En Bolivia estamos atravesando una etapa oscura, no sólo en términos políticos o económicos, sino en algo más profundo y corrosivo: la degradación intelectual de nuestras autoridades. Hemos normalizado el nombramiento, designación y elección de personas sin el más mínimo conocimiento ni sentido común para ocupar cargos de alta responsabilidad. Esta no es sólo una crisis de capacidad: es una verdadera mendicidad del conocimiento.
Durante años, el país ha sido testigo de cómo importantes instituciones a nivel nacional, departamental y municipal caen en manos de personas que no tienen ni la formación ni la lucidez mínima para cumplir sus funciones. No se trata de exigir títulos colgados en la pared ni postgrados extranjeros. Se trata de algo más básico: saber dónde se está parado, tener criterio, nociones elementales del rol que se asume y, sobre todo, el mínimo de dignidad intelectual para reconocer cuándo uno no está preparado.
La participación de los movimientos sociales y de las organizaciones vivas del pueblo es legítima y necesaria. Sería absurdo negarlo. Pero una cosa es la inclusión democrática, y otra es la colonización de espacios públicos por parte de representantes sin la mínima preparación para deliberar, fiscalizar o construir políticas públicas. No basta con “pertenecer a un gremio” o haber encabezado marchas o bloqueos. Eso puede dar voz, pero no garantiza cabeza.
Lo más preocupante es que muchos de los que hoy ocupan cargos públicos por designación directa de autoridades electas —desde direcciones hasta asesorías o vocalías— no son más que bufones del poder. Muchos son gritones callejeros, defensores violentos a puñetes de sus amos políticos, y oportunistas sin ninguna dignidad. Son chaqueteros profesionales que se cambian de bando con la misma facilidad con la que cambian de discurso, buscando desesperadamente mantener su situación política vigente. Están en pleno declive de notoriedad, pero se resisten a desaparecer. Viven su ocaso revolcándose entre partidos, vendiéndose al mejor postor, prostituyéndose políticamente con tal de seguir colgados del aparato estatal.
Esos son los que están ocupando cargos. Esos son los que aparecen en las listas. Esos son los que son designados. Y esa es la condición humana de la miseria intelectual que ha hecho del Estado boliviano un fracaso estructural. Lo han llevado a un colapso rotundo.
Mientras sigamos en manos de mediocres, Bolivia no va a salir adelante. No por mala suerte ni por conspiraciones ajenas, sino porque hemos convertido la ignorancia en un mérito, la incapacidad en un derecho, y la improvisación en rutina. Es hora de cambiar esto. Es hora de exigir que el acceso al poder tenga un mínimo filtro de conocimiento, criterio y profesionalidad. Que la inclusión no sea excusa para el desastre. Que la representación popular no sea la puerta de entrada al vacío.
Escribo esto con más claridad aún después de conocer, recientemente, la lista de algunos candidatos y de vivir de primera mano —como periodista, como ciudadano, como testigo— la gestión de autoridades electas y sus subordinados. Muchos de ellos sobreviven en un estado permanente de mendicidad intelectual. Y esta es una frase que siempre repito: no tiene ninguna ventaja el que no lee sobre el que no sabe leer. En ambos casos, el resultado es el mismo: la oscuridad. Y cuando esa oscuridad llega al poder, los que terminan pagando la cuenta son siempre los pueblos.
Gonzalo Espinoza Cortez