América Yujra Chambi
Un té y una magdalena bastaron para que el personaje principal de Por el camino de Swann (primer libro de la serie En busca del tiempo perdido) se transportara a otros tiempos: su infancia, la antigua casa gris de sus padres, las calles de Combray (su pueblo), las tardes con su madre, las mañanas de domingo con su tía Leoncia, la plaza, el parque, su cuarto, los caminos que seguía bajo un buen cielo…
Ni la infusión ni la magdalena evocaron, por sí solas, recuerdos tan diversos en el personaje construido por Marcel Proust. Fue el sabor del bollo repostero mojado en té. Dicho de otra manera, fue un sentido el que activó su memoria. Ésta peculiar forma de trasladarnos al pasado se denomina “efecto Proust”.
Varios estudios vinculados a la neurociencia han expandido la experiencia descrita por Proust. No sólo el gusto, sino todos los sentidos pueden generar recuerdos, dado que éstos están unidos a la región cerebral del hipocampo. Así, una imagen, un aroma, un sonido, una textura o un sabor pueden llegar a asociarse a momentos concretos de un tiempo pasado, independientemente si es reciente o lejano.
Lo acontecido en Venezuela durante los últimos días produce ese efecto. Las varias imágenes y palabras que nos llegan desde allí, inequívocamente, se asocian a nuestra memoria y nos trasladan a los momentos más determinantes que vivimos en Bolivia: los sucesos previos y posteriores al fraude electoral perpetrado por el MAS en 2019.
Para Venezuela, el fraude comenzó en 2022 con el “Acuerdo de Barbados”, resultado de la mediación hecha por algunos países de la región (Chile, México, Brasil), a fin de garantizar elecciones transparentes y con alta participación ciudadana. A cambio del levantamiento de ciertas sanciones económicas, el régimen de Maduro se comprometió a no intervenir en el proceso electoral; por su lado, la oposición se comprometió a participar en las elecciones, es decir, no hacer lo mismo que en 2018.
Como era de esperarse, el heredero del chavismo no cumplió aquel acuerdo. A menos de un año de las elecciones, designó a Elvis Amoroso —militante chavista desde 1990—como jefe del Consejo Nacional Electoral (CNE). En enero de este año, con ayuda de la Contraloría General y el Tribunal Supremo de Justicia, inhabilitó a María Corina Machado que ganó las elecciones primarias de 2023 con el 92% de los votos. Paralelamente, varios activistas y opositores fueron acusados por el Ministerio Público —subordinado al régimen de Maduro—de planificar un supuesto magnicidio.
Acuerdos no cumplidos, inhabilitación de candidatos de oposición, persecución judicial a políticos contrarios al régimen… Suena algo familiar, ¿verdad? No fue muy diferente el escenario pre-electoral que vivimos durante los meses previos a la elección del 20 de octubre de 2019.
Así como sucedió en Bolivia, varias encuestas mostraron que el régimen autocrático no iba a ganar. En el caso de Venezuela, vaticinaron una ventaja superior al 25% a favor del candidato opositor Edmundo González Urrutia. La caída de Maduro era más que posible, y en millones de venezolanos revivió una esperanza no vista en 25 años. Pero los herederos del chavismo no iban a dejar que su plan totalitario —a imagen y semejanza del régimen castrista que tiene secuestrada a Cuba— termine.
Así llegó el 28 de julio. Las imágenes que circulaban en redes sociales y medios de comunicación mostraban una alta participación, las encuestas a boca de urna confirmaban las pre-electorales, la alegría se expandía dentro y fuera de Venezuela. Finalizada la jornada, surgieron los contrastes: testigos electorales (delegados de partidos) y medios de comunicación siendo retirados de los centros de votación, demora en la difusión de resultados preliminares, chavistas-maduristas festejando su “victoria” … Comenzaba a evidenciarse el fraude.
Se tenía previsto que los resultados oficiales se difundieran entre las 20 y 22 horas del 28 de julio. Cerca de la media noche, Elvis Amoroso anunció que Maduro había ganado con el 51,2%. Sin mostrar ningún cuadro de respaldo, declaró que el resultado era “irreversible”; añadió que un “hackeo masivo” al sistema electoral detuvo el escrutinio al 80% y produjo la demora del CNE en la emisión de resultados “oficiales”. Mientras tanto, Maduro se proclamaba “presidente reelecto con la mayoría de votos”.
Festejos antes de conocerse los resultados oficiales, conteo electoral detenido, el líder del régimen proclamado vencedor… Sí, nuevamente escenarios conocidos para nosotros. La bribonada masista de 2019 se replicó en la tierra de Bolívar.
No cabe duda, lo que ahora acontece en Venezuela nos remonta a varios hechos que hemos enfrentado en Bolivia. Pero las imágenes y palabras que hoy nos producen ése “efecto Proust” merecen ser más que un mero recordatorio, deben ser el origen de un análisis profundo en todas las esferas contrarias al masismo. Porque no estamos frente a otro gigantesco fraude cometido por uno de los pupilos del modelo castrista, sino con la concreción de un autoritarismo hegemónico, muy cercano al totalitarismo.
En Venezuela, el régimen autoritario comenzó en 1999, cuando Hugo Chávez impulsó la Asamblea Nacional Constituyente a fin de aprobar un nuevo texto constitucional que reformó el sistema político —añadió poderes estatales (electoral, ciudadano), reconfiguró el parlamento—, amplió el periodo de mandato y la cantidad de reelecciones (6 años, dos periodos consecutivos), difuminó la separación de poderes al otorgar atribuciones plenipotenciarias al Ejecutivo, incluso cambió el nombre de la república (agregando la palabra “bolivariana”). Tras la muerte de Chávez, gracias a ésta Constitución, Maduro no tuvo problemas para proseguir con la proscripción del sistema democrático, o de lo que quedaba de él.
Ése tipo de regímenes surgen con base democrática y en forma de proyectos revolucionarios. Se autodenominan como “la solución” al status quo opresor, generado por las oligarquías políticas tradicionales. Usan como propaganda el ideal de “igualdad” y de “gobierno del pueblo”. Embanderan a un líder mesiánico; prometen al soberano una falsa libertad. Se presentan como la “opción popular” y con esa imagen, demandan apoyo. Bajo el pretexto de “cambio” o “revolución”, modifican el diseño constitucional del Estado y lo adecúan a la medida de sus aspiraciones. Su propaganda es tan invasiva que el pueblo termina creyendo que el “cambio” es bueno, y le cede su poder, sin pensar que con ello también entrega sus capacidades de crítica e insubordinación, mismas que son necesarias para democracias con ciudadanos comprometidos con ellas.
¿Cómo enfrentar ésa clase de dictaduras o regímenes autoritarios? Reconociendo el origen de su poder: la obediencia popular, sea o no voluntaria.
La cantidad de adhesión, aprobación o apoyo de un régimen determina su fuerza y el alcance de su poder. En la medida que éstas desaparezcan —o siquiera disminuyan—, el sistema autoritario pierde autoridad, omnipotencia. Es importante que reconozcamos ambas premisas, así también las debilidades que los autoritarismos tienden a fecundar en el tiempo (conflictos internos, deficiente gestión o gobierno, crisis socioeconómicas, prebendalismo inapagable, etc.), pues con toda ésta información, es posible diseñar una efectiva resistencia ciudadana/política.
La resistencia requerida debe ser activa: reforzando la autoestima ciudadana, regenerando la crítica e interpelación. Así también, es necesario conformar grupos o instituciones integrados por ciudadanos, a manera de contrapeso real frente a los entes estatales genuflexos al régimen. Esto no significa que formemos una nueva Asamblea Legislativa o un poder Ejecutivo “paralelo” porque los entes ciudadanos no deben usurpar funciones, sino devolver institucionalidad a los entes estatales. La resistencia debe ser férrea, constante para que el régimen sienta que su fecha de expiración se aproxima.
Asimismo, a fin de tomar recaudos y diseñar estrategias políticas de resistencia, es trascendental perder el miedo. Como ciudadanos podemos inmiscuirnos en actividades que protejan o promuevan el disenso y la oposición, tal el caso de los procesos electorales. En consecuencia, debemos trabajar en una gran estrategia política que incluya partidos, grupos ciudadanos, tácticas y técnicas de vigilancia electoral.
La oposición venezolana aprendió de sus errores, comprendió que su papel es propiciar resistencia, y fue a por ello. Durante el último año, los partidos opositores se concentraron en unificar sus acciones y planear una gran estrategia electoral: consenso para apoyar a un solo candidato, agrupación de testigos en un número superior al total de mesas electorales (90.000), creación de una base de datos que contenga los mismos registros del CNE y que permita el resguardo digital de todas las actas electorales que se logren conseguir. Esta avenencia logró que la ciudadanía venezolana recuperase algo de esperanza y coadyuve incluso desde el extranjero.
Así como la oposición venezolana, podemos usar los mecanismos y debilidades del régimen para derribar su proyecto. En menos de un año, el Tribunal Supremo Electoral tendrá que dar luz verde al proceso electoral general de 2025; aun tal plazo, queda tiempo para que la oposición político-partidaria y los ciudadanos comprometidos con la democracia diseñemos una verdadera resistencia.
“Y de pronto el recuerdo surge”, escribió Proust; así pues, que las imágenes y palabras que nos llegan desde Venezuela sirvan para repasar lo que vivimos y lo que podría orquestar el masismo para el próximo año. Nuestros objetivos no pueden ser más claros: 1) devolverle credibilidad a nuestra democracia por medio de la alternancia y 2) evitar que el régimen se consolide en un totalitarismo. Que el efecto proustiano active nuestra memoria y nuestra resistencia.