Adalid Contreras Baspineiro
Décadas atrás, en nuestro continente las dictaduras habían condenado a las ciudadanías al silencio, provocando en cambio activas formas de comunicación entre los acallados en espacios alternativos de intercambios discursivos, y de vida. En la superficie social dominaba una sola voz con la complicidad de sus medios aliados, o controlados, mientras otros, en nombre de la democracia, arriesgaban sus institucionalidades reflejando las expresiones de quienes no tenían presencia en esos sistemas autoritarios. Por debajo de la superficie, en columnas y bases extensas y profundas que no se ven, las sociedades fluían en voces, encuentros, formas organizativas y movilizaciones, desde abajo.
Era como (sobre)vivir en un espacio pasajero controlado en su apariencia, discurriendo sobre un mundo en ebullición que busca resquicios para ganar presencia con sus propias propuestas de sociedad. A este proceso, de existencia y de emergencia de voces que no callan, aunque se pretenda amordazarlas, la Teología de la Liberación y la comunicación popular denominaron “la voz de los sin voz”, con el propósito de darle presencia a los excluidos de la sociedad, de la historia y de los espacios mediáticos, abriendo los micrófonos y las páginas para escucharlos en sus idiomas, en sus pensares, en sus sentires, en sus imaginarios y en sus gramáticas, contribuyendo de este modo a democratizar la palabra y la sociedad.
En nuestros tiempos, un proceso parecido está ocurriendo con las voces múltiples de la naturaleza que nos hablan cotidianamente con sus latidos, sus movimientos y sus gemidos, pero que no estamos sabiendo escuchar para darles presencia en la construcción de nuestro mundo. Para muchas miradas oscurantistas la naturaleza sigue siendo concebida como un recurso material que se reparte en propiedades humanas. En la misma línea, la tradición de los paradigmas de comunicación social se centra estrictamente en las relaciones entre seres humanos.
No es sino preocupación reciente el reconocimiento de las relaciones dialogales que se establecen entre humanos y la naturaleza, ambos seres vivos, con derechos, como lo expresa la Declaración de la Conferencia Mundial de los Pueblos sobre el Cambio Climático (Cochabamba, 2010), atribuyéndole a la Madre Tierra las características de un ser vivo, capaz de escuchar, de reaccionar, de ser amada y, por estas razones, ser un sujeto de derecho con el que establecemos una relación indivisible, interdependiente, complementaria y espiritual.
Con la angurria del capitalismo a ultranza, las políticas depredadoras están provocando que la naturaleza nos reclame, a gritos, con riadas, con inundaciones, con derrumbes, con temblores, con erupciones o con sequías, que el mundo no puede seguir aniquilándose así, inhumanamente. La expansión de la producción agropecuaria, a fuerza de ganarle territorios a los bosques, y a la vida con quemas que se convierten en incendios que calcinan especies de la flora, de la fauna y de los hábitats de los pueblos originarios, nos están reclamando otras maneras de rentabilidad sin destruir las fuentes de alimentación y de vida. El cambio climático es obra de la acción destructora de la generación de riquezas sin considerar límites para garantizarnos sosteniblemente un futuro esperanzador en el planeta.
Tenemos que escuchar las voces de los sin voz desde sus sonidos, desde sus latidos, desde sus angustias y desde sus alegrías cuando florecen para dar vida. Tenemos que ponernos en diálogo con el canto de las aves, el batir de las ramas, el baile cimbreante de los árboles, el silbido del viento, el goteo de la lluvia, los desplazamientos migrantes de bandadas y manadas, o las manifestaciones climáticas que nos dicen el valor de la naturaleza en la reproducción de la humanidad.
Pero no son sólo las voces del ambiente y los sonidos de la naturaleza los que nos hablan, sino también la sabiduría y las múltiples manifestaciones de los pueblos conocedores del valor que tiene el equilibrio hombre/sociedad/naturaleza, por ejemplo en las formas de crianza (no de manejo) que hacen de la tierra estableciendo una relación afectuosa con ella. Los relatos sobre la naturaleza son cantos de creación de vida, floreciendo en sus palabras los dones que hacen posible la vida sobre la tierra. Tenemos que legitimar las voces de la naturaleza en la ciencia, los saberes, las narrativas y las prácticas de los pueblos que armonizan con ella bajo el principio de la vida en armonía, reconociendo lo animado e inanimado no como objetos sino como sujetos que cumplen roles que se complementan con los humanos.
Los seres humanos necesitamos aprender a asumirnos como una especie que no es dueña de la tierra porque no nos pertenece, sino que nosotros le pertenecemos a ella del mismo modo que otras especies con las que, en conjunto, hacemos la vida en el planeta que necesitamos preservar. Lo que nos corresponde, abriendo espacios para la presencia de las voces de los sin voz, es construir sociedad con el sentido vaticinado por José María Arguedas, generando acciones de conservación, de resiliencia y de desarrollo sostenible que son como las semillas, pequeñas, pero capaces de romper cualquier piedra y cualquier roca haciéndolas florecer.
Sociólogo y comunicólogo boliviano. Director de la Fundación Latinoamericana Communicare