En un tiempo donde la igualdad de género se convirtió en una consigna transversal y el feminismo ocupa el centro del debate público, resulta revelador mirar hacia atrás y descubrir a aquellas mujeres que, mucho antes de las olas y los hashtags, ya encendían la chispa de una revolución más profunda: la emancipación integral del ser humano. Eran las anarquistas. Mujeres que, desde los márgenes de la historia y en los albores del siglo XX, imaginaron una libertad que no cabía en los moldes del Estado, del patriarcado, ni del capital.
Hoy, revisitar su pensamiento no es un ejercicio de arqueología ideológica, sino una necesidad política y ética. Porque en la raíz de su lucha —tan radical como humana— se gestó la idea de que la verdadera revolución no era cambiar de amos, sino abolir todas las formas de dominación, incluidas las que oprimían el cuerpo y el deseo femenino.
Las invisibles del siglo que parió el mundo moderno
A fines del siglo XIX, mientras los discursos liberales proclamaban derechos universales, esos derechos seguían teniendo un sujeto masculino. Las mujeres, incluso las que trabajaban en fábricas o encabezaban huelgas, eran apenas sombras en los relatos oficiales. Ni la historia patriótica ni la marxista clásica les reservaron un lugar propio. A lo sumo fueron “compañeras”, nunca protagonistas.
Fue en ese vacío donde las mujeres anarquistas comenzaron a construir una subjetividad distinta: una identidad que desafiaba tanto la autoridad del patrón como la del marido, del cura o del Estado. Desde los talleres, las calles o los periódicos obreros, denunciaron una doble esclavitud: la de clase y la de género. Y lo hicieron con una lucidez que aún interpela.
La prensa libertaria de Chile y Argentina —La Voz de la Mujer, Nuestra Tribuna Femenina, El Rebelde, entre otras— fue la tribuna donde se gestó este pensamiento. No se trataba solo de exigir el voto o el acceso a la educación, sino de redefinir el sentido mismo de la libertad. Allí, las obreras anónimas, las costureras, las maestras y las militantes discutían sobre el amor libre, el matrimonio, la maternidad, el placer y el derecho a no ser propiedad de nadie.
El anarquismo como pedagogía del cuerpo y la conciencia
El anarquismo no fue un programa rígido ni una doctrina cerrada. Fue una ética del vivir y del convivir. Su apuesta era la autogestión del alma y de la sociedad. Las mujeres anarquistas comprendieron que la emancipación no podía limitarse a una conquista política o económica; debía comenzar por dentro, por la reconquista del propio cuerpo y de la conciencia individual frente a las estructuras que las moldeaban.
El pensamiento libertario, en su versión femenina, entendió algo que hoy resuena con fuerza: que no hay revolución posible sin transformación cultural. Las cadenas más pesadas —decían— no son las de hierro, sino las de las costumbres, las creencias y los miedos heredados. Por eso, las anarquistas pusieron en el centro de su discurso la educación racionalista, el amor libre, la crítica a la moral burguesa y la secularización de la vida.
Su lucha no se reducía a reclamar espacios dentro del orden existente, sino a cuestionar la idea misma de orden. Mientras los feminismos de clase media pedían derechos civiles, ellas exigían la disolución del sistema que producía desigualdad. Era un feminismo sin nombre, pero con fuego: una pedagogía radical del vivir libre.
Entre Proudhon, Bakunin y Goldman: tres miradas, un abismo
En el corazón del anarquismo coexistieron visiones contradictorias sobre la mujer. Pierre-Joseph Proudhon, considerado uno de los padres del pensamiento libertario, sostenía que la mujer era intelectualmente inferior y debía su “redención” al matrimonio. Sus palabras hoy resultan insoportables, pero sirven para entender hasta qué punto incluso las filosofías de la libertad podían estar contaminadas por el patriarcado.
Mijaíl Bakunin, en cambio, rompió con esa tradición y defendió la igualdad radical entre hombres y mujeres, no como concesión sino como condición necesaria de la emancipación social. Propuso abolir el matrimonio civil y religioso, reemplazándolo por la unión libre entre individuos soberanos. Su mirada adelantó, en décadas, debates que aún hoy nos desafían.
Y luego llegó Emma Goldman, la voz más luminosa y audaz del anarquismo feminista. Su palabra cruzó océanos y generaciones. En sus ensayos —publicados en Mother Earth y otros periódicos— denunció que el movimiento de emancipación femenina había caído en una trampa: buscar igualdad dentro del sistema que las oprimía. “La mujer —decía— necesita emanciparse del movimiento emancipacionista si desea ser realmente libre”.
Para Goldman, la libertad no se decretaba, se vivía. Era un proceso interior, una insurrección cotidiana contra todas las servidumbres: económicas, morales y afectivas. Su crítica al matrimonio, a la religión y al trabajo asalariado femenino como simple “derecho a ser explotada” sigue siendo una de las más feroces y lúcidas del siglo XX.
El espejo del presente: viejas cadenas, nuevos nombres
Más de un siglo después, las palabras de Goldman y las anarquistas latinoamericanas reverberan en un mundo que ha cambiado mucho y, a la vez, demasiado poco. La igualdad formal de derechos no eliminó las estructuras simbólicas que reproducen la subordinación. La violencia de género, la precarización laboral y la cosificación del cuerpo femenino son versiones actualizadas de la misma dominación que aquellas mujeres denunciaron con pluma y coraje.
Hoy, el mercado ha absorbido el lenguaje de la emancipación. La libertad se vende en envases de consumo, y la independencia femenina se mide en términos de éxito profesional o poder adquisitivo. Pero las anarquistas ya habían advertido que no hay libertad dentro de un sistema que necesita cuerpos obedientes y mentes dóciles para sostenerse. Ellas soñaban con otra cosa: una humanidad sin amos, sin clases, sin géneros impuestos.
El feminismo contemporáneo, en sus múltiples vertientes, rescata parte de ese legado. El eco de las anarquistas se escucha en las luchas por el derecho al aborto, en la defensa de las disidencias sexuales, en la crítica a la mercantilización del cuerpo, en las pedagogías feministas y en los movimientos por la autogestión comunitaria. La consigna “lo personal es político” —nacida en los años 70— tiene raíces mucho más profundas en esa genealogía libertaria que ya intuía que el cambio debía nacer desde la intimidad del sujeto.
La mujer anarquista como sujeto revolucionario
El gran aporte del pensamiento anarquista a la historia de las mujeres fue construir una subjetividad autónoma. No se trataba solo de participar en la revolución, sino de ser la revolución. La mujer anarquista no era una “compañera de lucha” sino una protagonista que encarnaba, en su vida cotidiana, la negación del orden autoritario.
En los periódicos libertarios de principios del siglo XX, las anarquistas reflexionaban sobre su papel como trabajadoras, madres, amantes y militantes. Rechazaban la moral cristiana que las encadenaba al sacrificio y al pudor, pero también cuestionaban el machismo dentro del propio movimiento obrero. En un contexto donde ser mujer y rebelde podía significar cárcel o exilio, ellas no pedían permiso para existir.
La suya fue una revolución silenciosa y, a la vez, estridente. Silenciosa porque la historia oficial la borró; estridente porque su eco aún resuena en cada lucha que cuestiona las jerarquías del poder. Desde las fábricas hasta los teatros obreros, desde los barrios portuarios hasta las escuelas racionalistas, las mujeres anarquistas forjaron una cultura de resistencia basada en la autoconciencia y la dignidad.
Entre la historia y el mito
Recuperar su legado no significa romantizarlo. Hubo contradicciones, límites, y tensiones entre teoría y práctica. Muchos libertarios de la época no lograron despojarse del todo del patriarcado. Pero en ese conflicto radica precisamente su valor: fueron las primeras en advertir que toda revolución política sin revolución interior está condenada a reproducir las mismas opresiones bajo nuevos nombres.
Hoy, cuando la palabra “libertad” se usa para justificar desde la especulación financiera hasta el negacionismo político, las anarquistas nos recuerdan que la libertad no se decreta ni se privatiza: se vive colectivamente o no existe. Su pensamiento sigue siendo incómodo porque exige coherencia: no basta con tener derechos si el alma sigue sujeta a los prejuicios.
Hacia una nueva emancipación
Quizás la mayor lección de aquellas mujeres —de sus periódicos olvidados, de sus cartas y panfletos— sea que la emancipación no es un destino sino un camino inacabado. En un mundo donde la tecnología promete autonomía pero produce dependencia, donde la comunicación global convive con la soledad masiva, la vigencia del anarquismo femenino radica en su pregunta esencial: ¿cómo ser libre en un mundo construido para domesticarnos?
No hay una respuesta única. Pero tal vez la semilla esté en recuperar esa ética del cuidado y la insumisión que ellas cultivaron: educar para pensar, amar sin poseer, trabajar sin ser explotadas, creer sin dogmas, decidir sin tutelas. Ese fue su sueño, y también puede ser el nuestro.
Porque la mujer anarquista no fue solo una figura histórica: fue —y sigue siendo— una metáfora del ser humano que se atreve a desobedecer para ser libre. En su fuego invisible arde, todavía, la promesa de otra humanidad posible.
Martín Moreira forma parte del a Red de Economía política Boliviana