Tratados secretos: una práctica incompatible con la Constitución

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Windsor Hernani Limarino

Durante la reciente visita oficial a La Paz, el subsecretario de Estado de los Estados Unidos, Christopher Landau, afirmó que existe expectativa en su país por conocer cuáles fueron los “secretos” de los gobiernos del MAS en su relacionamiento con países como Irán, Cuba, Venezuela, Nicaragua y otros regímenes afines. En particular, puso énfasis en el acuerdo de cooperación militar con Irán, cuyos alcances nunca fueron debidamente divulgados.

Más allá del impacto político de la declaración, el tema merece un análisis menos coyuntural y más estructural. Por sentido común, resulta poco verosímil suponer que Estados Unidos —primera potencia mundial y poseedor de uno de los sistemas de inteligencia más sofisticados del planeta— desconozca lo actuado por la denominada “diplomacia de los pueblos”.

En consecuencia, el verdadero propósito no parece ser informar a Washington, sino transparentar los acuerdos, someterlos al escrutinio de la ciudadanía, de los órganos de control y de la comunidad internacional. Y aquí surge una conclusión incómoda pero inevitable: si estos acuerdos fueron mantenidos en reserva, es razonable deducir que no resistirían un examen público riguroso.

El análisis debe realizarse, ante todo, desde el régimen jurídico aplicable a los tratados internacionales, a fin de establecer si se actuó conforme a derecho o, por el contrario, se vulneraron disposiciones constitucionales y legales.

Conviene recordar que, antes de la Constitución de 2009, todos los tratados internacionales, para formar parte del ordenamiento jurídico interno, debían ser necesariamente ratificados por el Congreso. Con la nueva Constitución, el sistema fue modificado, estableciendo una diferenciación entre “acuerdos formales”, que requieren aprobación de la Asamblea Legislativa, y “acuerdos abreviados”, que ingresan al ordenamiento jurídico mediante la sola firma del Órgano Ejecutivo.

Los primeros comprenden aquellos que, por su naturaleza y fines, comprometen materias estratégicas, defensa, seguridad, soberanía, integración o recursos del Estado. Los segundos proceden únicamente cuando no generan obligaciones estructurales ni comprometen intereses esenciales del Estado.

Esta distinción no es menor. Su finalidad es impedir que, bajo la figura de acuerdos abreviados, se introduzcan compromisos políticos, militares o estratégicos, eludiendo el control democrático de la Asamblea Legislativa.

El caso de un acuerdo de cooperación militar con un Estado extranjero resulta ilustrativo. Difícilmente puede ser calificado como un simple acuerdo abreviado; por el contrario, se trata de un acuerdo formal que, por su naturaleza, debía ser sometido a la aprobación de la Asamblea Legislativa.

En el marco de la supuesta refundación del Estado y de la pretensión de instaurar nuevas prácticas diplomáticas, el MAS aprobó también la Ley de Tratados, cuyo propósito fue regular integralmente su elaboración y aprobación. Dicha ley no es más que una reproducción imperfecta de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados, a la que se añadieron disposiciones poco compatibles con la práctica diplomática internacional, generando incluso tensiones dentro de la propia diplomacia del oficialismo.

En ese contexto, ni la Constitución ni la Ley de Tratados reconocen la figura de los acuerdos reservados o secretos. Por el contrario, consagran el principio de publicidad, imponiendo al Ministro de Relaciones Exteriores la obligación de asegurar su registro, custodia, difusión y publicación en la Gaceta Oficial del Estado.

En la realidad, es cierto que el derecho internacional contemporáneo a puesto en práctica cláusulas de confidencialidad operativa. Sin embargo, en el caso boliviano, acuerdos de esta naturaleza jamás podrían ser considerados abreviados; son, por definición, acuerdos formales y, por tanto, deben ser sometidos a la aprobación legislativa, mediante una sesión reservada.

Lamentablemente, al intentar conocer el contenido de varios acuerdos suscritos por la denominada diplomacia de los pueblos, estos no se encuentran disponibles. Ello constituye una irregularidad jurídica que no puede ser ignorada. En consecuencia, corresponde que las nuevas autoridades del Ministerio de Relaciones Exteriores actúen con responsabilidad institucional y ordenen a la Dirección General de Asuntos Jurídicos restablecer la legalidad, disponiendo la publicación de todos los acuerdos suscritos.

La publicación no es un trámite accesorio. Es un requisito de validez y oponibilidad, directamente vinculado al principio de publicidad de los actos de gobierno.

El problema de fondo no radica únicamente en lo que se firmó, sino en cómo se condujo la política exterior durante estos años. Fue una lógica personalista, ideologizada y opaca, que confundió afinidad política con interés nacional y discrecionalidad con soberanía.

La política exterior no es patrimonio de un partido ni de un liderazgo circunstancial. Es una política de Estado, sujeta a la Constitución, a la ley y al control democrático.

La exigencia de transparencia no debe interpretarse como una concesión a presiones externas, sino como una exigencia interna del propio orden constitucional boliviano. Transparentar los acuerdos no debilita al Estado, por el contrario, lo fortalece. Lo que sí lo debilita es la persistencia del secreto, la informalidad, la discrecionalidad y la evasión del control legislativo.

Cuando la política exterior se gestiona en la penumbra, el verdadero problema no es lo que otros puedan descubrir, sino lo que el propio país ha decidido ocultarse a sí mismo.

Windsor Hernani Limarino es economista y diplomático

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