No hace mucho me topé con un relato corto de Ray Bradbury, titulado Un sonido atronador[i]. A grandes rasgos, la trama es la siguiente:
Año 2055. Eckels decide ir a un “Safari en el Tiempo” para cazar animales prehistóricos. El viaje tenía claras indicaciones: seguir el “Camino” (una vía mecánica que flotaba a quince centímetros del suelo), mantenerse en él sin pisar la selva y disparar sólo a lo que tuviese marcas rojas. Tales precauciones eran válidas, pues cualquier daño en la vegetación o fauna alteraría la evolución, el futuro.
El escenario sobrecogedor de la jungla primitiva hizo que Eckels desistiera de la caza. Pero no cumplió las indicaciones. Al volver a la máquina del tiempo, se bajó del “Camino” y pisó el suelo. Cuando retornó al futuro —su presente—, advirtió que no era el mismo que había dejado. Se fijó entonces en el trozo de barro que tenía en una de sus botas. Encontró en él una mariposa dorada “muy hermosa y muy muerta”. Un silencio ensordecedor y un disparo concluyeron todo.
Con esa historia, Bradbury quiso decirnos que un simple movimiento, una incauta o intencional decisión pueden cambiar todo lo que conocemos. Un disparo, una pisada, un silencio… pueden provocar sonidos más fuertes que un trueno y, por lo mismo, ser devastadores para todo lo que nos rodea, incluidos nosotros mismos.
Un ejemplo de acciones y decisiones temerarias e insolentes —como las de Eckels— que afectan tanto un presente como un futuro son las causas que provocaron los devastadores incendios forestales que, desde hace más de 100 días, arrasan nuevamente con la fauna, la flora y el resto del medio ambiente de nuestro país.
Los incendios forestales se generan por diversas causas, pero en Bolivia sólo existe un origen: ampliación de la frontera agrícola, autorizada por leyes y decretos “incendiarios” elaborados por el régimen masista.
Las primeras leyes “ecocidas” fueron sancionadas entre 2013 y 2018: Ley 337 (apoyo a la producción de alimentos y restitución de bosques), Ley 502 (ampliación del plazo y modificación a la Ley 337), Ley 741 (autorización de desmonte de hasta 20 hectáreas para pequeñas propiedades destinadas a agro-ganadería). A éstas siguieron la Ley 1171 (autorización de quemas para actividades agrícolas) y la Ley 1098 (agro-combustible de etanol y diésel).
El paquete normativo “incendiario” también contiene varios decretos supremos: D.S. 3973 (autorización de desmonte en Beni y Santa Cruz para actividades agrícolas), D.S. 26075 (ampliación de fronteras de producción para sector ganadero y agro-industrial sobre áreas de bosques), D.S. 4232 (procedimientos abreviados de evaluación de producción de soya, maíz, azúcar y otros), D.S. 24.253 (multa por deforestación: 20 centavos de dólar), D.S. 3874 (procedimientos abreviados para la evaluación de soya genéticamente modificada para la producción de biodiesel).
Las consecuencias de todas ésas acciones “ecocidas” se reflejan en cifras alarmantes. Según datos de la fundación “Amigos de la Naturaleza”, sólo en los últimos cinco años se han perdido 20.8 millones de hectáreas de bosques primarios y pastizales (5.7 millones en 2019; 4 en 2020; 2021; 3.4; 2022, 4.4; y en 3.3 en 2023), siendo la Amazonía, la Chiquitanía y el Chaco boliviano las regiones más afectadas.
Tras el incendio forestal de 2019 —que dejó un impacto profundo en la flora y fauna de la Chiquitanía—, y pese a los varios pedidos de abrogación del paquete normativo “ecocida”, el gobierno de Luis Arce continúo con la política estatal de deforestación implementada por su antecesor. A las falsas excusas de “seguridad alimentaria” y “promoción de la agroindustria”, el arcismo ha sumado la suya propia: “plan de industrialización”.
La verdadera posición del “arcismo” frente a las políticas de deforestación y la vigencia de las leyes “incendiarias” fue manifestada en 2021, cuando el gobierno de Luis Arce rehusó firmar la Declaración de Líderes de Glasgow sobre bosques y uso de la tierra, durante la Conferencia de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP26). 131 países, menos Bolivia, se comprometieron a “frenar y revertir la deforestación con miras al 2030”, y al “uso sostenible de la tierra, la conservación protección, manejo sostenible y restauración de los bosques y otros ecosistemas terrestres”.
En pasados días, el Ejecutivo emitió un decreto supremo de “pausa ambiental”. Por su parte, la Cámara de Senadores aprobó un proyecto de ley que abroga algunas leyes “ecocidas” (1171 y 373). Además de ser extemporáneas —aparecen luego de la pérdida de más de 20 millones de hectáreas de ecosistemas—, ambos “esfuerzos” son insuficientes para la emergencia ambiental que vive nuestro país, porque la política ambiental del régimen continúa siendo contraria a principios y estándares internacionales sobre la protección del medio ambiente.
La Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH), mediante la Opinión Consultiva OC-23/17 de 15 de noviembre de 2017, estableció como obligaciones estatales sobre el medio ambiente: promover la preservación, la protección y el mejoramiento del medio ambiente; y garantizar un medio ambiente sano para vivir. El Estado Plurinacional, ¿cumple alguna de éstas?
La OC-23/17 añade que los estados deben efectivizar tales obligaciones en dos sentidos: 1) garantizando el pleno ejercicio del derecho al medio ambiente sano como derecho autónomo individual y colectivo; y 2) protegiendo todos los componentes del medio ambiente: ríos, bosques, mares, selvas, etc., al ser considerados como intereses jurídicos en sí mismos. ¿Es efectiva ésta doble protección en Bolivia?
Asimismo, resalta la obligación de prevención, señalando que ésta “(…) abarca todas las medidas, de distinto carácter, que promuevan la salvaguarda de los derechos humanos y que aseguren que las eventuales violaciones a los mismos sean efectivamente consideradas y susceptibles de acarrear sanciones e indemnizaciones por sus consecuencias perjudiciales”. Pero, debido a que la reparación del daño ambiental es altamente difícil, “la prevención debe ser la política principal respecto a la protección del medio ambiente”.
Ése entendimiento preventivo es reiterado por la Corte IDH en el caso Lhaka Honhat vs. Argentina[ii]: el medio ambiente no sólo tiene directa relación con derechos fundamentales como la vida o la salud, sino que merece un reconocimiento pleno, una protección estatal amplia y oportuna.
Por otro lado, también deben contemplarse algunos principios ambientales: a) interdependencia ecológica: las acciones que se realizan en un territorio tienen repercusiones en otras regiones o países; b) regulación jurídica integral: las legislaciones deben armonizarse con los estándares internacionales de carácter ambiental, incluyéndose las soft-laws (declaraciones, cartas, principios); c) sostenibilidad: las necesidades del presente debe satisfacerse sin comprometer a las futuras generaciones; d) restaurabilidad: aplicar planes de contingencia y restauración inmediata sobre el medio ambiente afectado o amenazado; e) principio precautorio e in dubio pro natura: toda regulación o actividad sobre el medio ambiente debe ser sometida a control jurisdiccional ambiental antes de su ejecución, debiendo resolverse privilegiando la protección y conservación de la biodiversidad y los derechos fundamentales relacionados.
Según el régimen, Bolivia es un Estado plurinacional que defiende a la Madre Tierra y a los pueblos indígenas, que propugna el “vivir bien” y la conservación del medio ambiente. Todos sabemos que la verdad es otra: la indiscriminada deforestación ha afectado áreas y parques de valiosa biodiversidad: Madidi, Noel Kempff Mercado, Parque Amboró, Área Natural de Manejo Integrado San Matías, Área de Manejo Integrado Iténez, Reserva Pilón Lajas…, poniendo en riesgos territorios/comunidades indígenas y al resto de la población tanto urbana como rural.
La gran cantidad de bosques perdidos, el aumento de contaminación del aire, la respuesta tardía del régimen frente a los actuales incendios forestales —muchos de los cuales llevan casi tres meses de actividad— dan cuenta que en Bolivia no se hace nada para preservar o mejorar el medio ambiente. Pese a que los bosques, los ríos, la flora y la fauna son patrimonio natural de nuestro país, no tienen protección estatal alguna. Adicionalmente, de manera errónea, el régimen apuesta por soluciones morosas (sanción penal) antes que trabajar por la prevención, la recuperación y el mantenimiento de todos nuestros ecosistemas.
El deber de protección[iii] del medio ambiente es tanto para el Estado como para los ciudadanos, por eso es importante que la crisis ambiental que vivimos se mantenga en la agenda pública; es decir, que las demandas de abrogación de toda la normativa “ecocida” y las campañas que piden salvar nuestros ecosistemas se mantengan en el tiempo, y no sólo aparezcan cuando se propicien nuevos incendios, cuando el aire de nuestras ciudades sean irrespirable o cuando imágenes y vídeos desgarradores del desastre vuelvan a inundar las redes sociales.
Acciones, voces, silencios… Todos, de determinada forma, podemos producir sonidos atronadores, vale decir, podemos causar uno u otro efecto, ya sea la preservación o la destrucción de lo que nos rodea. Toca prestar mayor atención a los bosques, a los ríos, a la flora, a la fauna. Nuestra vida, nuestra subsistencia depende del medio ambiente que tenemos y que dejaremos a las generaciones que vendrán.
Toca pensar con más detenimiento antes de empezar un incendio, contaminar aguas o volver a elegir a un régimen “ecocida”; de lo contrario, seremos como Eckels cuando descubrió lo que había hecho porque lo que encontraremos será tan terrible como aquella
América Yujra Chambi es abogada.
[i] Título original: A sound of thunder, contenido en: Bradbury, Ray. (2023). Las doradas manzanas del sol. Minotauro. Edición digital.
[ii] Corte IDH, sentencia de 6 de febrero de 2020.
[iii] Reconocido en el protocolo adicional a la Convención Americana de Derechos Humanos o Protocolo de San Salvador de 1986.