se atiene a tomar decisiones haciendo lectura de las preferencias de los consumidores, ha traído consigo la creación de varias empresas que han terminado siendo deficitarias porque producen bienes que el consumidor no se los ha solicitado. La verdadera demanda económica requiere no sólo necesidad de algún bien, sino también poder de compra correspondiente. Son incapaces generadores de riqueza y ávidos consumidores de la que no le es propia.
Por su parte, el gasto público suele orientarse más de acuerdo con criterios de cálculo político. Las compras estatales de bienes y servicios a privados, al no estar definidas por criterios de mercado, ocurren en niveles por fuera del necesario y, como algún cambio tiene que quedarse en el camino, el sobreprecio es una constante. De ese sobreprecio y de la creación de organización de administración pública emerge la nueva oligarquía económica. Esta oligarquía está también compuesta por los empresarios prebendarios amigos del poder que le venden bienes al Estado, sean estos necesarios o no. Esta organización los faculta para “pescar en una pecera”. Otra gran característica del estatismo es el crecimiento descomunal del empleo burocrático, más allá del necesario. Si se empleara mano de obra sobradamente productiva, el Estado podría demandarnos menos impuestos. Cada peso de gasto público es uno menos en los bolsillos de la gente.
La dirección de la economía impuesta por un ente central y su teorización, aún por parte de profesionales de la ciencia económica, está permeada por intereses de poder. Las acciones del estatismo están guiadas por la inmediatez, los golpes de efecto y el favorecimiento de determinados sectores, sin considerar las repercusiones negativas sobre los restantes. Respecto de lo anterior, Henry Hazlitt decia: “El mal economista tan sólo contempla las consecuencias directas de la medida a aplicar; en cambio, el buen economista no desatiende las indirectas y más lejanas.” No se trata de producir bienes y servicios indiscriminadamente teniendo como fundamento el efecto multiplicador del gasto fiscal. El uso de recursos ajenos tendría que llevarlos a una mayor sensatez. Piense, señor lector en todo aquello que se ha dejado de producir debido a la construcción, sin fundamento económico, de canchas de fútbol, museos para el culto de un personaje de la política, aeropuertos que hoy están huérfanos, edificios públicos con equipamientos de lujo. Le dejo a usted la seguidilla. Existiendo alternativas, nada es gratuito. También medite acerca de la deuda pública contraída por un conjunto de burócratas que alcanza el 80% del PIB y que va a ser saldada por las generaciones futuras que aún no han sido concebidas.
Cuando se trata de la instrumentación de la política económica, es común escuchar a economistas del espacio público (y también privado) sugerir la expansión fiscal y monetaria como medio de salvación económica, sin considerar sus repercusiones. Parecen actuar de acuerdo con la máxima keynesiana: “A largo plazo todos estaremos muertos”, un disparate propio de mentes de paupérrima biblioteca.
El descreimiento o ignorancia de los fundamentos de la ciencia económica lleva a la economía estatista a políticas tales como: fijación de precios, como el salario mínimo que desemplea a los trabajadores de menor productividad, cuotas de exportación que contraen la actividad a corto y largo plazo, subsidios que vician el sistema de precios y la asignación de recursos y agravan el déficit fiscal, proteccionismo económico que crea rentas extraordinarias a sectores empresarios y reduce el bienestar del consumidor, créditos a empresas estatales, cuyo fracaso es otro costo más para todos, incrementos en la presión fiscal que desincentivan la producción e impulsa la informalidad, asistencialismo que subsidia los consumos populares con el objetivo de hacer a los pobres dependientes del Estado, entre otros.
Las repercusiones económicas del estatismo son harto conocidas. Algunas de ellas son: devaluación pronunciada de la moneda frente al dólar, contracción de la inversión extranjera directa, incremento de la deuda pública, caída de los niveles de actividad, desempleo, fuga de capitales, ausencia de inversiones locales, altos déficits fiscales que, en los peores casos, terminan siendo financiados por emisión de dinero descontrolada que provoca una inflación desenfrenada con los consecuentes incrementos de la pobreza. Una vez que el populismo económico del estatismo se queda sin los recursos que antes le permitieron el despilfarro y la fiesta del consumo, suele sobrevenir una fuerte crisis económica, política y social.
Estas crisis tienen en general dos desencadenamientos: caída del gobierno por la vía electoral, como en la Argentina, o una mayor radicalización del régimen estatista con visos dictatoriales, como en el caso de Venezuela.
Antonio Murillo Reyes es economista y Director Ejecutivo de Econometrics Consulting