Treinta y nueve, treinta y ocho, treinta y siete… La cuenta atrás no se detiene. Pese a las bravatas del radicalismo azul —junto a otras que asomaron de manera sorpresiva—, el ambiente político-electoral nos envuelve a todos. El proceso electivo avanza e ingresa a las semanas más decisivas para partidos y candidatos.
Ver en la ciudadanía movilización e interés da esperanza. No es para menos. Quizá sea mucho tachar a una sola fecha como la más importante en 200 años de historia; pero, tomando en cuenta lo que está en juego, el próximo 17 de agosto fácilmente puede ser considerado como tal. Ése día, si nada raro sucede, podremos derrocar al autoritarismo neosocialista y retomar el rumbo democrático.
Así pues, durante la última semana, la atención ciudadana se ha centrado en tres escenarios que, aunque a primera vista son distintos, son resultados de una misma causa. Pongámonos en autos. El primero versó sobre varias candidaturas polémicas, tanto en la oposición como en las facciones del régimen: personas con procesos judiciales por delitos de violencia familiar (por ejemplo, José Luis Bedregal por la Alianza Unidad de Samuel Doria Medina), otras vinculadas al narcotráfico (María Robledo Guardia por Alianza Unidad; Oscar Justiniano Merubia, abogado relacionado al cártel PCC, candidato por Alianza Popular de Andrónico Rodríguez), y otras carentes de profesionalismo y con amplia condescendencia hacia el masismo (Susana Bejarano, candidata por Alianza Popular). Al ser descubiertos, sólo los primeros tuvieron la decencia de renunciar a sus candidaturas.
El segundo escenario fue originado por nuevos bochornos dentro de la Asamblea Legislativa Plurinacional (ALP). En la sesión del plenario del pasado jueves volvieron las acostumbradas agresiones verbales y físicas entre opositores, “evistas” y “arcistas”; siendo la silenciada a una diputada (María José Salazar) y la siesta de otra (Zulay Mamani) los hechos más grotescos de ése día. Jornadas después, en la sesión de la Comisión de Economía Plural, donde se intentó forzar la aprobación de contratos ilegales por el litio, continuaron las grescas.
El tercero estuvo vinculado a Jaime Dunn: la presentación de su candidatura al filo del plazo, su primera inhabilitación, su posterior impugnación, la segunda (y definitiva) inhabilitación, las controvertidas respuestas de sus seguidores (“postulemos a su esposa”) e incluso amenazas dirigidas al Tribunal Supremo Electoral (“sin Dunn no hay elecciones”). Apoteosis que concluyó con la salida de Nueva Generación Patriótica (partido que lo postulaba) de la competencia electoral.
Dados todos ésos hechos, el rechazo de muchos ciudadanos fue expresado en redes sociales y en cualquier otro espacio de discusión. Entre comentarios y memes, el diagnóstico de ése conjunto de sucesos polémicos fue unánime: “el sistema está mal”. Menudo descubrimiento.
Sí, todo el sistema político boliviano está destruido. ¿Las causas? El modo en que está constituido, las normas que lo cimientan; pero, principalmente, la falsa concepción que sus miembros —líderes políticos, “partidos” y sus militantes, gran parte de la ciudadanía— tienen sobre la política y su ejercicio.
Ésa última causa —tergiversación de la política—, si bien no es nueva, tocó un fondo catastrófico durante las últimas dos décadas. Con la excusa de “integración de las mayorías olvidadas”, el ejercicio político privilegió la improvisación, la mediocridad y el clientelismo. Así, la política terminó despojada de sus rasgos esenciales e ideales: la ética y el conocimiento.
Todos nosotros (ciudadanos) hacemos política de una u otra forma: votando, opinando, militando en algún partido, simpatizando con algún candidato, etc. Sin embargo, gobernar o acceder a cargos públicos de representación —otros tipos de actos políticos— requieren de una formación interna dedicada y exclusiva.
Uno de los primeros en ahondar en ello fue Platón. Concluyó que para el desarrollo y la armonía dentro de la polis griega —o Estado— sólo los ciudadanos que lograsen una sólida formación intelectual y ética podían acceder al poder. Éstos “filósofos-gobernantes”[1], con la debida preparación, serían capaces de comprender los más altos valores —justicia, sabiduría— y, a través de ellos, lograrían “el bien común” para el resto de miembros de la sociedad.
En consecuencia, según Platón, el poder político debía recaer en ciudadanos con capacidades morales e intelectuales comprobadas y reconocidas por la comunidad. La tradición, la fuerza o sólo una influencia carismática no eran suficientes para hablar de “liderazgo”, mucho menos otorgaban idoneidad política.
Tiempo después, Aristóteles, diferenciándose de Platón, señaló que, primero: la formación política debía extenderse a todos los ciudadanos, no sólo a un grupo “apto”, debido a que el ejercicio político “persigue el bien supremo del hombre, ciertamente deseable cuando interesa a un solo individuo, pero se reviste de un carácter más bello y más divino cuando interesa a un pueblo y a un Estado (…)”[2]. Y segundo, la política sólo a partir de virtudes absolutas es una utopía; necesita de individuos capaces de dominar sus vicios y virtudes, encontrando el punto medio entre ellos.
Independientemente de sus disimilitudes, para ambos filósofos tanto la ética como la formación política de los ciudadanos son factores necesarios para un buen gobierno y un ejercicio correcto de la política; de lo contrario, su ausencia acarrearía la degeneración del Estado (su estructura o sistema) y, en un corto o largo plazo, su detrimento.
Tras ése breve repaso de las ideas platónicas y aristotélicas, volvamos la mirada hacia nuestro Estado: ¿cómo es su sistema político?; ¿en manos de quiénes está el poder?; quienes lo conforman, ¿tienen ética y formación política suficientes? Las respuestas no son nada gratas.
Al ser un régimen autoritario, existe: una profunda desinstitucionalización; distribución del poder basada en clientelismo o reparto de prebendas. Asimismo, liderazgo (s) político (s) como resultado (s) de prácticas populistas tanto impuestas desde la cúpula del régimen como fabricadas por determinados grupos sociales. Resumiendo, tenemos: un sistema político supeditado al régimen; gobernantes inidóneos, sin formación (ética-política) suficiente; entes políticos restantes (ciudadanía) que terminan eligiendo o construyendo populismos o mesianismos, carentes de virtudes y conocimientos políticos.
¿Por qué en cinco años la ALP ha generado más bochornos que leyes útiles para el Estado? Porque está conformado mayoritariamente por parlamentarios ignaros en política, sin ética ni conciencia ni moral. ¿Por qué los mal llamados partidos políticos eligen como candidatos a personajes de dudosa reputación y cuestionada —e incluso inexistente— trayectoria política? Porque en la selección de candidaturas se pondera más la filiación sindical, la (supuesta) pertenencia a organizaciones sociales, la cercanía a los “jefes”, los “favores” pendientes o la obsecuencia constante hacia “la izquierda”. Sólo quienes reúnen éstos ítems terminan inscritos como senadores o diputados. Y una última pregunta: ¿por qué buena parte de la ciudadanía continúa apostando por retóricas y personajes populistas, e incluso termina en un estado de desbordado fanatismo? Porque, aunque muchos ciudadanos claman por “renovación”, continúan manejando viejos arquetipos, propios de la política tradicional.
En un Estado sin instituciones, con crisis sociales y económicas, urge repensar la concepción de la política, adoptar una actitud crítica sobre toda la estructura del sistema político, incluidos sus miembros: partidos y ciudadanos.
En el caso de los partidos políticos, está demostrado que de “políticos” no tienen casi nada. Carecen de estructura programática, ideológica e institucional, por lo que todas sus actividades son improvisadas, se ve en la selección de candidaturas y en los programas de gobierno que ofrecen. No cumplen con sus funciones sociopolíticas ni a favor suyo ni al resto de la sociedad. Ven a la política como un medio para satisfacer sus intereses personales. Por objetivo sólo tienen uno: acceder a cuotas de poder.
La solución no pasa por sólo “reestructurar” o “refundar” los partidos políticos existentes. Si no hay un cambio en la concepción de categorías políticas básicas (candidatura, ética, capacidad, ideología, idoneidad, institucionalidad, democracia…), si siguen sin contribuir en la formación de sus propios miembros y en la ciudadanía, los partidos actuales —y aquellos que se formen en un futuro— continuarán siendo una de las causas del “sistema” defectuoso.
Con respecto a la ciudadanía, continúa vigente la tendencia al caudillismo, a la creación de “héroes”. Se sigue apostando a la “política personalista”, estrategia inservible e insuficiente para las coyunturas políticas del presente siglo.
Una “imagen” o “figura” es importante para los partidos, pero debe ir acompañada de un plan, una propuesta. Lamentablemente, la ausencia propositiva o programática orilla a partidos y a ciudadanos a fabricar o levantar “salvadores”, que, aunque tengan conocimientos adecuados, se lanzan a la contienda con una inocencia risible, y, al no tener cuerpo o estructura político-partidaria, terminan cayendo estrepitosamente. Creer que ser “tendencia” en redes basta para enfrentar al “sistema” es de una ingenuidad preocupante. No es imposible enfrentarnos al “sistema”, pero debe hacerse con astucia e inteligencia.
Después de décadas magras en donde el sistema político y el poder quedaron en manos de individuos incapaces ética e intelectualmente, lo ideal sería que en las elecciones de agosto apostemos por candidatos competentes con experiencia, idoneidad, integridad y sólida ideología, sobre todo alejada de la izquierda pseudoprogresista del siglo XXI; y también elijamos la propuesta que más se acerque a las necesidades urgentes de Bolivia. Sin embargo, dada la torpeza de la oposición boliviana, nuevamente tendremos que acudir al “voto útil”, pues ningún candidato ni “partido” ha logrado ésa cohesión ideal (platónica-aristotélica) y tampoco han logrado construir una oferta programática factible o convincente en su totalidad.
Para que la conclusión generalizada sea otra, para un mejor sistema político necesitamos adquirir una nueva visión de la política, una que privilegie virtudes, el mérito profesional y personal de quienes pretendan ocupar cargos de poder. Una visión que nos haga elegir autoridades y representantes no porque nos parezcan simpáticos, elocuentes o hayan sido virales en redes, o porque tengan una pertenencia o género específico, sino porque demuestren ser capaces, tener conocimiento sobre lo que realmente significa gobernar.
Como sistema político y como miembros de él, aún nos falta madurar. Sin embargo, el rechazo mayoritario al régimen masista y el interés ciudadano son pasos importantes, no sólo hacia el cambio que tanto ansiamos, sino hacia la libertad tanto económica como política. Quizá en un futuro tengamos instituciones políticas verdaderamente comprometidas con la democracia y como ciudadanía seamos mucho más conscientes.
Mientras lo anterior ocurre, no es momento de centrar nuestra energía en “heroísmos”, en ideas descabelladas o en fanatismos similares al que padecen los miembros del régimen masista. Estamos a punto de materializar su derrocamiento en las urnas. Si queremos un mejor sistema político (también económico y social, por supuesto), impera, pues, que todos —candidatos de oposición y ciudadanos— adoptemos una actitud responsable y vigilante. No olvidemos: en democracia, no hay arma más letal y certera que el voto.
América Yujra Chambi es abogada
[1] Platón. (2013). La República o el Estado. Espasa.
[2] Aristóteles. (2005). Ética a Nicómaco. Alianza.