América Yujra Chambi
Entender el mundo y todo lo que en él habita ha sido una de las tareas humanas cuya data es tan antigua como la vida misma del mundo que se intentar entender. De entre todas las dudas existenciales, el cambio ha sido el más susceptible a los sentidos. “Todo fluye y nada permanece”, señaló Heráclito, uno de los primeros «filósofos de la naturaleza», “No podemos descender dos veces al mismo río, pues cuando desciendo por segunda vez, ni yo ni el río somos los mismos”[1].
El cambio es la ley natural de las cosas. A medida que pase el tiempo, un río —siguiendo con el aforismo heraclitiano— cambiará en longitud, fluidez, profundidad, calidad de su agua. Muchos sucederán por sí solos, mientras que otros dependerán de factores externos. La conclusión parece ser inequívoca: todo cambia, o debiese cambiar; nada es lo que fue ayer ni lo que hoy es será igual mañana. Pero, ¿vale esto para todos los ámbitos de la vida humana?
En absoluto. Al menos no lo es para la justicia boliviana. Por obvias razones, no puede cambiar por sí misma, y los supuestos esfuerzos externos siguen siendo propuestas tímidas, inservibles para generar la fuerte corriente que dicho río turbio necesita para cambiar realmente. Basta ver las conclusiones genéricas, repetitivas y bien conocidas del “Primer Diálogo Interinstitucional para la Reforma Judicial”.
Los asistentes a la “iniciativa” de los magistrados del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) se reunieron en cuatro mesas de trabajo. La discusión no fue muy ardua, quizá breve; tras algo más de dos horas, cada una ya tenía su documento final para ser expuesto. Las conclusiones se agruparon en once puntos: 1) modificaciones estructurales a la Constitución; 2) un procedimiento agroambiental; 3) reforma en materia laboral y social, nuevo Código Penal Único, actualización del Código Civil; 4) presupuesto mínimo de 5% del Tesoro General de la Nación; 5) presupuesto adicional para la justicia indígena originaria campesina; 6) normas ISO para certificar la administración de justicia; 7) creación de “Justicia Digital”; 8) unificación de sistemas informáticos e incorporación de inteligencia artificial; 9) ley de carrera judicial vertical para ascenso “natural” de secretarios, jueces y vocales; 10) categorización de jueces por antigüedad, salario, méritos, capacitación y desempeño; 11) propuesta de régimen transitorio para el funcionamiento del Tribunal Constitucional Plurinacional (TCP) y cese de autoprorrogados.
Ninguno de los puntos es nuevo. Pero lo peor no es la burda repetición de propuestas ya hechas hace varios años, sino el deficiente diagnóstico que se sigue sobre el sistema de justicia en Bolivia. Se habla de una “reforma estructural”, pero las soluciones que se presentan no atacan los problemas de fondo.
El diseño constitucional de selección de altas magistraturas ha sido observado incluso antes de que se aprobara la actual Constitución. El fracaso de las dos primeras elecciones judiciales incrementó las críticas y los rechazos. La modificación y/o actualización de leyes tanto sustantivas como adjetivas (penales, civiles, laborales, etc.) también son demandas antiguas. La digitalización, la interoperabilidad de sistemas informáticos entre instituciones públicas (SEGIP, SERECÍ, etc.) son otras promesas que han estado circulando desde hace más de una década. Y a pesar de que el uso de inteligencias artificiales en la administración de justicia es reciente —casi experimental— en casi todas las latitudes, en pleno apogeo de éstos avances tecnológicos, no deja de ser una propuesta obvia.
Otra propuesta redundante —y abordada de forma incompleta, por cierto— es la carrera judicial. Una buena cantidad de jueces obtuvieron sus cargos sin contar con suficiente experiencia o especialización idónea para la (s) materia (s) que sus despachos atienden. Gracias a las convocatorias regulares que hace el Consejo de la Magistratura (CM), hay jueces que nunca ejercieron la profesión libre; otros, sin haber conocido de primera mano el interior del Órgano Judicial, integran —y hasta presiden— tribunales de sentencia.
Es necesario que se establezca una verdadera carrera judicial, pero ésta debe incorporar una evaluación de desempeño y calidad dirigida a todos los jueces y en todos los distritos judiciales del país. Evaluación que, dicho sea de paso, no puede ser realizada por el CM o los altos miembros del TSJ. Lo ideal sería que se conformasen comisiones evaluadoras externas al Órgano Judicial, incluso con apoyo y supervisión internacional. La evaluación, asimismo, debe ser transversal, es decir, debe contemplar antecedentes disciplinarios, la capacidad profesional y el estado psicológico de los jueces. Garantizar ascensos o incrementos salariales deben ir de la mano de una evaluación detenida y colectiva. Además, sería un buen medio para terminar con las deficiencias de especialización y la paupérrima calidad de la labor judicial.
Sobre la cesación de los autoprorrogados y las “modificaciones estructurales de la Constitución”, me permito observar dos cosas. Primero, los magistrados electos se manifiestan en contra de los usurpadores y demandan su remoción, pero no se pronuncian sobre las consecuencias jurídicas que se produjeron tras la validación de la prórroga inconstitucional. Previamente a cualquier reforma constitucional es urgente un reencause constitucional. ¿Por qué Rómer Saucedo y sus demás colegas electos omiten referirse al periodo de nulidad e incerteza jurídica existente? ¿Por qué sólo observan el Auto Constitucional AC 49/2023 y aceptan las demás decisiones inconstitucionales emitidas por los autoprorrogados? ¿Por qué no se debatió al respecto en la “Cumbre Judicial”?
Segundo, la transitoriedad que pide el TSJ para el TCP no es del todo lógica. Dado que con la autoprórroga se quebrantó el orden constitucional al interior de los altos tribunales de justicia y en las competencias de otros entes de poder (como el Tribunal Supremo Electoral), los mecanismos normativos que se aprueben para su reparación repercutirán en todo el poder judicial Más aún, si la premisa central es una reforma parcial de la Constitución que elimine la selección de magistrados vía sufragio, la transitoriedad debe ser extensiva para todos los miembros —prorrogados o no— de dicho Órgano. Corresponde, pues, que los altos cargos judiciales ingresen en un periodo transitorio hasta que se concrete la reforma constitucional y se proceda a la designación de otras autoridades mediante el nuevo mecanismo que se apruebe. ¿Estarán predispuestos a ello los magistrados electos en diciembre de 2024? La omisión observada líneas arriba sirve como respuesta.
Pero los silencios o temas no considerados en las mesas de trabajo del “Diálogo para la Reforma de Justicia” son muchos más; todos vinculados al problema de fondo: la cultura jurídica de jueces, abogados y ciudadanía.
Parafraseando al gran jurista Oliver W. Holmes, podríamos decir que para conocer la justicia “debemos ir a ver cómo funcionan los tribunales”[2]. Al hacerlo, notaremos que los sujetos que intervienen en su actividad han adoptado una “naturalización” de vicios, errores y tergiversaciones desde conceptuales hasta procesales.
Uno de ellos está vinculado a la vigencia de las normas jurídicas. Existe una brecha entre lo que está escrito y lo que se aplica en la práctica diaria en los juzgados. Plazos y modos procesales se entienden a partir de la “tradición litigante” y resoluciones jurisprudenciales tan diversas que promueven contradicciones innecesarias. En contra partida, quedan normas que, pese a los años, son útiles y pueden ser aplicadas sin recurrir a jurisprudencias. En suma, tanto la inaplicabilidad como la pérdida de vigencia material de leyes no tienen por único origen la incompatibilidad temporal o coyuntural de la sociedad.
Otro problema es la labor interpretativa de jueces y magistrados. Con ésta excusa han deformado el sentido de muchas leyes para elaborar resoluciones convenientes a casos específicos. No obran por un “sentido de justicia”, sino por mandatos —e intereses, claro— políticos. Son dóciles al poder en funciones y se acomodan a lo que éste procure. Bajo ésta lógica, la justicia pasó a ser lo que el poder político quiso; y los derechos, privilegios para unos pocos individuos.
Los jueces han dejado de ser meros aplicadores de la letra muerta de las leyes y se han convertido en sujetos activos (y decisivos) en la construcción del Derecho; sin embargo, la actividad judicial no puede atentar contra el sistema democrático, inmiscuyéndose en asuntos ajenos a sus competencias, o, peor aún, mermar la institucionalidad de otros poderes del Estado. Una extensa discrecionalidad genera una arbitrariedad que incide en el ordenamiento normativo y le quita aplicabilidad, vigencia; a la vez, provoca incertidumbre e inseguridad jurídica. Y si a esto se añade la sumisión judicial al régimen y/o gobierno de turno, la consecuencia no puede ser otra: profundización de la crisis del sistema de justicia.
La (mala) cultura jurídica también está presente en los intermediarios entre el sistema y la ciudadanía: los abogados (hombres y mujeres). Muchos de ellos litigan sólo para ganar, no para conseguir justicia. Los modos no importan, la ley no importa. En ésa búsqueda de victorias personales, se valen de malas prácticas, incluidas aquellas que se repudian en público. Por ejemplo, muchos se quejan de la retardación de justicia, pero, cuando les conviene, son ellos quienes la propician y alimentan. Aunque la actividad judicial debe ser “de oficio”, su dinámica también depende del comportamiento de los abogados.
¿Cómo litigan muchos abogados? Plagiando memoriales, dejando correr plazos procesales, presentando incidentes manifiestamente dilatorios, haciendo apelaciones absurdas, generando falsas expectativas en sus patrocinados, recurriendo a contactos para conseguir influencia. Muchos abogados prefieren desarrollar una “capacidad consorcial” antes que una analítica, investigativa o argumentativa.
La ciudadanía tampoco está exenta de responsabilidad en la incubación de una cultura jurídica contraproducente al sentido correcto de justicia. La instrumentalización del sistema judicial ha hecho que los ciudadanos descrean de la efectividad de las leyes y las sanciones que éstas contienen. Pero también ha hecho que algunos recurran a malas prácticas (ofrecimiento de dinero, falsificación de documentos, etc.) para conseguir sentencias a su favor.
Una verdadera reforma judicial debe partir con la construcción de una nueva cultura jurídica para todos los entes y sujetos que intervienen en el sistema de justicia. No basta con modificaciones normativas, reformas constitucionales, incremento de presupuestos… ¿De qué servirían un nuevo texto constitucional, nuevas leyes adjetivas y sustantivas, infraestructuras modernas, digitalización completa, o la implementación de las mejores inteligencias artificiales si los jueces, los abogados y la ciudadanía mantienen viejos comportamientos y concepciones erróneas de Justicia? ¿De qué servirían si la inconducta, la falta de ética e inconciencia democrática guían su accionar?
Sabemos que nuestro sistema de justicia está muy enfermo; sin embargo, una recuperación significativa sólo será posible en la medida que el diagnóstico sea completo, profundo. Ciertamente, el tratamiento es externo, pero también es interno. Si sólo se actúa por buscar notoriedad, abarcar titulares o por intereses personales, cualquier discurso, propuesta o confraternización disfrazada de “reunión” en nombre de la Justicia debe ser objeto de desconfianza. Pese a que sus propuestas son las mismas de hace años, se aplaude la iniciativa de los miembros del TSJ, pero ahora toca pasar a la acción. Todos quienes forman parte del sistema de justicia deben cambiar para que éste también cambie. Hasta que ello suceda, el “río” seguirá siendo el mismo.
[1] En: Gaarder, Jostein. (2004). El mundo de Sofía. Siruela.
[2] Holmes, Oliver Wendell. (2012). La senda del Derecho. Marcial Pons.
América Yujra Chambi es abogada.

