En la Antigua Roma, durante la República, los candidatus eran aquellos ciudadanos que vestían togas blancas (candidus, en latín) y pretendían ocupar altas magistraturas. Usaban ése color para diferenciarse del resto de individuos y mostrar pureza o “buenas virtudes”.
Los puestos públicos (cónsules, censores, ediles, cuestores, etc.) constituían el ius honorum, cuyo ejercicio era otorgado mediante sufragio a los mejores ciudadanos: aquellos con nobilitas (descendencia de élite), amicus (aliados políticos e influyentes) y auctoritas (experiencia reconocida).
Pero esas condiciones o status no eran suficientes para ser candidatus. Quienes aspiraban a tales altos cargos debían tener virtudes específicas: dignidad, fuerza, elocuencia y honradez; además, contar con experiencia e idoneidad para las magistraturas a las que postulaban.
En los primeros momentos de la República, el proceso electivo se reducía a tres fases: postulación, habilitación y elección. Los ciudadanos romanos se conocían entre sí, por lo que era altamente probable que pudiesen identificar —sin mucha dificultad— a los candidatus con virtudes y experiencia necesarias para las magistraturas públicas. Visto de éste modo, se consideró que no era adecuada ninguna actividad para atraer votantes de forma directa.
Sin embargo, a medida que crecía la República, era casi imposible que todos conociesen los valores y logros de los demás. Cada candidato debía captar el voto, haciendo conocer a sus conciudadanos su capacidad, popularidad, influencia y méritos. Así, al proceso electivo se sumó una nueva etapa: la campaña electoral.
Los candidatos debían buscar básicamente tres objetivos: cercanía, reputación y adhesión. Para conseguirlos, recurrían a cuatro estrategias específicas: salutatio, deductio, adsectatio y programmata.
La primera consistía en reuniones que el candidato sostenía con la mayor cantidad de electores posible: los invitaba a su casa, conversaba con ellos, organizaba banquetes, funciones de teatro o combates… Se mostraba ante ellos como un ciudadano con recursos económicos y cualidades sociales dignas del cargo que pretendía ejercer.
La deductio (recorrido) y adsectatio (acompañamiento) se aplicaban juntas. El candidato solía acudir diariamente a la plaza de la ciudad o Foro, transitando por calles centrales junto a sus seguidores, siendo vitoreado y proclamado públicamente.
La programmata no era más que propaganda electoral en forma de grafitis. En las paredes céntricas de la ciudad, los seguidores escribían el nombre y cualidades principales de sus candidatos. Familiares, personas influyentes o de élite, sacerdotes y otros individuos también solían expresar su apoyo o rechazo. El feedback entre candidatos-simpatizantes-electorales tomaba así presencia.
En general, la regla era que los cargos o magistraturas recayeran en los ciudadanos más competentes e idóneos, aquellos que rigieron su vida con honestas, dignitas y auctoritas. Empero, al incrementarse el número de postulantes y electores, éstos valores dejaron de conducir la campaña electoral.
Con ello, aparecieron nuevas estrategias de campaña. Un buen ejemplo fue la recomendación que Quinto Tulio Cicerón[1] le hizo a su hermano mayor: “recurre a tus amigos para que apoyen moral, pública y económicamente tu candidatura”.
El mal uso de enlaces políticos, seguidores y estrategias (organización de banquetes, funerales, regalos, donaciones, actos de entretenimiento o espectáculos) propiciaron los ambitus: actividades poco éticas e ilegales en los procesos electivos, vale decir, delitos electorales (corrupción, soborno, coacción).
Entre los ambitus más frecuentes en la República romana estaban: compra de seguidores que acompañaban al candidato en el deductio; pagos para incrementar la cantidad de programmatas; pagos por concepto de banquetes, funerales, cenas a favor de ciudadanos no seguidores; promesas de regalos o beneficios a cambio de apoyo o votos; inversión económica elevada o desproporcionada; entre otros. La toga de los candidatus dejó de ser nívea.
No podríamos decir lo mismo de los (as) “candidatos (as)” a magistrados del Órgano Judicial y del Tribunal Constitucional Plurinacional —al menos una gran mayoría de ellos (as) —, porque su ropaje nunca destacó por su blancura. Y a ésta carencia de virtudes idóneas debemos sumar su actitud contraria a las reglas electorales establecidas.
Tanto la Ley No. 026 (artículo 82 núm. 1) como el Reglamento de Difusión de Méritos (de 27 de agosto de 2024, artículo 19) son claros: los postulantes tienen prohibido hacer campaña o propaganda, ya sea de forma directa o por medio de otras personas, para solicitar votos a su favor. Sin embargo, desde agosto pasado, muchos candidatos han estado haciendo lo contrario.
¿Cómo establecieron sus campañas? Formaron equipos de trabajo en diversos frentes: desde el Órgano Judicial (vocales, jueces y funcionarios), universidades (docentes de las carreras de Derecho que “inducen” a sus estudiantes a votar por sus “colegas”), partidos políticos (principalmente el MAS) y de forma externa (grupos y consorcios de abogados). Todos tienen las mismas estrategias electorales:
- crear cuentas en redes sociales (Facebook, WhatsApp y TikTok) para administrar grupos o páginas (con denominativos como: “Vota por …”, “Team …”, “Los amigos de …”, “Fans de …”) en donde postean y comparten contenidos multimedia con la imagen de los candidatos;
- organizar seminarios —muchos de éstos patrocinados por institutos de dudosa validación, universidades (públicas y privadas) y hasta colegios de abogados—en donde determinados candidatos aparecen como “expositores”;
- organizar visitas, caminatas, encuentros con organizaciones sociales, vecinales y otros;
- repartir —en diferentes lugares públicos— calendarios, llaveros, bolígrafos, afiches, etc.;
- pegar carteles en postes, paredes, automóviles (de servicio público), etc.
Todas ésas “estrategias” se encuadran en las definiciones de propaganda y campaña electoral (artículo 6 del Reglamento de Difusión) prohibidas y que, por tal motivo, se constituyen en delitos electorales, específicamente en coacción electoral e inducción del voto por difusión ilegal de propaganda, ambos establecidos en el artículo 238 de la Ley No. 026.
Los “candidatos” saben que existen varias cuentas en redes sociales que publican y piden votos a su nombre; saben que funcionarios judiciales y personas externas se reunieron (y se reúnen) para coordinar actividades de campaña y de financiamiento económico. Los candidatos conocen los detalles de cada organización o “equipo de trabajo” porque muchos de éstos los han organizados ellos mismos, prometiendo retribuciones diversas en caso de ser elegidos (cargos, avales y “contactos” en cualquiera de los altos tribunales (Tribunal Supremo, TCP, Consejo de la Magistratura) y sus dependientes (Derechos Reales). Aducir un estado de inopia sobre las campañas que realizan directa e indirectamente es tan vano como ridículo.
A todo ello, se suman otras actitudes grotescas de los “candidatos”, sobre todo en sus presentaciones oficiales realizadas por el Tribunal Supremo Electoral (TSE). Quienes en otrora fueron jueces o vocales que (mal)interpretaron la Constitución para satisfacer órdenes del régimen masista ahora prometen que “la defenderán” y se autodenominan “guardianes”. Quienes se inventaban licencias o bajas médicas para no instalar audiencias, emitían resoluciones “a gusto del cliente” o socapaban actos irregulares de sus funcionarios, dicen que eliminarán la retardación de justicia e impulsarán auditorías judiciales. Quienes fueron “padrinos de designación” de actuales jueces, secretarios, auxiliares y otros funcionarios judiciales ahora hablan de meritocracia y carrera judicial. ¡El cinismo y la hipocresía pueden resultar tan insolentes!
Es de lamentar la profunda politización del Órgano Judicial, propiciada por el actual diseño constitucional de su conformación. Los postulantes no deberían diseñar estrategias de campaña electoral, sino propuestas de cambio del sistema judicial. Es una vergüenza cómo los postulantes a tan altos cargos dentro de la administración de justicia se ven obligados a incumplir la ley para ser elegidos.
También son vergonzosas las actitudes de abogados que ofrecen su “apoyo” y “aportes” a determinadas candidaturas porque ahondan aún más uno de los problemas más crónicos del sistema de justicia: la independencia. ¿Podrá un magistrado dictar resoluciones independientes y justas cuando sabe que tiene favores por pagar y que hay individuos que esperarán que lo haga cuando éstos lleguen ante un alto tribunal?
Muchos de los que no quisieron eliminar las elecciones judiciales justificaron su posición señalando que la forma de designación de magistrados no es el único factor del que depende la reconstrucción de la justicia boliviana, pues es una tarea conjunta de todos sus actores. ¿Acaso será posible un mejor sistema judicial con magistrados que incumplieron la ley electoral para ser elegidos, con funcionarios judiciales y abogados que coadyuvaron en ésa transgresión normativa, convirtiéndose en asesores, jefes y ejecutores de campaña política?
Pintado así el escenario electoral, parece que el próximo domingo se repetirá la historia de las dos elecciones anteriores: victoria de los blancos y los nulos. A estas alturas, ésas opciones son más dignas que la mayoría de rostros y nombres que veremos en las dos papeletas. Si la clase política decidió seleccionar más ambitus que candidatus y si la labor (de control y difusión) del TSE es ineficiente, ¿qué le queda al ciudadano?
América Yujra Chambi es abogada.
[1]Commentariolum petitionis de Quinto Tulio Cicerón en: Freeman, Philip. (2012). How to win an election? An ancient guide for modern politicians. Princeton University Press. Ebook