América Yujra – Una suma que resta

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«2+2=5», decía un eslogan que el régimen estalinista usó para promocionar su “plan quinquenal”, que, supuestamente, iba a implementar una industrialización para reactivar la economía soviética en un plazo de cuatro años. Además de crear una falsa percepción en los trabajadores, esa suma errónea demostraba la verdadera intención del estalinismo: “si puedes cambiar la verdad, nada es imposible”.

Deformar o crear hechos tanto del pasado como del presente para controlar el futuro. Así pensaron muchos de los regímenes totalitarios, aquellos que —paradójicamente— empezaron como “revolucionarios”. George Orwell reconoció esa doble función del eslogan estalinista y la incluyó en su libro 1984 de la siguiente forma:

—¿Recuerdas haber escrito en tu diario: «la libertad es poder decir que dos más dos son cuatro»?

—Sí —dijo Winston.

O’Brien levantó la mano izquierda, con el reverso hacia Winston, y escondiendo el dedo pulgar extendió los otros cuatro.

—¿Cuántos dedos hay aquí, Winston?

—Cuatro.

—Si el Partido dice que no son cuatro sino cinco, entonces, ¿cuántos hay?

—Cuatro.

La palabra terminó en un espasmo de dolor. La aguja de la esfera había subido a cincuenta y cinco. A Winston le sudaba todo el cuerpo. O’Brien lo contemplaba, con los cuatro dedos todavía extendidos. Soltó la palanca y el dolor, aunque no desapareció del todo, se alivió bastante.

—¿Cuántos dedos, Winston?

—Cuatro.

La aguja subió a sesenta. (…)

—¡Cuántos dedos, Winston!

—¡Cinco! ¡Cinco! ¡Cinco!

—No, Winston, así no vale. Estás mintiendo. Sigues creyendo que son cuatro. Por favor, ¿cuántos dedos?

—¡Cuatro! ¡Cinco! Lo que quieras, pero termina de una vez. ¡Pará este dolor! (…)

—Tardas mucho en aprender, Winston —dijo O’Brien con suavidad.

—No puedo evitarlo. ¿Cómo puedo evitar ver lo que tengo ante los ojos sino los cierro? Dos y dos son cuatro.

—Algunas veces sí, Winston, pero otras veces son cinco. Y otras, tres. Y en ocasiones son cuatro, cinco y tres a la vez. Tienes que esforzarte más. No es fácil recobrar la razón.

He ahí uno de los horrores de los regímenes totalitarios: modificar la verdad para destruir la realidad. No hay más verdad que aquello que el régimen dice; el resto de hechos son meros desvaríos de la mente, “irracionalidades”. He ahí cómo una simple suma elimina la máxima capacidad humana (razón), sustrae libertades de pensamiento y expresión.

Crear realidades, ajustarlas a sus intereses y despojar a los ciudadanos de su individualidad y razón, éstas son las principales consecuencias que provocan los regímenes totalitarios (o aquellos que aspiran a serlo). Para ello, deben romper resistencias y mantenerse en el poder durante un largo tiempo. ¿Qué hacen ésos regímenes para conseguir sus propósitos? Se valen de la mentira o de verdades construidas (posverdades).

Casi siempre se ha considerado a la mentira como una herramienta principal en el (mal) ejercicio de la política. Sea en etapa electoral o durante un gobierno, los (malos) políticos mienten al decir que cumplirán sus promesas o que el país camina sobre ruedas. Con el tiempo, la clase política vio que la mentira no basta para conseguir apoyo, ser elegido y mantener legitimidad. Tocaba echar mano de su contrario: la verdad.

En política, la contraposición entre verdad y mentira ha quedado difuminada por el sentido de interés. Ambas han sido instrumentalizadas y usadas cuando el timing político así lo requiere. Sin embargo, conviene hacer una diferenciación: una mentira es descubierta fácilmente, basta una simple contrastación. En cambio, una “verdad creada” puede generar confusión en quienes son influenciables, y quedar como “única verdad”.

Pero, ¿qué es la verdad?, ¿hay más de una?, ¿cuál puede ser “creada” por la política? Al respecto, Hannah Arendt[1] señaló que hay dos tipos de verdad: una racional, delimitada por la ciencia (aritmética, filosofía, etc.); y otra fáctica, vinculada a los hechos reales, ni ficciones ni ilusiones. De ambas, las primeras son inalterables (por ejemplo: 2+2=4). En cambio, las segundas —pese a ser inevitables— pueden ser susceptibles a manipulación o alteración. Dependiendo de los propósitos que se busquen, pueden se reescritas, modificadas y hasta ocultadas.

Las antítesis de la verdad racional son el error o la ignorancia. La verdad fáctica tiene por contrario a la mentira, muchas veces construida. Así como la verdad racional cuenta con mecanismos propios de comprobación y difusión, (teorías, tratados, especialistas); la verdad fáctica depende de los testimonios que la hacen real.

Ése es el punto débil de la verdad fáctica porque, aunque a veces se produzca sin intervención humana, puede ser interpretada y reconstruida de acuerdo a la percepción de quien la difunde. En consecuencia, las personas ajenas a un hecho, o incluso aquellas que no cuentan con conocimientos determinados, pueden aceptar una verdad fáctica tal cual la reciben.

A esa debilidad se suma otro factor que llama la atención de los (malos) políticos: más que las verdades racionales, los hechos se constituyen en base de la formación de opinión pública y adhesión política. A través de lo que ven, escuchan, leen o entienden, los ciudadanos toman decisiones y comprenden lo que sucede en su entorno. Con todo, si un régimen se enfoca en monopolizar la verdad fáctica, manipulará ideas y apoyos a su favor fácilmente.

Las verdades fácticas “creadas” deliberadamente (o posverdades) son dañinas para la democracia por el simple hecho de que los ciudadanos no pueden formar su opinión en base a ellas. Nadie puede imponer un relato o un hecho y catalogarlo como “única verdad”. Por eso, la implantación de “verdades” no puede ser considerada sólo como estrategia política.

Hacer que las verdades fácticas se conviertan en “racionales”, eliminar cualquier otra interpretación o versión diferente, tachar de subversivos a quienes no la aceptan, mermar la condición humana… todo ello no es más que la consolidación de un régimen siniestro, aquel que tanto Orwell como Arendt describieron, cada uno en su estilo.

En nuestro país, ningún otro régimen ha logrado hacer lo que el masismo: valerse continuamente tanto de mentiras como de verdades fácticas fabricadas para mantenerse en el poder. Algunos ejemplos paradigmáticos son: el caso del hotel Las Américas, el “empate técnico” en el referendo de 2016, el golpe “cívico-policial-militar”. Luis Arce no quiso quedarse atrás y logró crear una supuesta verdad que sus aduladores difunden bajo el rótulo de “golpe de Estado fallido”.

El reciente acto de terrorismo de Estado perpetrado por el régimen masista muestra claramente lo que referí en los párrafos anteriores: se planificó una serie de hechos y acciones, a fin de crear una supuesta realidad (golpe de Estado). Para sostener su versión, no sólo se apoyan en mentiras (“el pueblo salió a defender al gobierno de Lucho”), también en hechos fácticos (movilización de blindados, cerco militar en plaza Murillo, entre otros). Pese a los esfuerzos del régimen, todo eso queda en ficciones; la experiencia ciudadana, la historia y la realidad dilapidan su verdad fabricada.

No debe sorprendernos la rapidez con que avanzará la “investigación” ni el accionar “eficiente” del sistema de justicia. Tampoco que señalen a activistas, políticos opositores o gobiernos extranjeros como “ideólogos”. El régimen sabe que su “verdad” es frágil, hará todo para imponerla.

Siguiendo los ejemplos del estalinismo o del totalitarismo distópico de Orwell, el régimen masista realizará actos para mermar la racionalidad ciudadana y sus libertades, ya sea vía chantaje, presiones o amenazas. Luis Arce ya comenzó. Por ejemplo, el 4 de julio, señaló que quien no cree en el golpe “está alineado con la derecha y los intereses antinacionales”. Al día siguiente, acusó a los que dicen “autogolpe” de ser los responsables de que un futuro “nadie quiera defender la democracia”.

Será difícil evitar que el régimen siga difundiendo su “verdad”, pero sí podemos dejarla en evidencia, manteniendo ideas fijas: así como «2+2=5» no existe, tampoco existió un intento de golpe de Estado; ninguna verdad (racional o fáctica) le pertenece a una ideología específica, es decir, no es ni de izquierda ni de derecha; la verdad —tal cual escribió Arendt— es lo que no se pude cambiar, [2]“es el espacio en el que estamos y el cielo que se extiende sobre nuestras cabezas”. Porque a los regímenes que suman hechos para restar libertades se los combate con resistencia, desde la acción y desde nuestras mentes. Por mucha que sea la presión, no cedamos como Winston, el personaje de 1984.

[1] Arendt, Hannah. (1996). Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre reflexión política. Península.

[2] Ibidem.

América Yujra Chambi es abogada.

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