América Yujra – Votantes populistas    

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“A medida que la elección se aproxima, las intrigas se vuelven más activas y la agitación, más viva y difundida. Los ciudadanos se dividen en varios campamentos, cada uno de los cuales toma el nombre de su candidato. La nación entera cae en un estado febril”[1].

Si bien pasaron 190 años desde que Alexis de Tocqueville escribió el textual anterior, su contenido describe sin problemas el avance de la competencia electoral rumbo al 17 de agosto. Basta ver lo que sucede en las redes sociales, en los medios de comunicación y en las recientes proclamaciones. Las intrigas, la agitación y el estado febril de simpatizantes y militantes suben y se elevan como globos de helio, principalmente en el frente del escindido régimen masista.

Obviamente, la efervescencia proselitista de “arcistas”, “evistas” y “androniquistas” no proviene de un elemento químico, sino del efecto consolidado de uno de los recursos más explotados en la práctica política: el viejo y siempre vigente populismo.

El populismo —ya sea como tendencia o estrategia política— pretende acercarse a las clases populares, apelando a sus sentimientos, reconociéndolos con exaltaciones discursivas y otorgándoles privilegios, todo con dos objetivos específicos: hacerse con el poder o mantenerse en él.

Para el escritor italiano Antonio Scurati, ése populismo de seducción o persuasión tuvo a Benito Mussolini como su máximo exponente. El personalismo (yo soy el pueblo=el pueblo soy yo), el antiparlamentarismo, la política del miedo, la violencia y la retórica hipnotizadora son las reglas del populismo mussoliniano que, además de garantizarle el poder al Duce, moldearon a individuos y colectividades. Scurati lo explica como sigue: “Al rebautizar al individuo con el nombre de entidad colectiva, reduce el todo al casi nada del individuo único (…). El pueblo, los millones de vidas reducidos primero a una masa y luego comprimidos en una sola persona”[2].

Con lo anterior podemos deducir que los efectos —mediatos e inmediatos— de ésa forma de populismo se dan en dos sentidos: 1) ciudadanos manipulados para apoyar a una figura o proyecto populista, a fin de que accedan o se sostengan en el poder; 2) una colectividad convertida en populista, que busca figuras con ése rasgo; dicho de otro modo, aun existiendo otras opciones electorales, los votantes populistas sólo eligen líderes populistas. El primer efecto es el más conocido y primario. Mientras que la conversión vendría a ser el resultado mejorado del populismo, la fase final del “moldeado” individual y colectivo.

¿Cómo se “convierten” ciudadanos en votantes populistas? Con un “lavado de cerebros”, la repartija de prebendas y la otorgación de beneficios, los individuos quedan sumidos en una obcecación que los despoja de autoconciencia y su capacidad crítica.

Uno de los pilares modulares de todo partido u organización política es la identidad ideológica, conformada en base a criterios políticos-filosóficos determinados no antagónicos entre sí. La identidad es su carta de presentación, aquello que atrae militantes, simpatizantes y hace que los votantes los elijan como opción electoral por encima de las demás existentes.

Los populismos recurren a criterios más pragmáticos, más “terrenales” —por decirlo de algún modo— para generar una especie de “identidad” con el pueblo: el origen del “líder”, su forma de hablar, sus actitudes, sus grupos cercanos, sus aficiones, etc. No necesitan llegar a la parte racional de los individuos, pues la aparición de todo pensamiento crítico sería contraproducente para sus intereses. No buscan militantes o simpatizantes pensantes, sino fans leales. Para éste propósito, las imágenes, propagandas y comparaciones constantes con “los otros” —los opositores, los enemigos, los diferentes al “pueblo”— son más eficaces que una exposición de motivos o la presentación de directrices ideológicas. La identidad populista no es más que un cúmulo de percepciones antielitismo o status quo y emociones negativas (no pertenencia, rechazo) hacia los contendientes políticos.

Así, los individuos quedan encajados en una colectividad que responde emocionalmente, no con la razón; una colectividad que empieza aceptando a una opción populista por convencimiento y termina generándola después como respuesta innata a su transformación.

La deriva de ésas colectividades dentro del populismo no sólo fue propiciada por el régimen. El resto de miembros del sistema político también participó pasivamente. Las instituciones, las oposiciones políticas fallaron. Tomaron caminos equivocados, decepcionaron a la ciudadanía, se alejaron de ella. En lugar de sentirse incluidos o parte de ésos partidos, los ciudadanos se sintieron extraños y dejaron de verse representados por ésa clase política.

El partido azul aprovechó esa sensación mayoritaria de desapego. Hizo de la decepción ciudadana su bandera y las promesas rotas del pasado fueron los objetivos mediatos de gobierno. Con gestos sencillos, con lenguaje cercano, con la esperanza de “cambio”, fue ganando espacios dentro de las clases populares. ¿Cómo no iba a recibir apoyo si prometía algo que hasta ese entonces nadie había dicho: girar la pirámide política elitista y ponerla de cabeza para que el “pueblo” quede en la cúspide?

El mismo sistema político, el fracaso de los partidos y líderes tradicionales, la frustración y el cansancio en la ciudadanía posibilitaron la aceptación mayoritaria de un plan populista, de un líder mesiánico y la ceguera social. De ésta forma, el partido se consolidó en régimen, y los grupos populares en votantes populistas.

¿Cómo son los votantes populistas? Son individuos despojados de toda racionalidad, sin capacidad de crítica, ni conciencia ni decisión propia. Están convencidos de ser parte de una identidad política colectiva, y creen deberle una lealtad invariable.

Les gustan discursos grandilocuentes que resaltan su obsecuencia, que los reconoce como miembros del “gran proyecto popular” y celebra su capacidad “orgánica”. Se sienten cómodos en espectáculos de frenesí apoteósico en donde las masas enaltecen a un “igual” como “líder”.

Otro rasgo de los votantes populistas es su reacción en momentos de crisis. Aunque las sientan y padezcan, su anulada capacidad crítica les impide reconocer las reales causas y prefieren creer las ridículas justificaciones que sus “líderes” les dan. Antes que exigir cambios estructurales u optar por nuevos caminos políticos, los votantes populistas buscan figuras mesiánicas a las que encumbrar, pues creen que las soluciones sólo pasan por cuestiones de “liderazgo”.

El régimen está en ésa fase. Los grupos populares que lo conforman están apostando por la entronización de una figura “cercana” a ellos. Sin embargo, cada una de sus facciones tiene enfoques distintos. En el “evismo”, utilizan la figura del “salvador”. Según ellos, sólo el jefazo dará solución a las crisis que el “traidor” provocó. Por su lado, los “arcistas” pretenden reforzar el pseudo liderazgo del “restaurador de la democracia”, quien, por haber sido víctima de boicots internos y externos, merece tener otra oportunidad al frente del régimen. Y en la facción de reciente creación —los que se denominan “bloque bicentenario” — están impulsando una “renovación” a ser guiada por el principal descendiente político del jefazo, a quien consideran equivocadamente un “líder nuevo”.

No tendría mucha importancia las contiendas internas del régimen si las cosas fuesen distintas en el bando opositor. Si al frente existiesen propuestas sólidas y madurez política, no importaría cómo las masas del régimen construyen sus opciones electorales. Pero sabemos que la realidad es todo lo opuesto.

Las últimas elecciones generales han evidenciado que el régimen cuenta con un apoyo firme de aproximadamente 30% del electorado (son los grupos populares, las organizaciones sociales y sindicales, cuyos votos les pertenecen exclusivamente); porcentaje que puede aumentar dependiendo de los errores que cometa la oposición y la popularidad que alcance la “figura mesiánica” por la que termine decantándose el régimen. Hasta ahora, no parece que la oposición esté trabajando por conseguir similar porcentaje, mucho menos por uno mayor.

A veces, la sensación de identidad —aunque falsa— y pertenencia termina definiendo una elección general. Y el régimen, con cada una de sus facciones, sabe cómo generarlas e imponerlas. No puede decirse lo mismo de los partidos opositores, que siguen enfrascados en las viejas estrategias políticas. Una de ellas es la apelación a las crisis, pero no ofrecen soluciones creíbles. Otra es el recurso al rechazo u odio al oponente, en este caso, al régimen; pero el repudio no es suficiente para evitar el crecimiento de votantes populistas. Con todo, el escenario electoral sigue siendo incierto, pero si en los siguientes 100 días no se advierte variación en el accionar de partidos y candidatos, ya podemos hacernos una idea de los resultados que veremos en la noche del domingo 17 de agosto.

[1] Tocqueville, Alexis de. (2010). La democracia en América. Trotta.

[2] Scurati, Antonio. (2024). Fascismo y populismo. Mussolini hoy. Debate. (e-book)

América Yujra Chambi es abogada.

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