Nacimos seres, pero no humanos. Nos hicimos en 2.000 años cuando constatamos que para convivir teníamos que ser humanos. Desde entonces, nos convertimos en seres siempre posibles porque somos resultado de lo imposible, de la nada, de la materia, del espíritu, del barro (según la visión que tenga cada uno y cada una del origen de la vida) y hemos rebasado los límites de evolución circunscritos tras la expulsión del paraíso.
Nacemos seres incompletos, imperfectos, inacabados y morimos más incompletos, más imperfectos, más inacabados, empero existimos cada minuto con la esperanza de alcanzar la perfección y al ver que hemos fracasado morimos con la utopía de lograrla en la otra vida y si creemos que no hay nada más allá de ésta, nos vamos del mundo con la ilusión de que nuestra descendencia lo logrará
Nacemos finitos, pero en nuestro filamento microscópico de existencia en el tiempo nos convertimos en infinitos porque encadenamos nuestros sueños con los de nuestros antepasados y nos convertimos en el eslabón de los que vendrán detrás de nosotros en el futuro, que por una ilusión mental parece que está más adelante, pero en realidad está detrás de nosotros, pisándonos los talones y trayendo consigo a nuestros hijos, nietos, bisnietos, tataranietos.
Nacemos mortales, pero en el recorrido de la nada hacia la nada buscamos la inmortalidad con frases hechas (escribe un libro, ten un hijo y planta un árbol) o con gestos heroicos o acciones sorprendentes o peleas a muerte por ser uno de los elegidos del poder. Sin embargo, sin embargo, de tanto querer ser inmortales nos damos cuenta que hemos perdido toda una vida, la única que teníamos, recién en el crepúsculo de la existencia.
Nacemos débiles e indefensos, pero con el transcurrir del tiempo nos creemos dioses, ya sea porque tenemos mucho dinero, mucho poder, muchas armas, pero no mucho conocimiento, pues, si lo tuviéramos nos haríamos más humanos en su infinitud y tomaríamos la vida con la humildad de los sabios, la incredulidad de los genios y las dudas de los filósofos.
Nacemos sin nada, desnudos, pero queremos tenerlo todo, todo, desde el pan del vecino hasta la casa del compañero sin preguntarnos ¿para qué queremos dos panes si saciamos nuestra hambre con uno? ¿Para qué tres casas si una nos queda grande y acoge nuestros sueños? Pero no, queremos más y más, así dejemos sin pan ni casa a nuestros semejantes, quienes para lo peor también quieren lo nuestro, entonces comienza la guerra a partir de lo tuyo y mío.
Nacemos seres, pero no humanos, hasta que nació Jesús (no sabemos exactamente cuándo, solo tenemos la idea de que fue hace más de 2.000 años) y nos inventamos la Navidad para recordar una vez al año, al final del tiempo medido por nosotros arbitrariamente, que somos incompletos, imperfectos, inacabados, finitos, mortales, humanos y que necesitamos de los otros y otras, de nuestros semejantes, para superar nuestras limitaciones.
Nacemos seres, pero no humanos; renovamos nuestra humanidad en Navidad, cada año recordamos que vinimos de la nada, sin nada y nos vamos a la nada, sin nada.
Nacemos seres, pero no humanos, hasta que aprendimos a celebrar la fiesta del ser humano entre el 24 y 25 de diciembre para inyectarnos amor, respeto, tolerancia, comunicación, libertad, igualdad, solidaridad y resistir las tentaciones inhumanas los próximos 365 días.
Nacemos seres, pero no humanos; en cada Navidad emulamos a Jesús, quien para comprender nuestro ser dejó por un tiempo de ser absolutamente Dios y se humanizó a través de un nacimiento.
¡Felicidades por asumir, al menos una vez al año, el compromiso de ser cada vez más humanos, más posibles y más infinitos¡
Navidad, fiesta del ser humano
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