Las elecciones son un método democrático (por excelencia) para designar a los representantes del pueblo. Dicho de otro modo, son el único mecanismo que permite la conformación de un gobierno y la legitimación de la democracia representativa.
¿Cómo deben ser ésas elecciones? La Convención Americana de Derechos Humanos[1] señala que son “periódicas auténticas, realizadas por sufragio universal e igual y por voto secreto que garantice la libre expresión de la voluntad de los electores”. La Carta Democrática Interamericana[2] añade otras cualidades: “libres, justas, expresión de la soberanía del pueblo”, y apunta a las elecciones como garantía para la democracia.
En consecuencia, las autoridades encargadas para convocar, organizar y ejecutar los procesos electorales deben actuar diligente, imparcial e independientemente, de acuerdo a los tiempos y las formas que la Constitución y las leyes establecen.
Dentro del Derecho Electoral se conocen cinco sistemas de organización electoral: 1) administrativo: a cargo de funcionarios del Órgano Ejecutivo; 2) político: dirigido por partidos o agrupaciones políticas; 3) legislativo: mediante comisiones integradas por parlamentarios; 4) judicial: a cargo de funcionarios de la judicatura; 5) mixto: conformado por uno o más de los anteriores.
Viendo las circunstancias y coyunturas democráticas actuales (principalmente en Latinoamérica) podemos afirmar que se ha impuesto un sexto sistema: especializado, conformado por tribunales y autoridades que desempeñan funciones electorales de forma exclusiva. En algunos países —el nuestro, por ejemplo— se los reconoce como un poder u órgano de Estado.
Dada la trascendencia que las elecciones tienen en la democracia, se exige a los tribunales y autoridades electorales actuar y decidir aplicando principios específicos: autonomía, certeza, definitividad e independencia.
Un ente electoral autónomo es un poder que tiene libertad de actuación dentro de un espacio delimitado por sus competencias; espacio que no deberá traspasar y al que otros poderes no podrán ingresar. Para esto, el Órgano Electoral tendrá los medios o mecanismos suficientes para realizar sus actividades, sin depender de otros.
La autonomía implica administración de recursos, organización interna y emisión de reglamentos o normativa propia; también comprende el reconocimiento del ente electoral como la máxima autoridad en dicha materia, quedando prohibida toda intervención de otros órganos, más aún cuando éstos intenten modificar o eliminar sus decisiones.
Cuando un sistema electoral funciona (los procesos electorales se realizan y sus resultados se cumplen sin contratiempos) puede decirse que hay certeza. Las tipologías democráticas (participativa, representativa, directa) se materializan tal cual mandan las normas electorales y la Constitución.
Por definitividad —o preclusión— se entiende que toda etapa, actividad o determinación emitida por los entes electorales deben desarrollarse según el procedimiento establecido. Su conclusión efectiva y objetiva no puede ser modificada, suspendida, revisada, mucho menos anulada por cualquier otro poder externo.
El principio de independencia existe cuando las autoridades electorales cumplen sus atribuciones sin la intromisión (directa o indirecta), orden o presión de otro órgano; de lo contrario, las funciones electorales medulares (garantizar el sistema democrático de gobierno y el ejercicio de los derechos políticos) serían irrealizables.
En nuestro país, tanto la Constitución como las leyes electorales recogen los criterios esbozados supra. La Constitución (artículo 208 par. I) establece que el Tribunal Supremo Electoral (TSE) “es el responsable de organizar, administrar y ejecutar los procesos electorales”. La Ley No. 018 (Ley del Órgano Electoral), en su artículo 5, reconoce la exclusividad de la función electoral “en todo el territorio nacional y en los asientos electorales ubicados en el exterior, a fin de garantizar el ejercicio pleno y complementario de la democracia directa y participativa, la representativa y la comunitaria”.
Al respecto de la condición de “autoridad suprema electoral”, la citada ley es contundente: “Las decisiones del TSE, en materia electoral, son de cumplimiento obligatorio, inapelables e irreversibles, excepto en los asuntos que correspondan al ámbito de la jurisdicción y competencia del Tribunal Constitucional Plurinacional” (artículo 11 par. II).
En cuanto a los principios de autonomía, independencia y certeza, la Ley No. 018 los incluye en su artículo 4. El de preclusión o definitividad se encuentra en los artículos 2 (inciso k) y 190 de la Ley de Régimen Electoral (No. 026).
Los actuales mandatos ejecutivos y legislativos concluyen el próximo 8 de noviembre; por tanto, las elecciones generales deben celebrarse con la debida antelación. El TSE tiene la atribución exclusiva de dirigir todo el proceso electivo y la responsabilidad de que éste se concrete sin demoras. La Constitución y las leyes electorales le otorgan las herramientas suficientes para que ello ocurra. Pero parece que las autoridades electorales no lo entienden así.
Dos hechos demuestran el titubeo y extravío del TSE. El primero: el acuerdo suscrito con el Tribunal Constitucional Plurinacional (TCP), incluidos los magistrados autoprorrogados. El segundo: hace algunos días, los vocales Tahuichi Tahuichi y Óscar Hassenteufel hicieron conocer la decisión del TSE de convocar a un nuevo “encuentro” multipartidario e interinstitucional para “garantizar las elecciones generales”.
El TSE le teme al TCP, al MAS y sus facciones. Por todo lo que pasó con las elecciones judiciales, quizá su miedo está justificado; pero una reunión con los personajes que han menoscabado sistemáticamente la independencia del Órgano Judicial —algo así como un encuentro entre víctima y victimario— no parece viable. Tampoco suena lógico “firmar un acuerdo para cumplir la Constitución y las leyes” cuando esto es un deber implícito para instituciones, actores políticos y ciudadanos.
A diferencia de las elecciones judiciales, las generales no dependen de subjetividades, requisitos abstractos y evaluaciones. La Constitución establece gran parte de los lineamientos de éste proceso electoral; en base a ella se han elaborado las leyes electorales que actualmente tienen presunción de constitucionalidad. Mismo tratamiento tendrán las resoluciones que el TSE emitirá en Sala Plena. Los requisitos generales, las causales de prohibición, inelegibilidad e incompatibilidad, así como la planificación de las elecciones no pueden ser puestas a consideración del TCP para que las revise o modifique. Todo por dos simples razones: el TCP no tiene poder para reformar la Constitución ni tiene competencia para determinar cómo y cuándo se celebrará un proceso electoral.
Hasta la fecha, se realizaron dos “encuentros por la democracia”. El primero —donde se eliminaron las elecciones primarias— fue en julio de 2024; el segundo —“para garantizar las elecciones judiciales” —, en noviembre del mismo año. Sobra decir que ninguno obtuvo la incidencia esperada.
Al convocar “cumbres” o “reuniones”, probablemente el TSE intenta adelantarse a las contingencias que puedan suceder. Empero, su rebato lo muestra como una institución vulnerable, endeble, indecisa, temerosa; le quita solidez e integridad. Y éstos rasgos desfavorables no hacen más que incrementar la duda sobre el proceso electoral de agosto próximo.
He aquí mi respuesta a la pregunta que abre éste texto: no, el TSE no necesita ningún blindaje externo para realizar las elecciones generales. Basta con que obedezcan a la Constitución y las leyes electorales y los principios, valores y postulados que éstas contienen.
Es imperativo que las instituciones y poderes del Estado recuperen su independencia e institucionalidad; una vía es hacerlo desde adentro. Señores vocales del TSE, actúen con templanza, decisión y mayor contundencia. Dejen de bajar la cabeza ante el régimen, dejen de ser condescendientes con el partido de turno, dejen de validar lo anticonstitucional. Cumplan y hagan cumplir las leyes electorales. Y, ante todo, respeten la institución que representan. Ése es el único blindaje que la democracia les demanda.
[1] CADH o Pacto de San José de Costa Rica, artículo 23.
[2] Aprobada en 2001, véase su artículo 3.
América Yujra Chambi es abogada.