Por: Gonzalo Colque
Ante los problemas persistentes que arrastra el sector soyero, una pregunta inevitable en términos económicos y productivos, es si valió la pena la transición de la soya convencional a la transgénica.
La cosecha de soya del 2019 ha sido para el olvido. En promedio, los soyeros recolectaron 1,91 toneladas por cada hectárea sembrada, lo que representa el registro más bajo desde el momento en que comenzó la siembra legal de este transgénico en Bolivia. Y lo que es peor aún, este resultado agrícola supera tan solo en un 10% el rendimiento que arrojó la soya convencional el año 2005, justo un año antes de su eliminación casi completa de los campos de cultivo cruceño (véase gráfico 1). A la luz de esta evidencia estadística, resulta inevitable preguntarse si valió la pena el haber abandonado la soya convencional para abrazar la variedad transgénica tolerante al glifosato.
Comparar datos puntuales puede ser engañoso. Por eso, para un análisis más confiable, hemos optado por valorar el rendimiento promedio de los primeros tres años (2005, 2006 y 2007) frente al promedio de los últimos tres (2017, 2018 y 2019). Es la misma metodología que utiliza la Asociación de Productores de Oleaginosas y Trigo (ANAPO) en sus recientes reportes.
El resultado no luce muy distinto y, en consecuencia, corrobora un hecho alarmante: la transición de soya convencional a soya transgénica incrementó el rendimiento agrícola en 16% entre los años 2005 y 2019. Eso equivale a decir que un pequeño soyero que antes producía 100 toneladas de forma convencional, ahora obtiene 116 toneladas en la misma extensión de tierra. No es sólo una cosecha magra, sino que está demasiado lejos de las promesas de los agroexportadores de aquel entonces de que, con la soya RR, la producción se duplicaría en cada hectárea y predio agrícola. Además de que el modelo soyero ya está duramente cuestionado por los costos ambientales, sociales y posibles consecuencias sobre la salud pública; las malas cosechas siembran serias dudas sobre su viabilidad económica y productiva.
En un primer momento, entre los años 2005 y 2010, el rendimiento promedio aumentó de forma tenue pero sostenida, hasta superar las dos toneladas por hectárea. Durante el siguiente quinquenio se mantuvo estable y alcanzó el techo productivo el año 2014, cuando se llegó a registrar 2,49 toneladas por hectárea. Después, devino una tendencia persistente a la baja (ver cuadro 1 y gráfico 2). El 2019 el indicador se situó por debajo de dos toneladas y las proyecciones para el 2020 son similares. Aunque debemos esperar la producción de invierno, la cosecha de verano de este año concluyó con 1.960.000 toneladas producidas en 1.010.000 hectáreas. Estos resultados parciales arrojan un rendimiento de 1,94 toneladas que, dadas las limitaciones propias de la cosecha de invierno, tenderá a contraerse.
Este desempeño pobre, sino muy pobre, ha sido ignorado sistemáticamente, tanto por el gobierno de Evo Morales, por el gobierno transitorio de Jeanine Áñez, como por el propio sector soyero. ¿Por qué seguir insistiendo en nuevos y más transgénicos? Las voces que salen desde los gremios agropecuarios son ruidosas, pero débiles en argumentos. En primer lugar, afirman que Argentina y Brasil nos llevan ventaja porque usan semillas transgénicas de última generación. Se refieren a las semillas resistentes a insectos (Bt) y sequías (HB4). En efecto, los productores de los países vecinos las utilizan comercialmente, pero las adopciones son muy recientes (2017 adelante) y todavía de forma minoritaria. Las nuevas semillas tampoco prometen lo que aseguran los defensores de transgénicos. Por ejemplo, la argentina Bioceres, creadora de la soya HB4, señala que en condiciones normales, esta semilla rinde más o menos lo mismo que otras variedades, pero bajo condiciones de sequía llega a mitigar las pérdidas hasta en un 20%. En conclusión, Argentina y Brasil aventajan a Bolivia por muchas otras razones de mayor peso y, sobre todo, por sus altos niveles de investigación y desarrollo en biotecnología agropecuaria.
En segundo lugar, el gremio agropecuario del oriente está convencido de que los transgénicos son el futuro de la agricultura aquí y en el mundo. La “biotecnología” es buena, repiten. Se apropiaron de este término a modo de un eufemismo para evitar mencionar “transgénicos” y a la vez confundir a la opinión pública. Sin embargo, probablemente no saben que los cultivos transgénicos ocupan tan solo 180 millones de hectáreas de los 1.400 millones de tierras cultivadas a nivel global. O que el 98% de estas tierras dedicadas a las plantas transgénicas están concentradas solamente en 12 países del mundo. Por lo tanto, creer que el mundo se encamina decididamente hacia los transgénicos es una miopía, en parte provocada por la presencia eclipsante en Santa Cruz del modelo soyero brasileño y argentino. Y es que, en definitiva, la soya cruceña no es más que una economía de rebalse.
Por último, el gobierno de Áñez también carece de solvencia a la hora defender el Decreto Supremo N° 4232. En realidad, su actuación no causa sorpresa porque es el gobierno de los agroempresarios. Señalan que los nuevos cultivos generarán ingentes ingresos por exportación, además de garantizar la seguridad alimentaria. Este argumento es igual o más insostenible que el resto. Al parecer no están enterados que el comercio mundial ha comenzado a ralentizarse antes de COVID-19, los commodities agrícolas perderán uno de sus motores propulsores porque el negocio de biocombustibles está en crisis. La producción de energía a base de maíz y soya transgénica no será rentable con los precios actuales del petróleo. La profecía gubernamental de bonanza no es más que una cortina de humo para entregar nuevos privilegios a los grandes propietarios de la tierra.
Volvamos a lo que más importa. ¿Qué significa menos de dos toneladas de soya por hectárea? Leyendo este indicador en su debido contexto, la conclusión es que la agricultura transgénica en particular —la agricultura boliviana en general— está sufriendo un deterioro acelerado y se encamina hacia una crisis estructural que se pretende mitigar con la masificación del uso de semillas transgénicas y uso de agrotóxicos más letales como el glufosinato de amonio. Tiene una connotación de interés nacional obvia porque el 70% de las tierras agrícolas de Bolivia están situadas en Santa Cruz.
Los agropecuarios del oriente reconocen la gravedad del problema y cedieron en algo ante las críticas aceptando que los transgénicos constituyen una herramienta más de muchos cambios que se necesitan. Pero, esta admisión contrasta con la campaña descomunal que sostienen para defender los transgénicos. ¿Por qué? La razón es que, si bien algunos productores están preocupados de verdad por revertir la penosa situación del sector, los más poderosos tienen motivaciones extra-productivas. Son los grandes propietarios de tierra que buscan el lucro fácil en el ámbito de la especulación y el rentismo. Para ellos, la libertad de usar más transgénicos y agrotóxicos es sinónimo de precios más altos para vender las tierras tituladas a su favor en los años recientes, para capitalizar sus empresas importadoras de insumos agrícolas, para mejorar sus rentas por el alquiler de tierras. En realidad, este carácter expoliador es parte del problema.
La respuesta no está en los transgénicos, sino en una nueva política de Estado para el agro boliviano.
El autor es director de Fundación Tierra