“Pjuritu pjuritu pjuritu, montera pjuritu, kaypi tomasayku, pocoatas puritu” (plumita, plumita, plumita de mi montera, aquí estamos puro de Pocoata). Es el primer verso que escuché cantar a mi abuelo Manuel Vela Gareca con su charango de cuerdas de acero afinado en “quinsa temple” y echar un grito onomatopéyico de mugido de toro: Jwuaaaa, pillapajpis, pampitallapajpis (contra quien sea, aunque sea para el suelito) para llamar y desafíar a sus posibles rivales.
Comienza el Tinku de Viernes Santo, los teloneros de la noche son los ovejeros (niños pastores de entre seis a 10 años). Una mano me empuja al ruedo, era de mi abuelo; ya estaba en cancha y tenía al frente a otro niño de mi misma categoría: “el Guarayo” (lo llamábamos así). Cerré los ojos, apreté dientes y puños y mis brazos comenzaron a moverse como aspas de molino en sentido horizontal. Sentí golpes en la cara, en el pecho, sangre en la nariz y lágrimas en los ojos. No sé cómo quedó “el Guarayo”. Sali de la cancha y me quejé llorando a mi abuelo: “Shusssta, kjari kanki, ama wuakjachu (eres hombre, no llores). Unas breves instrucciones de boxeo y me volvió a meter a la cancha tras echarme un poco de tierra en la nariz para que deje de fluir la sangre. En ese momento algo pasó, pero se me fue el miedo, se secaron las lágrimas y una energía de fuerza se apoderó de mi ser. Acabé mejor parado y eché un mugido de toro.
Entre la adolescencia y la juventud, edad plena de majtas (jóvenes vitales), en mi pueblo había tres condiciones que habilitaban a un hombre: entrar al tinku, saber tocar charango y haber ido al cuartel.
El ritmo de cruz causa una sensación inexplicable en el cuerpo: bulle la sangre, galopa el corazón, escuecen las manos. Es el tres de mayo, Tinku central. Es el tiempo de catarsis, tiempo de botar toda la violencia acumulada para vivir en paz el resto del año, tiempo de volver a la Pachamama, a la que pertenecemos, a través de la sangre.
Un sorbo de bebida con alcohol para tomar algo de valor y zzass a la cancha otra vez; no se miden riesgos, solo el valor de cruzar un par de puñetes. Es la quinta pelea que sostiene Manuel, mi hermano menor; la sexta, mi primo el “Lloque” (zurdo) Alberto; la séptima mi tío Octavio, otro zurdo de golpe certero. No importa ganar, sino descargar las malas energías. “Jwuaaaa, pecho ancho, trasero angosto, lindo y orgulloso pocoateño, pí nokjajina”, gritan los guerreros.
“Cincuenta centavos cinco bolivianos, abajo chilenos, viva bolivianos”, suenan los versos, tintinean los charangos y un armónico y bien sincronizado zapateo marcan el paso de los espartanos pocoateños que se van hasta el próximo Tinku, donde la muerte no es el fin, sino el resultado accidental del riesgo y el exceso.
Tunku pocoateño
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