Por: Adalid Contreras Baspineiro
Son momentos de desequilibrio social los que intensifican la presencia de recursos de la política pop, ya ampliamente legitimada en las rutinas electorales. Su uso fue intenso y extensivo en los inicios de la globalización que agolpó las calles con ejércitos de desocupados y dibujó miradas sin futuros. En este ambiente, los medios comerciales reinventaron propuestas de evasión social a las que se amoldó la política trasladada de las calles a los sets de televisión y cabinas radiofónicas, asumiendo sus lenguajes y su obsesión por el rating.
En nuestros días, en un contexto de profunda incertidumbre por la pandemia y la crisis multidimensional, las ciudadanías se someten a disputas existenciales entre el temor y la esperanza, y la política vuelve a ser jalonada por la levedad y el entretenimiento, en un compadrazgo multimedial de la televisión, las redes sociales y formas de ocupación teatralizada de las calles.
En este escrito analizamos el anclaje de la política en la masividad ganada por afanes de popularidad, en un mundo en el que se instaló la civilización del espectáculo, donde se habla de y se goza con la política, dejando atrás la política de la confrontación programática e ideológica en disputa por el poder.
¿Qué es la política pop?
Para comprender qué es la política pop, establecemos su realización en tres dimensiones: i) en el traslado de la política a los sets de los medios masivos amoldándose a sus lenguajes de infoentretenimiento; ii) en la cultura del espectáculo; y iii) en la ralentización del populismo.
El término, que forma parte ya del argot de la comunicación política, se le atribuye al italiano Gianpiero Mazzoleni, quien argumenta que existe una tendencia a tratar con los cánones de la popularidad a hechos, actores, procesos, acontecimientos y palabras de la política que tradicionalmente se desarrollaban en núcleos especializados, acercándolos a los vericuetos de la vida cotidiana y a los enjambres mediáticos, en un proceso en el que “la política y la cultura popular, la información y el entretenimiento, lo cómico y lo serio, lo real y lo surrealista, se unen en una especie de matrimonio entre la política y la televisión”.
En esta relación, la televisión descubre que la política puede crear nuevas audiencias, otros nichos de mercado y jugosos ingresos, mientras que los políticos se dan cuenta que pueden llegar gustosamente a un amplísimo número de personas en diferentes contextos. Y establecen un acuerdo de mutua conveniencia. El requisito para que esto funcione radica en que los políticos y la política se adapten a la lógica de la masividad, es decir de la popularidad combinada con los gustos, adoptando los lenguajes y estilos de entretenimiento, levedad, sensacionalismo, paternalismo y banalización a los que acuden los medios de comunicación ganados por afanes mercantiles.
De esta manera, la política y los políticos se hacen parte del show, como expresiones de la sociedad del espectáculo, que Vargas Llosa explica en la metamorfosis que sufre la comprensión de la cultura, desde un modelo mal llamado “cultura-culta” elitista, excluyente, erudita expresada en el libro, la pintura, la escultura, la música clásica y la filosofía, hasta la “cultura-mundo” que Lipovetsky establece para describir una cultura global en la que los mercados, la revolución científica y tecnológica trabajan en el eclipse de las fronteras, para hacerse en la denominada cultura de masas con fines de diversión y evasión, acudiendo a recursos en los que predominan la imagen y el sonido por sobre la palabra, la forma sobre el contenido, la estética sobre la ética, y el eslogan por sobre el programa.
Vargas Llosa dice que esta cultura-mundo aborrega al individuo y lo hace reaccionar de manera gregaria en una cultura del entretenimiento con recursos fabricados para la conquista de audiencias, ubicando posiciones de privilegio en el rating, socio principal del mercado, quien fija los valores de la sociedad en la civilización del espectáculo. En estas sociedades la primacía la tiene la diversión, la publicidad se convierte en el elemento ordenador de las conductas sociales y la trivialización gana estatuto estratégico en las campañas electorales.
En este ambiente, la organicidad social se hace con productos culturales fabricados por las industrias de la diversión para hacer olvidar todo aquello que perturba, angustia, convoca, genera criticidad, moviliza y dinamiza la exigibilidad de derechos. Con la masificación del consumo, las sociedades viven momentos de evasión y búsqueda de placer, como escapatorias de las preocupaciones y responsabilidades. Dada esta situación, distintos procesos electorales transcurren sin conocerse las apuestas de sociedad o programas de gobierno, de manera tal que los votos se licúan entre opciones que rebotan entre la simpatía y la antipatía que provocan los candidatos, los líderes y las organizaciones políticas.
Así dadas las cosas, y en línea de coherencia con esta tendencia, el campo político es ocupado por artistas, cantantes, presentadores de televisión, futbolistas, influencers, opinólogos, empresarios y otros personajes populares que son elegidos no tanto por sus aptitudes en la política, sino por su reconocida presencia pública o posicionamiento, eclipsando el lugar y estilos que por siglos habían ocupado los intelectuales, los doctorcitos, los líderes sindicales, los políticos y los referentes éticos de una sociedad, a no ser que éstos se acomoden a los parámetros gustosos del show demostrando sus habilidades para el baile, el canto, la cocina, los deportes y otros menesteres que operan como carnadas para captar votos.
En esta relación, resulta una condición más determinante que los políticos aprendan a hacer política entreteniendo, a que los personajes populares aprendan a hacer política. Por eso los cultores de la política pop dicen que cuando los políticos se presentan joviales, agradables, graciosos, naturales, cotidianos y desacartonados, entonces se hacen gustosos y simpáticos, con lo que la política se convierte en pop de popularidad, lo que, en sus concepciones, equivale a votos.
Precisando el traslado de la política a estas medialidades, en su extraordinaria obra La política pop, de los líderes políticos a los telepresidentes, Adriana Amado, politóloga argentina, dice que los dirigentes contemporáneos son hijos de la cultura pop basada en los estilos audiovisuales, el entretenimiento, el culto a la celebridad, el melodrama en la política, la metáfora del superhéroe y la primacía del consumismo, fabricando presidentes celebrities.
Esta reflexión lleva a la consideración de otro referente de la cultura pop: el populismo que, en su acepción más general se refiere a la tendencia política que pretende atraerse a las clases populares. No es nuestro propósito entrar en disquisiciones conceptuales sobre el populismo, pero es menester aclarar que en la cultura pop no rigen las concepciones que lo consideran una ideología que opone pueblos a élites con insurgencias sociales en la perspectiva de transformación del bloque histórico de poder. Tampoco se explica en los regímenes nacionalistas que proponen el desarrollo industrial con sustitución de importaciones. Por el contrario, su realización se produce en su sentido peyorativo que enfatiza en los liderazgos caudillistas, así como en el sentido degradante que sugiere Ralf Dahrendorf, al identificar populismo con demagogia.
De este modo, la política pop se conecta con el populismo sin ser lo mismo, apuntando a una relación íntima entre líder y medios, donde como dice Adriana Amado “el político es mensaje y medio simultáneamente, en procesos de pop-ulismo, con dirigentes que se valen de la gramática del espectáculo del entretenimiento –y el culto a las celebridades– para potenciar su liderazgo figurativamente heroico”.
En definitiva, la combinación entre el poder de la imagen y la personalización de los liderazgos en la política cambia las formas de comunicación y las dinámicas de las organizaciones políticas. Se sacrifica el valor de las ideologías y de las militancias a cambio del espectáculo. El fin principal de la política ya no parece ser la construcción de formas de poder, sino la atracción de electores, el posicionamiento de líderes que asemejan superhéroes más que conductores políticos, o el sostenimiento del posicionamiento de los poderes en sistemas de campaña publicitaria permanente.
Cerrando este punto, digamos que la política pop se explica en el politainment, anglicismo compuesto por la politic o política y el entertainment o entretenimiento, por lo que se podría asumir que se trata de un quehacer de la política siguiendo las reglas del espectáculo y la popularidad.
De la comedia al tik tok
Aunque el mismo Mazzoleni propone el término política pop por la adaptación de la política a los lenguajes de entretenimiento de la televisión, con acierto reconoce que tenía ya sus formas de expresión en la civilización greco romana, con su representación en la comedia y la tragedia, abordando teatralmente problemas de la democracia y de la vida en las polis. Por ello afirma que la política hereda una insoslayable dimensión teatral con puestas en escena de hechos, actores y contextos con los que se identifican las poblaciones, dejando sentado que una proxémica y una kinésica se extraen de la farándula, logrando que la política se comunique en clave popular, asequible, cotidiana, de fácil apropiación y que permite el involucramiento sentipensante ciudadano.
Las calles de nuestros países, ahora con el acompañamiento en vivo y tiempo real de los medios masivos y el internet, están pobladas de candidatos en relaciones paternales con vendedoras en los mercados; o se los ve oficiando de enfermeros en carpas que colocan en los barrios para hacer presencia preocupada en un contexto de coronavirus; juegan fútbol, bailan, cantan, bromean, circulan en bicicletas; como arlequines, con sombreritos de copa alta y los colores de sus organizaciones acompañados por infaltables batucadas recorren en patota festiva calles y avenidas; o en poses de sonrisa kolynos que ahora no se aprecian por los barbijos que cubren sus rostros encabezan bulliciosas caravanas.
Las variantes a esta rutina son cada vez más creativas y acompañadas de mensajes que buscan operar como moralejas. Sus expresiones son múltiples. Hace años, un candidato tenía su par en un peluche vestido de conejo cuy que caminaba siempre a su lado, robándose la atención y el cariño de los transeúntes, para transferírselos cargados de simpatía a su líder. En otra simbolización de valores, como la determinación con decisión, una candidata escaló los senderos escarpados de una montaña de nieves eternas, esperando contagiarse su ajayu (alma, espíritu, energía cósmica). En un ambiente de incertidumbres, otro candidato, sexagenario, en una demostración de los liderazgos sin miedos y sin barreras se lanzó en rápel desde la azotea de un edificio de 19 pisos. Llegó a tierra pálido y tembloroso, pero seguro de haber hecho noticia, haber demostrado que sí se puede y convencido de haber sumado simpatizantes, como es el fin de estos procedimientos contemporáneos de teatralización.
Siendo esta la dinámica de la acción política, Vargas Llosa alerta que, a la par, en la civilización del espectáculo el periodismo sufre mutaciones porque adopta formas de infoentretenimiento caracterizado por rebuscar notas de la farándula, de la primicia y del escándalo, asumiendo que los grandes públicos no tendrían en su perspectiva el bien común, sino la necesidad de olvidar los problemas que los acosan. Y entonces, con sistemas de información talk show de ropaje ligero y periodistas danzarines, acudiendo a titulares de noticias, testimonios, publicidad y salpicaduras de información, se lanzan a la búsqueda de complicidades con las audiencias.
Las programaciones de los medios masivos están llenas de espacios en los que los candidatos hablan de sus intimidades, cocinan, cantan, recitan, bailan, disputan juegos de mesa, confrontan conocimientos generales y, de paso, al final, como complemento porque los tiempos en televisión son fatales, alcanzan a mostrar un pantallazo de sus programas. Son programas de alto rating, preparados con esmero por sus productores para “humanizar” a sus entrevistados. En uno de estos programas, mientras prepara el desayuno, le otorgaron al candidato 5 segundos para responder lo siguiente: nombre 3 redes nacionales de televisión; para pasar de inmediato a indagar: ¿comunismo o socialismo? y rematar con ¿cuántas veces fuimos al mundial de fútbol? Luego las habilidades para el baile y ya, al final, a modo de despedida, 30 segundos para exponer los puntos centrales de su propuesta.
Son programas de alto rating para los que los candidatos se preparan buscando no aparecer impostados. Unos saben improvisar, otros no tanto. Unos gozan los programas, otros los sufren. Las personalidades histriónicas encajan perfectamente en el formato y lo amenizan. Las personalidades formales parecen no tener cabida, se los juzga como que no sirven para hacer política. Han cambiado los parámetros, se han modificado los libretos sobre el quehacer de la política y de los políticos. Los planteamientos y programas no cuentan, valen las habilidades. No se avizoran ideologías, las apreciaciones están hechas de empatías con simpatía.
Si con los griegos era el teatro, con los inicios de la globalización la televisión, y luego la recuperación de las calles con escenificaciones de espectacularidad, ahora la política pop se escenifica en versión online donde los algoritmos han construido tronos en los que el meme es el rey y el príncipe es el tik tok. No estoy seguro que esto funcione así, pero se ha asumido que estos recursos son símbolos de las juventudes de hoy, particularmente de las clases medias y, por eso, los candidatos se empeñan en mostrarse con looks de atuendos, peinados, poses y expresiones juveniles.
La política pop se ha vuelto flexible y condescendiente con la definición de las juventudes. La OMS asume como jóvenes a quienes están comprendidos entre los 18 y los 25 años; y flexibiliza la noción del adulto joven a los comprendidos entre los 26 y 30 años. Por su parte, la política pop, con una concesional actitud caritativa, pone en el escenario jóvenes de 40 y hasta de 50 años, con el justificativo que la juventud no es cuestión de edad, sino de actitud y, sumamos de apariencia, por los esfuerzos que algunos candidatos hacen con sus camisetas apretadas y logos rockeros, sus zapatos de tenis, sus aretes y sus jeans, pretendiendo exhumar juventud para ganarse empatías de apariencia con los realmente jóvenes.
Aunque, se debe reconocer, el prototipo ideal es aquel que tiene capacidad de ubicuidad, es decir que es joven con los jóvenes, maduro con los mayores, festivo con los danzantes, formal con los intelectuales, de ropaje típico en su relación con los pueblos indígenas, vestido de corbata en los actos formales, deportista en las maratónicas caminatas y picaditas futboleras. Los liderazgos de la política pop tienen algo de transformers, más cuando sus discursos rayan en el centro de los consensos, alejándose de los extremos de las posiciones encontradas.
El sentido discursivo en las redes sociales es raro, porque tanto memes como tik tok no se encasillan en los cánones tradicionales de la normalidad, sino que por el contrario buscan sorprender, desubicar y desencajar antes que mostrar certezas. En uno de nuestros países un líder indígena toca saxo al ritmo de una música moderna bien bailada por su compañera. Cosecha adhesiones por su apertura social y también detractores por su descentramiento de lo originario. En otro de nuestros países una autoridad escucha música mientras escribe en su escritorio burocrático y de repente, ganado por la nostalgia, se para y baila rítmicamente la contagiosa melodía. Unos la bailan también y otros la condenan. Nuevos cánones valóricos redefinen los sentidos de la popularidad, y de la política. Los likes son los indicadores y la producción no controlada pero empeñosa de nuevos productos por parte de quién sabe quién, son una expresión de complicidades, o de detracciones, en peligrosos juegos de un descontrol comunicativo que engrosa los ya obesos almacenes de fake news.
Como sabemos, las redes sociales operan como burbujas de casi-comunicación que acogen el protagonismo indiscriminado de quienes se conectan en sus celulares o portátiles, para hacerse partícipes de sistemas que conectan pero que no necesariamente comunican en sus autocomplacientes cajas de resonancia. En estos espacios se desarrolla una lógica de “política like”, en la que se persigue que los políticos protagonicen la experiencia de lograr los sitios o enlaces más visitados. El “dame un like” se ha convertido en la forma anticipatoria del compromiso personal con el voto, o en la representación melliza de la tendencia captada por las encuestas.
Con estas formas de comunicación política, la ironía, eje de la política pop, viaja empaquetada en pequeños productos por cables submarinos, ondas sin cable, fibra óptica, aire, mar y tierra que circulan en serie y en tiempo real, demostrando que la representación multimedial se refiere cada vez menos a la información y cada vez más a la industria del entretenimiento. Los estrategas han establecido que los ciudadanos se involucran y se acercan a la política por los caminos del espectáculo, haciéndose partícipes de debates y espacios a los que no tenía acceso. Se ha comprobado que la sintonía con los gustos y los intereses inmediato es fundamental. Lo que es difícil de explicar es que la forma contemporánea expedita de ganar fama, y de seducir votantes, sea convertirse en político pop.
Las empatías que generan estas formas de política pop se filtran por la identificación con simpatía, situación que sirve como pasaporte para prestarle al candidato valores subliminales no siempre ciertos, ni socialmente válidos, pero que cobran estatuto de verdad en afirmaciones tales como “será un payaso, pero trabaja como pocos”; o en imaginarios bien intencionados: “tan sencillo que es, y con tres doctorados”; o permisividades como “será un corrupto, pero hace obras”.
La política pop se recrea permanentemente en la naturaleza de cuanto medio aparezca, favorecida porque vivimos la era de la imagen y la sociedad del espectáculo, que se entronizan en contextos de crisis extrema como los que vivimos con la pandemia. El espectáculo y la farandulización se han tomado la política en los medios, en las redes y en las calles, porque se sabe que representan audiencia y esto significa ingresos publicitarios, por su parte, los políticos saben que la popularidad que les da la comedia, los talk shows, los rápels y los tik toks, significan votos.
La política pop en debate
La política pop está sometida a una intensa crítica, argumentándose que el estate craft (arte de gobernar) se transforma en stage craft (arte de la puesta en escena), con lo que se convertiría en un recurso de trivialización, banalización o farandulización de la política siguiendo los códigos del espectáculo para obnubilar y alienar voluntades.
En la vereda del frente de estos cuestionamientos, Mazzoleni afirma que no se trata de una banalización de la política, sino de la adaptación del lenguaje político al lenguaje mediático, poniéndose los políticos al nivel de la gente en su vida cotidiana, y de la política articulándose con sus gustos y con sus necesidades inmediatas.
Lo que pasa es que la política pop se desenvuelve en el mundo de las apariencias, no en el mundo real, en la medida que no sintoniza con aquella realidad que Kosik define como la unidad del fenómeno y la esencia. La política pop se queda en la superficie y no penetra los intersticios de las estructuras sociales, cuyos recorridos se hacen de la mano de las ideologías.
Así mismo, la política pop camina tomada de la mano de lo grotesco entendido por Foucault como un espacio disruptivo de la normalidad que ejercen las maquinarias del poder y su visión totalitaria del mundo. Así, la política pop es una osadía inventiva que acentúa los aspectos extravagantes de la realidad, deformándola y monopolizándola en los vértices del gusto, que al mirarse desde la implosiones sociales y culturales se convierten en una ruptura de lo convencional y en la legitimación de lo irregular, burlesco, absurdo.
La política pop está en debate y su presencia en los procesos electorales, e incluso en algunas gestiones gubernamentales, es creciente. Se aviva con las situaciones de crisis y se proclama contemporánea de la civilización del espectáculo. Entre tanto este debate encuentre salidas, la realidad nos está demostrando que los dispositivos a los que acude la política pop, mediados por el gusto y asentados en la popularidad, son una efectiva fórmula para captar votos. También nos demuestra que pero no por ello aportan a generar protagonismos ciudadanos en favor de la democracia, sino que por el contrario, desgarrando su corazón ético la debilitan, entretenidamente, es cierto, por lo que sigue siendo tarea pendiente el desafío planteado por Bertold Brecht: “hacer interesantes los intereses”.
Adalid Contreras es sociólogo y comunicólogo boliviano, experto en estrategias de comunicación