América Yujra Chambi
“(…) la asombrosa capacidad de la gente (…) para acostumbrarse a todo, lo bueno y lo malo, con un poder de recuperación que quizás sea la fórmula más cruel de la temeridad. La mayor parte no parecía consciente de vivir en una ciudad que fue siempre la más bella, la más activa, la más hospitalaria del país, y que en aquellos años se había convertido en una de las más peligrosas del mundo”[1].
El fragmento que comienza éste artículo fue escrito por Gabriel García Márquez, en 1996. A través de ésas palabras, describió la dinámica social que vivió Medellín durante la etapa más cruenta de Colombia. Casi tres décadas después, la verdad y el horror que transmite el texto de Gabo conserva su versatilidad y retrata lo que ahora viven muchas ciudades de nuestro continente.
Una de ellas es Río de Janeiro, conocida —entre otras cosas— por sus favelas. Tras su paisaje colorido y siempre festivo se esconde un territorio sumido en una criminalidad lacerante, que decide el ritmo de la vida de quienes lo habitan.
Vías desiertas, buses públicos convertidos en fierros retorcidos, cenizas de barricadas, drones enfrentándose a helicópteros, francotiradores policiales y civiles, cadáveres expuestos en plazas y calles… Las favelas Penha y Alemão en Río convertidas en escenario de guerra; una guerra poco convencional y con un ganador ya establecido desde finales de los años 70 del pasado siglo: el poderoso e impune Comando Vermelho (CV).
En un confuso operativo —con objetivos subrepticios más políticos que policiales— denominado “Operación Contención”, el gobernador Claudio Castro pretendió neutralizar al CV. 2500 policías tenían la misión de ejecutar 100 aprehensiones. Los miembros del grupo criminal los esperaron armados y desataron un caos no visto antes.
Además del luctuoso saldo (más de 130 muertos) y el horror visto en la gente que intentaba retomar la rara normalidad en un territorio dominado por un grupo narcoterrorista, la operación de Castro evidenció dos verdades devastadoras. Primera, la capacidad bélica del CV, desde métodos rudimentarios (barricadas callejeras) hasta tecnológicos (drones con explosivos). Segunda, la debilidad —o permisividad— del poder político frente al crimen organizado que, dicho sea de paso, además de haber expandido su presencia territorial, se ha convertido en un poder paralelo.
¿Cómo se llegó a un escenario tan peligroso? Para responder a ésta pregunta es necesario revisar la historia del CV. Surgió en 1979 dentro de una cárcel de Río. Una alianza entre presos comunes y políticos de “izquierda” para protegerse de un sistema carcelario (propio de una dictadura militar) se convirtió en un grupo narcocriminal que opera dentro y fuera de las cárceles brasileñas. En la actualidad, el CV controla todas las favelas de Río de Janeiro. De acuerdo al informe de la ONG Insight Crime, tiene miembros operativos en varias cárceles de Brasil y obtiene grandes cantidades de droga de Colombia y Bolivia.
Otra organización criminal poderosa es el Primer Comando de la Capital (PCC). Conformada en 1993, también dentro de una cárcel de Sao Paulo. Tiene bajo su control barrios periféricos, zonas rurales, cárceles; y varios miembros insertos en países limítrofes que operan como nexos transnacionales con grupos narcos pequeños de Paraguay, Perú, Uruguay y Bolivia.
Aunque no se evidencia una participación directa de autoridades de gobierno (nacional y/o federal) dentro de la estructura del CV o del PCC, la larga vida que gozan ambas organizaciones criminales se debe a la corrupción presente en todos los niveles del Estado (judicial, policial, gubernamental) y en los gobiernos de antaño y actuales. Junto a la negligencia política y la normalización del narcotráfico dentro de la dinámica social, Brasil fue desfigurando su democracia, acomodándola a los designios de las organizaciones criminales. Todo un terreno fértil para el surgimiento de una narcocracia.
La narcocracia es narcotráfico convertido en poder con trascendencia en lo político. Es crimen organizado que infecta los territorios de inseguridad, que se infiltra en las instituciones estatales. Coopta partidos políticos, jueces, fiscales, policías. Los Estados ya no se manejan con una lógica de legalidad o institucionalidad —en parte, porque éstas son casi inexistentes—, sino por intereses ilícitos. Bajo éste modelo, los Estados ya no combaten el narcotráfico, conviven con él, y obligan a su población a normalizar la criminalidad.
Además de la corrupción institucional generada por jueces, fiscales, policías y otras autoridades que actúan favoreciendo a los grupos narcocriminales; las narcocracias tienen un rasgo inequívoco y poco disimulable: el establecimiento de una economía paralela, basada netamente en los ingresos del narcotráfico, ya sea por producción, comercialización o tránsito.
Aún dadas ésas características, la narcocracia puede entenderse desde dos perspectivas. 1) Un sistema democrático fallido, donde las organizaciones criminales ejercen poder e influencia sobre las instituciones públicas, espacios territoriales, con la complicidad de autoridades gubernamentales. 2) Un Estado autocrático que se vale del narcotráfico para obtener réditos económicos y ejercer mayor violencia sobre la sociedad. Aquí la participación de las autoridades o las cúpulas del régimen es directa, es decir, forman parte de dichas organizaciones tanto en la toma de decisiones como en su estructura interna.
Con todo, los grupos narcocriminales se han convertido en actores políticos. Ya no se trata simplemente de producción o tráfico de drogas; son organizaciones narcoterroristas que se infiltran en instituciones, gobiernan territorios e inciden en la economía nacional. En América Latina tenemos ejemplos para ambas formas de narcocracia. Brasil lo es de la primera; mientras que Venezuela se ajusta al segundo modelo.
Los antecedentes de una conformación estatal vinculada al narcotráfico nos remontan al comienzo del régimen autocrático que tiene secuestrada a Venezuela. Durante el gobierno de Hugo Chávez, zonas fronterizas (Zulia y Apure) prescindieron del control militar, lo que permitió que redes criminales se asentasen y el tráfico de drogas se realice sin obstáculos.
Cuando Nicolás Maduro tomó el relevo de su mentor, la protección al narcotráfico alcanzó otro nivel. Miembros de su dictadura fueron integrándose a grupos criminales para finalmente conformar el denominado “Cártel de los Soles”. Altos mandos civiles, militares y paramilitares del régimen madurista integran ésta organización narcocriminal. Destacan, por ejemplo, Vladimir Padrino López, ministro de justicia; Diosdado Cabello, brazo derecho de Maduro; militares de alto rango como Hugo Carvajal.
Según varios informes de investigación —ONG Transparencia Venezuela, Organised Crime and Corruption Reporting Proyect (OCCRP)— el régimen de Maduro consolidó a las fronteras venezolanas en territorios de tránsito para el envío de droga a Estados Unidos y Europa. Asimismo, facilita vuelos, pistas de aterrizaje y transporte marítimo a organizaciones criminales transnacionales.
Adicionalmente, y ante la crisis de la industria petrolera y las sanciones económicas extranjeras, Maduro convirtió al narcotráfico en su financiador económico. De acuerdo a los informes citados y otros elaborados por la inteligencia norteamericana, se reporta una salida anual de al menos 350 toneladas de cocaína, con un valor aproximado de 8,750 millones de dólares.
Casi paralelamente, surgió otra organización criminal denominada “Tren de Aragua”, que tiene protección de la dictadura venezolana y vínculos con el Comando Vermelho. Por su parte, el cártel de Maduro también cuenta con apoyo de guerrillas colombianas (algunas disidencias de la FARC o ELN).
Como podemos ver, la narcocracia venezolana funciona a través de grupos criminales surgidos desde el poder. Por eso, el régimen madurista es una amenaza para la seguridad y la estabilidad de las democracias sudamericanas.
Así pues, el despliegue militar de la Administración Trump en las costas del Caribe para controlar las rutas marítimas usadas por los narcocriminales adquiere una importancia capital. Si bien es probable que el objetivo inicial de Trump haya sido netamente geopolítico —una demostración de presencia en el continente, dedicada a China— el operativo puede —y debería— impulsar una lucha transnacional verdadera y efectiva contra el narcoterrorismo latinoamericano. Tarea pendiente para casi todos los países de nuestra región.
Desde que el régimen masista expulsara a la DEA en 2008, la lucha contra el narcotráfico en Bolivia ha sido nula. La expansión de los cultivos ilegales en zonas no tradicionales ha permitido el aumento de la producción de cocaína. Junto a ello, la permisibilidad y cobijo estatal que tanto Evo Morales como Luis Arce dieron a narcotraficantes ligados al PCC y el CV, han hecho posible que nuestro país se convierta en un lugar de producción y tránsito. Pero también en un centro de operaciones del PCC, dado que este peligroso grupo criminal utiliza nuestras zonas fronterizas para comercialización y exportación. Todo esto ha decantado en la proliferación de otros delitos relacionados al narcotráfico, como lavado de dinero (con empresas inmobiliarias) y asesinatos por encargo (presencia de sicarios en Santa Cruz, Beni). Incluso, según datos del Ministerio Público de Sao Paulo, nuestro país es el tercero con mayor presencia de miembros del PCC.
La narcocracia en Bolivia tiene atisbos de ambos modelos: es permisiva, carece de voluntad política en las autoridades llamadas por ley a combatir el narcotráfico. Es, además, omisiva, sin políticas criminales idóneas. Aunque en un grado menos siniestro que el brasileño, en Bolivia, el narcotráfico logró cooptar jueces, fiscales y policías. Muchas autoridades tuvieron (y tienen aún) vínculos con este tipo de organizaciones. También es negadora, pues el régimen nunca ha reconocido su inacción, mucho menos el aumento de la criminalidad.
El narcotráfico ha crecido en sudamericana, a la vieja usanza —con violencia—, con dinero, con poder político. Y la respuesta de los Estados ha sido errónea desde todos los ángulos (políticos, jurídicos, sociales). Sin embargo, impedir su avance o su consolidación en narcocracias tan profundas como Brasil o Venezuela requiere de estrategias estatales urgentes, tanto internas como externas: reconstrucción institucional, especialización en investigación y juzgamiento, cooperación internacional entre países y con agencias como la DEA o Interpol.
El régimen de Maduro se financia con el narcotráfico. En Brasil, los grupos narcoterroristas tienen más presencia que el propio Estado. Y en Bolivia, ¿se seguirá protegiendo a narcotraficantes —nacionales y extranjeros—, otorgándoles nacionalidad, beneficios penitenciarios o la conformación de republiquetas delincuenciales?
De entre todos los problemas que deberá enfrentar el nuevo gobierno, el narcoterrorismo es, quizá, el más peligroso y desafiante. Se necesitan esfuerzos conjuntos de cada una de las instituciones, pero, sobre todo, de la voluntad individual de las autoridades judiciales, policiales y fiscales para desoír los intereses narcos. Requiere políticas criminales y de gobierno que articulen prevención, intervención, juzgamiento, ejecución y control. El gobierno que tomó este sábado las riendas de nuestro país debe actuar con prontitud, sin dudas, sin pasividad ni indulgencias. De no hacerlo, se someterán tácitamente al narcocrimen organizado externo e interno. Parafraseando a García Márquez: el poder es de doble filo, o se ejerce o se padece.
[1] García Márquez, Gabriel. (2003). Noticia de un secuestro. Debolsillo.
América Yujra Chambi es abogada.

