América Yujra Chambi
Recuerdo la primera vez que leí a Mario Vargas Llosa. Fue gracias a Gabriel García Márquez. En séptimo de primaria, si mi memoria no se equivoca, nos mandaron a escoger entre Crónica de una muerte anunciada y Del amor y otros demonios como lectura durante el receso de julio (antes los profes dejaban tareas para las vacaciones y nadie lanzaba el grito al cielo). No había decidido cuál llevaría; pero, mientras la librera buscaba ambos ejemplares para mostrármelos, encontré un nuevo objetivo de compra, cuyo título rezaba en letras amarillas: La fiesta del Chivo.
Me llamó la atención su portada. De entre todos los expuestos era el único que tenía una pintura, una extremadamente inquietante: un hombre con cuernos y colmillos que pisaba a una cabra. Muchos años después descubrí que ésa figura era Tyrammides (tiranía) y pertenecía al mural Alegoría del buen y mal gobierno que, entre 1337 y 1339, los hermanos Lorenzetti (Pietro y Ambrogio) realizaron en la Sala dei Nove del Palazzo Pubblico, lugar donde sesionaban los nueve concejales (que ejercían funciones ejecutivas y judiciales) de la entonces República de Siena. La obra cubre las cuatro paredes de aquella sala. Fue encargada por un grupo cívico con la idea de que sugestionara a los concejales y los haga reflexionar antes de emitir sus decisiones.
Dudo si dicha intención tuvo éxito en ésos años; pero, muchos siglos después, la elección del extracto pictórico de Tyrammides como portada del libro de Vargas Llosa fue muy acertada: además de armonizar con su tema central, seguramente captó la atención de muchos lectores, tal como sucedió conmigo aquel invierno.
Fue así como Vargas Llosa y Gabo (elegí Crónica de una muerte anunciada) se añadieron a mi corta —pero diversa— colección de libros que tenía en ése entonces. Para alguien que había ocupado gran parte de su tiempo en autores occidentales (Lewis Carroll, Charles Dickens, William Shakespeare, Herman Melville, Antoine de Saint-Exupéry, J.R.R. Tolkien y J.K. Rowling), Gabo y Vargas Llosa me condujeron a un nuevo mundo dentro de esa magnífica galaxia llamada literatura. Sus estilos me atraparon y empujaron a explorar, años después, a otros autores del Boom latinoamericano.
La fiesta del Chivo (2000) marcó un antes y un después en lo que hasta ése entonces había leído. Su trama, salvando las diferencias temporales y contextuales, calzaba casi a la perfección con lo que encontraba en los textos de historia nacional y universal: dictaduras, el sometimiento de las sociedades, la lucha bestial por el poder político, la devoción irracional a un seudo líder.
Debo reconocer, sin embargo, que, entre ambos monstruos de la buena pluma, fue Vargas Llosa quien más influencia tuvo en las concepciones ideológicas que comenzaría a abrazar desde mi adolescencia y de las que fui consciente en mi etapa universitaria, cuando éstas colisionaron con los modelos de pensamiento hegemónico que, de una forma u otra, son recurrentes durante los años que dura la educación superior: socialismo, comunismo, marxismo, antiimperialismo, las guerrillas, etc. Ésta especie de adoctrinamiento sucede y ronda desde hace veinte, treinta, cuarenta años…, y continúa aún en presentes días.
Durante su juventud, Mario Vargas Llosa simpatizó con alguno de ésos modelos. Se mostró cercano a los ideales socialistas, fue un optimista de la Revolución Cubana y tuvo a Jean-Paul Sartre (defensor tozudo del socialismo soviético) como un referente literario. A finales de 1960, sus preferencias y simpatías giraron completamente.
Su ruptura con el pensamiento “de izquierda” se produjo luego de que reconoció sus contradicciones y excesos en hechos puntuales: la invasión rusa a Checoslovaquia (primavera de Praga), la deriva autoritaria del régimen castrista, las persecuciones a intelectuales y disidentes tanto en la Unión Soviética como en Cuba. Vargas Llosa dijo en reiteradas ocasiones que éstos acontecimientos lo condujeron hacia las ideas liberales. Ése tránsito le fue “largo y difícil”, pero, gracias a “pensadores como Raymond Aron, Jean-François Revel, Isaiah Berlin y Karl Popper”, pudo revalorizar la democracia y la libertad.
Sin embargo, sus obras dan cuenta más de una “reafirmación” que de una “conversión”. La libertad individual, el rechazo a cualquier ente de restricción o el ejercicio de una política moral fueron temas recurrentes en sus libros antes de su “giro ideológico”. Conversación en La Catedral (1969), La guerra del fin del mundo (1981), Lituma en los Andes (1993) son ejemplos claros. En éstas obras, Vargas Llosa expuso la importancia de la libertad individual, de hacer prevalecer la voluntad propia por encima de los mandatos que son impuestos —violenta o disimuladamente— desde el Estado, la sociedad, las instituciones de formación (colegios militares y de educación), los estratos sociales e incluso la familia.
Su descanto con las ideas “de izquierda” solidificaron su visión de libertad, que hasta antes de ello aparecía algo deslucida por el auto-reconocimiento marxista que Vargas Llosa realizó en algunos de sus ensayos y artículos previos.
Su idea de libertad traspasó lo literario para convertirse en su objetivo máximo de difusión. Tras su “giro”, la reconoció como el máximo valor humano, como la base para los “espíritus críticos”. Abogó por la construcción de una “cultura de la libertad”, pues sólo ésta permite un verdadero desarrollo (socioeconómico y político) de sociedades e individuos.
Identificarse con lo que escribe un autor es una de las magias más sorprendentes que pueden experimentarse. Es hablar con uno mismo desde otro lugar y con otra voz. Algo así significó para mí el discurso que Vargas Llosa expuso ante la Academia Sueca cuando recibió el Nobel de Literatura[1].
“Aprendí a leer a los cinco años. (…) Es la cosa más importante que me ha pasado en la vida”, comenzó. “Mi salvación fue leer, leer los buenos libros, refugiarme en esos mundos donde vivir era exaltante, intenso, una aventura tras otra, donde podía sentirme libre y volvía a ser feliz”, declaró cerca al final. Yo también aprendí a leer a ésa edad; desde entonces, los libros han sido los más fieles compañeros que tuve, los lugares donde acudía —y acudo— para cobijarme en días de fragilidad y vacuidad; donde tiendo a asilarme lejos de la monotonía que se amontona con los años, de las recurrentes desavenencias externas, de la frivolidad del mundo actual; donde trato de sanar las heridas que las desilusiones tienden a provocar.
Al igual que él, con el paso del tiempo (propio y externo) y la acumulación de experiencias, “perdí la inocencia, y descubrí la soledad, la autoridad, la vida adulta y el miedo”; pero leer —esa capacidad humana tan especial, tan única— impidió que las afectaciones fueran irreversibles.
Sólo la lectura puede salvarnos de la resignación frente a las caóticas realidades. Sólo con la lectura podemos buscar conocimientos ciertos y verdaderos. Sólo la lectura propicia la construcción de un pensamiento libre y crítico que nos impida ser presas de convencionalismos, prejuicios, mentiras y alienaciones. Y, a la vez, llena los vacíos que condicionan nuestros propósitos, pues, “al igual que escribir, leer es protestar contra las insuficiencias de la vida”.
Más allá de sus libros o la maestría con que retrataba fantásticamente la realidad sociopolítica de su Perú natal y otras regiones de nuestra América Latina, considero que los verdaderos legados que Mario Vargas Llosa nos ha dejado son su “conversión” liberal, su adoración por la lectura y su firme defensa de la libertad individual en todo ámbito y sentido. Tópicos tan poco discutidos y tan urgentes en este borrascoso presente.
En estos tiempos frenéticos, llenos de extravíos ideológicos, de obstinaciones irracionales, de fútiles tramas, de atomización constante y de ambiciones desmedidas, las herencias vargallosianas merecen ser entendidas como empujoncitos hacia la madurez intelectual, política y ciudadana, para ejercer nuestra condición humana de manera correcta y ser realmente útiles para las sociedades democráticas.
Muchos países de la región —incluido el nuestro, por supuesto— necesitan que sus actores políticos den un “giro ideológico” para que el estancamiento socioeconómico y político dé paso a un desarrollo significativo. Esto es, reconocer que el socialismo (tan defendido por las “izquierdas” latinoamericanas) no es la respuesta, sino la causa primera para que los autoritarismos sigan descuartizando democracias.
Porque el socialismo, el comunismo y sus directos derivados fomentan el conformismo; restringen libertades en nombre de la “igualdad”; limitan el desarrollo económico; eliminan la individualidad, anteponiéndola a la colectividad; repudian la crítica, la protesta, la oposición; privilegian el colectivismo y reviven el viejo tribalismo; no aceptan la diversidad cultural ni ideológica. En resumen, destrozan el núcleo central de las sociedades: el individuo y su libertad.
Lamentablemente, muchos de ésos personajes políticos y también cierto porcentaje de la sociedad se resiste a hacer ése “giro”, porque siguen en la etapa de inmadurez intelectual y temen abrirse a la verdad. Además, porque hacerlo implicaría desenmascarar a ése equivocado ideal del siglo pasado y dejaría inservible la herramienta retórica-estratégica de los proyectos totalitarios contemporáneos.
A siete días del fallecimiento de Mario Vargas Llosa, vi pertinente dejar de lado los espectáculos politiqueros que a diario acaparan las pantallas. Más que un homenaje al último Boom de la literatura latinoamericana, quiero que éstas líneas sirvan para reconocer a un ser humano que supo ser sincero consigo mismo y con las realidades (propias y ajenas) que vio durante su existencia física; que fue valiente para admitir sus traspiés ideológicos; un ser humano que nos animó a enfrentar a los fanáticos y a los tiranos, a desechar las ideas que ofuscan nuestra esencia (libertad), a defender nuestras naciones, a defender nuestros derechos y hacer realidad nuestros sueños.
América Yujra Chambi es abogada.
[1] Éste y los siguientes textuales se encuentran en Elogio de la lectura y la ficción, Estocolmo, diciembre de 2010.