Recuerdo que de adolescente, solía escapar a la plaza San Francisco, la que hoy es la Plaza de los Héroes en La Paz, para escuchar al pajpaku del día. Resultaba muy entretenido verlos vender cosas que jamás iba a comprar; o al menos eso creía, porque un par de veces terminé llevando a casa y a hurtadillas, alguna pomada de alcanfor con una víbora en la tapa y un milagroso dije cuya infalible «milagrosidad» estaba garantizada por ser hecha con una mezcla de iglesia católica y ciencias oscuras.
Lo mio era más curiosidad que credulidad, pues viniendo de una familia bien informada me habían prevenido sobre los mecanchifles, los barateros y los charlatanes, así que me empeñaba en entender los métodos de persuasión que empleaban estos individuos, poseedores de tal poder de seducción de masas que eran capaces de venderles cualquier cosa. Es así que no sólo habían los que vendían pomadas, indetectables imitaciones de oro, antenas que captaban la señal hasta de la luna y los que para mi son los más capos, aquellos que eran capaces de venderte cosas inmateriales. En este grupo se encontraban los que hablaban de extraterrestres o narraban con minuciosos detalles sus elaboradas versiones del apocalipsis, para terminar vendiéndote un pedazo de fotocopia con el resto de la información “supersecreta y necesaria para sobrevivir al juicio final”.
¿Cómo le hacían? Pues con una técnica que se ha usado por miles de años y que no ha cambiado mucho con la tecnología, se siguen utilizando los mismos principios para llevar adelante el milenario arte del engaño y todo se fundamenta en una ley que el pajpaku conoce bien: la verdad y la mentira creíble son dos caras de la misma moneda. En otras palabras lo que importa es que se crea lo que se dice, no lo que sea cierto.
Entre la vieja técnica de los pajpakus antiguos y los pajpakus high-tech se puede establecer una analogía muy precisa, por ejemplo, cuando el vendedor de humo llegaba a la plaza, lo primero que hacía era instalar su escenario con parsimonia, rompiendo de esta forma el frenético ritmo de los transeuntes que atravesaban la plaza, su entrada debía ser disruptiva, es decir, aparecer en el lugar equivocado para hacer lo que nadie se espera. A continuación, debe llamar la atención con algo que provoque la curiosidad hasta del más serio, es entonces cuando de un gastado maletín de cuero, sacaban una vívora, una pecera con lagartijas o alguna triste iguana. Esta imagen fuerte era la que le permitía convocar a la audiencia, invitándolos a acercarse. La curiosidad es la carnada y el bicho raro el anzuelo. En este punto, el pajpaku puede iniciar su trabajo.
Lo que sigue es aprovecharse de una necesidad entre la audiencia: dolores, manchitas, pelo graso, piedras en los riñones… cualquier cosa que ellos no pueden curar es suficiente para construir credulidad sobre su producto, pero para lograrlo, antes debe llevar a su audiencia hacia el selecto grupo de los que entienden las verdades que hay más allá de lo que la ciencia quiere admitir. En pocas palabras, el charlatán ha conseguido que su público se sienta más inteligente que su médico y profundamente identificado con el timador. El ilustre vendedor de humo, tiene ahora aliados, su público ha evolucionado y está listo para digerir mentiras y verdades maleadas, con las que terminará de persuadirlos de cualquier cosa que el pajpaku diga: finalmente los ha capturado.
La guerra sucia, que antes se daba en las pantallas de la tele hasta que fue prohibida, ahora se ha instalado a sus anchas en las pantallas de nuestras computadoras y dispositivos sin que nadie pueda hacer algo al respecto y se ha constituído en un negocio tan grande en todo el mundo, que se irguieren fastuosas maquinarias de la desinformación y troleo, en dimensiones que ya son corporativas. Si bien antes los jefes de campaña se rompían la cabeza escribiendo o mandando a escribir sesudas editoriales contra el adversario o investigando cualquier indicio de cola de paja en el otro, ahora su trabajo es mucho más grande y pesado, si quiere lograr malear el curso de la opinión pública, esto implica crear medios para la difusión de noticias falsas o reinterpretadas, contar con una granja de trolls, que no es más que un equipo de gente dedicada a teclear ataques y bulos y además, debe montar una estructura digital en las filas de los militantes para que colaboren en el alcance y contrarresten los ataques de los demás.
En este afán se hacen muchas cosas malas: usar funcionarios públicos o de empresas privadas para acelerar las estrategias digitales de un candidato, subir artificialmente las reacciones positivas de ciertas publicaciones y utilizar estas redes en las que muchas veces sus miembros participan de forma forzada, para viralizar todo tipo de fakes.
El domingo comienzan las campañas y en estas particulares circunstancias, no me queda más que prevenirlos de que lo que se nos viene en las calles y las redes, será la madre de las guerras sucias y veremos muchas más mentiras que verdades, así como un incremento masivo del odio.