América Yujra Chambi
El 3 de noviembre de 1774, Edmund Burke profirió un interesante discurso a los electores de Bristol. Uno de sus fragmentos más interesantes es el siguiente:
“El parlamento no es un congreso de embajadores que defienden intereses distintos y hostiles, intereses que cada uno de sus miembros debe sostener, como agente y abogado, contra otros agentes y abogados, sino una asamblea deliberante de una nación con un interés: el de la totalidad; donde deben guiar no los intereses y prejuicios locales, sino el bien general que resulta de la razón general del todo”.
Burke no pudo ser más claro. Quienes son parte de un parlamento —los representantes— tienen tareas y responsabilidades más allá de las suyas propias. Con ello, ¿qué es lo que deben hacer nuestros representantes?, ¿qué es lo que realmente hacen?, ¿nos está permitido ordenarles cómo actuar o qué afectos tener?, ¿es posible que puedan coincidir en algunos temas, dejando de lado ideologías, colores y rencores?
Para responder a esas preguntas es necesario entender qué es la representación. Parafraseando a la política teórica Hanna Pitkin, diré que es el derecho que adquiere una persona —a través de un acto específico (elección)— para actuar por y en nombre de otros, bajo condiciones legales y temporales. En su The Concept of Representation, Pitkin estableció cinco dimensiones: como autorización, como responsabilidad, como un espejo, como una identificación simbólica y como actuar por otro en obediencia a un mandato imperativo.
Las primeras dimensiones están presentes en todos los regímenes democráticos representativos. Sin embargo, gran parte de la teoría política rechaza la última porque hace referencia a una obediencia ciega, pues no es posible considerar a los parlamentarios como simples ejecutores del deseo popular (cualquiera fuere éste), mucho menos individual de su elector.
A su modo, Burke también rechazó el «mandato imperativo». Subrayó que, si bien un representante debe tomar en cuenta la opinión de sus representados, sus actos dentro del parlamento deben ser dirigidos por la razón y el juicio, no solamente por su propia voluntad o la de otros.
Giovanni Sartori compartió ese criterio y señaló que la representación tiene tres aristas: receptividad (escuchar las demandas del electorado), rendición de cuentas (representantes son responsables de sus actos) y remoción (posibilidad de destitución). La estabilidad del sistema democrático representativo depende de encontrar (y aplicar) equilibrio entre responsabilidad y receptividad.
Resumiendo, el representante tiene cierto grado de independencia de sus representados, pero no puede soslayar lo que el conjunto de ellos requiere o necesita. Si sólo hiciese lo que sus representados piden o exigen, puede tomar decisiones contrarias al interés colectivo, a las leyes e incluso al buen juicio. Si sólo toma en cuenta sus intereses personales o partidarios, no actuará responsablemente, perderá legitimidad frente a sus electores y mermará la estabilidad democrática.
Nuestra Asamblea Legislativa Plurinacional está conformada por senadores y diputados cuya representación fue autorizada en una elección; están sujetos a la Constitución y las leyes vigentes; fueron habilitados y elegidos por criterios demográficos, género y plurinacionalidad; se agruparon en partidos y los votamos (o al menos debería ser así) por afinidad ideológica o política; y, dado que no todos los bolivianos podemos ingresar al hemiciclo legislativo para expresar nuestros intereses, todos ellos actúan por nosotros.
El problema reside en que los asambleístas anteponen sus intereses individuales y partidarios, olvidando las necesidades y urgencias del país. Pese a que, en 2019, la ciudadanía dio mensajes claros a la clase política (respeten las reglas democráticas y respondan al conjunto del país, no a las angurrias de poder de un tirano destructor del Estado de Derecho), ésta continúa actuando sin buscar el equilibrio que explicó Sartori.
La Asamblea Legislativa, que debería ser un lugar de debates, consensos, discusión de ideas y soluciones a los problemas más apremiantes de la ciudadanía, ha sido convertida en un escenario de luchas pugilísticas y ataques verbales ignominiosos (además de soporíferos) a mansalva.
En noviembre de 2021, golpes y arañazos entre los diputados Héctor Arce (MAS “evista”) y Tatiana Añez (Creemos). Durante la primera interpelación al ministro Eduardo Del Castillo, los contendientes fueron Henry Montero (Creemos), Antonio Gabriel Choque (MAS), Gloria Callisaya (MAS) y Tatiana Añez (Creemos). En noviembre de 2022, Rolando Cuéllar (MAS “arcista”) relató así su encuentro con Gualberto Arispe (MAS “evista”): “Cuando salí de mi conferencia de prensa, Arispe vino y directamente me brincó y, bueno, yo también me defendí. Nos agarramos a puñetes”.
Este 2023 tampoco faltaron los espectáculos de empujones, puñetes y jalones de cabello. En abril, durante la aprobación de la Ley del Oro, Miguel Roca (Comunidad Ciudadana) y Jerjes Mercado (MAS “arcista”) fueron los protagonistas. Un mes después, durante otra interpelación a Del Castillo, fue el turno de diputadas masistas y opositoras.
Los actos de vergüenza y escándalo de los asambleístas, mal llamados representantes nuestros, no quedan sólo en golpes físicos. En lugar de informar de sus actividades legislativas, diputados y senadores —principalmente masistas— utilizan las conferencias de prensa para enviarse “cordiales” mensajes. Se acusan de traidores, corruptos y mentirosos; incluso se hacen bonitos regalos como “escobas” para limpiar a quienes “tranzaron con la derecha” o el “bozal” para Iván Lima.
Con todas esas desfachatadas acciones, ¿a quiénes representan los asambleístas masistas? Queda claro que a sus propios intereses y a quienes consideran “líderes”: Evo Morales y Luis Arce. Pero al pueblo, a la ciudadanía que los eligió, no.
Los asambleístas de oposición se mantienen casi inertes cuando la mayoría de sus colegas prefieren entablar esa ridícula contienda entre “evistas” y “arcistas” antes que aprobar las leyes y ejecutar las actividades legislativas de elevada prioridad.
Por ejemplo, la elección del contralor del Estado lleva un año estancada por “falta de consensos”. Una institución tan importante para la transparencia del manejo público carece de cabeza titular. Claro, el “gobierno de la industrialización”, cuyos miembros vienen encubriendo la corrupción desde hace de 17 años, no quiere que se perjudique su modus vivendi.
Empero, sí logran consensos para apurar proyectos mordazas como el No. 280 de Fortalecimiento de Ganancias Ilícitas, el No. 305 de Cumplimiento de Compromisos Internacionales en materia de Derechos Humanos, o para aprobar presupuestos destinados a un servicio de refrigerio con salteñas de Bs. 12 o a las “medallas al honor” que lucieron el 6 de agosto de 2022 (cuyo costo total ascendió a 10.000 dólares).
Sin duda alguna, los actuales asambleístas desconocen los criterios desarrollados por Burke, Pitkin y Sartori: representación racional y responsable del conjunto ciudadano; sin anteponer deseos o intereses personales, mucho menos partidarios. Carecen de voluntad política y buen juicio.
La representación política está siendo entendida erróneamente por representantes y representados. En un país tan polarizado y con el rencor a flor de piel como el nuestro, los electores rechazan efusivamente que haya coincidencia entre “sus representantes” y su oposición; pero aplauden que los confronten, incluso a golpes
Ya es hora que representados y representantes entendamos que la representación sólo podrá reconstruir y fortalecer nuestra democracia si se consideran la pluralidad de voces, posiciones y propuestas dirigidas al conjunto de sociedad boliviana. Tal cual dijo Burke, los asambleístas deben despojarse de cualquier interés personal o de partido, ajeno a la colectividad, y trabajar por el país. Pensar y actuar en contrario es caer en lo irracional y lo antidemocrático.
América Yujra Chambi es abogada.