El Clarín.
─¿Qué reflexión le merece la situación que está viviendo Bolivia? ¿Considera que es un golpe de estado?
─La situación de Bolivia es una crisis estrictamente política porque, en términos económicos y sociales, venía con niveles de crecimiento razonables como para que no hubiera ninguna situación explosiva, más allá de la histórica rivalidad de Santa Cruz de la Sierra con La Paz. La ambición de permanecer a perpetuidad de Evo Morales es lo que ha llevado a esto. Fue electo, cambió la Constitución para ser reelecto. Y después de ser reelecto amañó unos pronunciamientos judiciales para poder ser reelecto por tercera vez. Intentando la cuarta hizo un plebiscito, le salió en contra e igualmente amañó las situaciones jurídicas para poder ser candidato de nuevo y llegó luego a un episodio grotesco de fraude que no precisaba la corroboración de la OEA porque todos habíamos visto cómo se interrumpió abruptamente el escrutinio en el momento en el que, claramente, se iba hacia una segunda vuelta.
─¿Pero cree que es un golpe clásico o no?
─Esto es la responsabilidad política. A partir de allí podemos analizar una situación de facto que comienza en el fraude y termina en el vacío de poder. Podemos llamarlo golpe de estado, el primer episodio sería un autogolpe de estado hecho por el presidente para amañar la elección y luego, en cualquier caso, terminaríamos con un golpe de estado muy sui generis. Primero porque no hay irrupción militar: el propio Evo en su carta dice que este es un golpe político, cívico y policial. No alude al ejército. Y en segundo lugar, lo más insólito, es que es un golpe de estado en el que no aparece el golpista asumiendo el poder, que es lo que genera un formidable vacío. Bolivia hoy está en una situación muy crítica, con una violencia que se ha encaramado arriba de una protesta legítima. Como suele ocurrir en estos casos, la protesta legítima luego es aprovechada por grupos violentistas de orden diverso. La responsabilidad política, repito, cae toda en lo que fue ese afán de permanencia de Evo Morales, que pretendía ser una suerte de Tupac Amaru, monarca.
─¿Y cómo cree que terminará? ¿Se puede resolver sin Evo Morales, o necesita de su regreso para que le de sustento a una salida institucional?
─En este momento la presencia de Evo Morales podría ser conflictiva. Desde que se apartó dejó la situación en un vacío que hoy él ya no va a poder retomar en las mismas condiciones que tenía. Es decir que ahora, con una legitimidad muy frágil y con un acuerdo político muy mínimo, la nueva presidenta tiene que reencausar al país y lograr que la voluntad de paz que tiene la gente se pueda concretar en un proyecto político que lleve a una elección democrática abierta y garantizada por los organismos internacionales que la puedan vigilar.
─¿Usted cree que las fuerzas políticas bolivianas podrán acordar una continuidad para que no derive en un golpe de estado tradicional y un gobierno dominado por las fuerzas armadas?
─La necesidad de ese acuerdo es ostensible. Es el único modo de no caer en una situación de facto. Es evidente que las fuerzas armadas, que habían sido muy proclives a Evo Morales y muy cercanas a él, en el final le retiraron su apoyo. Pero tampoco asumieron el poder, de modo que no hay tampoco allí una voluntad golpista abierta. Por eso, es que dependerá de la sabiduría de los actores el poder encausar esto hacia un final feliz. Desgraciadamente, hay fuerzas, algunas muy radicales incluso en la oposición, como es la de Santa Cruz de la Sierra que lidera el señor Camacho, que es una oposición muy radical desde el ángulo de la derecha.
─Usted conoce bien la política argentina. En el Congreso, el peronismo denunció un golpe de estado tradicional. Y el oficialismo actual habló de un golpe a la democracia. ¿Le parece relevante poder definir semánticamente qué tipo de golpe estamos viendo en Bolivia?
─Bueno, en ese debate hay alineamientos. Quienes han sido partidarios del ALBA, o sea de la línea Venezuela y Bolivia, hablan de un golpe de estado tradicional. Quienes podemos mirar desde otra actitud democrática tradicional, podemos decir que es un golpe de estado sui generis pero me parece que el titular no hace a la esencia. La esencia es que un presidente que pretendía entronizarse por todos los medios físicos e ilícitos a su alcance y que culminó en una situación de abuso de poder, de fraude electoral que precipitó las cosas. Lo que está claro es que desde el fraude hasta el vacío de poder hay una responsabilidad política de Evo Morales que podemos llamar como queramos. Todo ha estado más allá de la legalidad desde el mismo momento del escrutinio electoral.
─Hay también una situación muy compleja en Chile con las protestas y venimos de una crisis en Ecuador. ¿Cree que hay conexión entre todas estas situaciones?
─Si uno escucha lo que dicen Nicolás Maduro y Diosdado Cabello, o las cosas que proclama el Foro de San Pablo, tendería a pensar que hay una orquestación desde ese ángulo. Mi impresión es que no tienen hoy la suficiente fuerza para producir una ola como fue la de los años ‘60 después de la revolución cubana. Lo que está claro es que hay situaciones diversas, que no es lo mismo para el caso de Bolivia. Digo que la situación de Chile es muy diferente donde hay otros ingredientes relativos, a mi juicio, a un fenómeno que se está dando en todo occidente y que es lo que se ha llamado la crisis de la democracia representativa. Porque hoy hay un ciudadano que siente que se representa a si mismo, que escribe un facebook porque cree que el mundo entero está girando alrededor de las redes. Que se ha ido alejando como consecuencia de ello de los partidos políticos, las estructuras eclesiásticas tradicionales, los estamentos sindicales.
Entonces pensemos que en Chile en una confrontación fuerte entre centro izquierda y centro derecha, votó un 47% en la primera vuelta, y en la segunda 49%. Entonces uno se pregunta, ¿los que estaban en la calle protestando fueron los que votaron o los que no votaron? En todo caso, uno ve una democracia con una ciudadanía poco comprometida, que ni siquiera fue a votar en su momento para la elección. Y esto está revelando ese distanciamiento de la sociedad con relación al sistema político.
No hay duda de que Chile mejoró económica y socialmente pero esa mejoría no ha sido suficiente para superar el arrastre que viene desde la colonia de situaciones muy fuertes de desigualdad. Y, en todo caso, mostraban una sociedad mejor asistida en bienes públicos. Pero esas mismas clases medias ascendidas, una vez que ascienden demandan más, asumen presupuestos más caros y ahí vienen las zonas de insatisfacción. Si uno mira la causa y el efecto parece totalmente inexplicable que un aumento muy pequeño del precio del metro pudiera provocar semejante revuelta.
También está claro que arriba se instalaron algunos grupos claramente organizados para la violencia. Porque, cuando se ataca organizadamente al metro en ocho estaciones y se le incendia, que por otra parte era el mejor de Sudamérica, estamos ante la presencia de otro tipo de grupo que está buscando una desestabilización por medio de la violencia.
─¿Y esa desestabilización la adjudica a grupos extremos o a grupos de la política tradicional? Porque hace una semana estuvo deliberando en Buenos Aires el grupo de Puebla con Dilma Rousseff, con Alberto Fernández y con la presencia muy fuerte, a través de un video, de Lula que acababa de ser liberado en Brasil. ¿Ve también un nexo entre estas situaciones?
─No soy muy afín a las teorías conspirativas que me lleven a pensar que detrás de estos movimientos están como decimos el Foro de San Pablo, Venezuela o el Grupo de Puebla. En cualquier caso, es evidente que hubo grupos radicales que más allá de cualquier orientación llevaron al país a la violencia. Más allá de una protesta de las que podían ser habituales contra una tarifa pública.
─El Grupo de Puebla iguala la situación de Lula con la de Cristina Kirchner en términos judiciales. Hablan de la teoría del lawfare como un avance de la derecha contra estos dirigentes con el argumento de la corrupción. ¿Qué ve detrás de esos planteos?
─Es evidente que el kirchnerismo arrastra una cultura muy fuerte de acusaciones judiciales, de casos comprobados de corrupción. Es como un entramado de situaciones complejas. Es natural que eso sea luego usado de un modo u otro para mostrarse como víctima y, desde allí, tratar de generar un descrédito de lo que es la situación judicial. Desgraciadamente, el poder judicial argentino tampoco ha mostrado en las últimas décadas la independencia necesaria, muy especialmente, en la época del kirchnerismo cuando apareció totalmente funcional a sus intereses. De modo que estamos allí ante una situación de forcejeo de poder y que, más allá de la institucionalidad democrática, se está buscando forzar las situaciones para salirse del cuadro de los reclamos jurídicos.
─En la década anterior los gobiernos populistas o de centro izquierda marcaban la línea política. En estos años, con Macri, Bolsonaro o Piñera parecían inclinarlo hacia la derecha. ¿Qué es lo que viene ahora?
─No se pueden hacer esquematismos tan simples. Ni las décadas anteriores fueron todo populismo ni ahora se ha dado tampoco un vuelco tan fuerte hacia el centro derecha. Yo diría que hay situaciones clásicas. Hoy está el fenómeno México, en el cual López Obrador retoma lo que ha sido la vieja línea del PRI, una suerte de tercera posición en aquellos años de los dos polos de la guerra fría y, hoy también, una cierta situación intermedia entre unos y otros. Ahora, yo ubico todos estos fenómenos en el marco macro occidental de una política que está inadaptada todavía a los tiempos que corren. Ha cambiado la estructura de la riqueza, han cambiado las fuentes de poder, los modos de trabajo y también los modos de comunicación entre los ciudadanos, desde el plano familiar hasta el plano político. Y todo ello hace que ese ciudadano que se representa a sí mismo, se distancie del sistema político. Esto a su vez aparece muy fragmentado y, como consecuencia, muy proclive a la aparición de líderes ocasionales muy apartados de lo que son los códigos tradicionales.
─¿Vale lo mismo para izquierda que para la derecha?
─Más de izquierda o más de derecha, pero con códigos tradicionales. España con una situación de ingobernabilidad muy severas; Italia lo mismo. Inglaterra y Estados Unidos, que mostraron lo que significan ambos gobernados por personajes extravagantes, por decir lo más sencillo. Y esto nos está hablando de una democracia occidental que cruje. No olvidemos que esto está inscripto a su vez en el marco de una emergencia económica mundial. La presencia de China ha cambiado todos los parámetros del comercio y que se libran también otras batallas en otros lugares por la hegemonía. Incluso con una Rusia que, sin tener una fuerza económica y militar de una gran potencia mundial, aparece como un actor relevante.
De modo que estamos con una situación democrática compleja en occidente, en un cambio de civilización producto de todos esos factores que menciono y sistemas políticos lucen poco eficaces para administrar una ciudadanía que espera más del mercado que del estado. Que ya no tiene aquella atracción pasional o romántica si se quiere, de esperanza por un sistema u otro.
El Muro de Berlín cayó hace 30 años y con eso se puso punto final a los dos siglos más políticos de la historia desde 1789 y la Revolución Francesa. Y hoy estamos en una situación en la que el predominio científico, económico, tecnológico pone las cosas mucho más allá del debate político en blanco y negro. Nada simboliza más esto que la posición de China, un país que aún tiene una estructura política autoritaria pero tiene un sistema económico capitalista y es un campeón de la libertad de comercio, cuando antes era la expresión de los sistemas económicos planificados del mundo socialista.
─¿Y cómo encaja en todo este esquema regional y del mundo la elección la elección en Uruguay? Las encuestas le dan una ventaja a Lacalle Pou. ¿Puede interrumpirse el ciclo del Frente Amplio?
─Todo indica que luego de quince años hegemónicos del Frente Amplio, con tres gobiernos con mayoría absoluta en el Parlamento, nos encaminamos ahora hacia un cambio muy importante desde el punto de vista político. Una experiencia, si se quiere, inédita que es la de una coalición formada por cinco partidos: los dos grandes partidos tradicionales y luego otros partidos nuevos que han aparecido. Naturalmente la inclinación de este rumbo es una línea democrática en lo interno, de alineamiento internacionalista en lo internacional, lejos naturalmente de los gobiernos autoritarios como el de Venezuela. De modo que ese va a ser el posicionamiento. En cualquier caso, diría que la elección uruguaya no muestra factores tan traumáticos como pudiera ser en otros lados. A tal punto es paradójico que el gobierno de la izquierda se presenta como un gobierno de más tranquilidad y de espíritu más conservador de la situación que el que propone la alternativa de centro.
─Alberto Fernandez acaba de ir a Montevideo para darle el apoyo al Frente Amplio, lo mismo que hicieron en su momento Néstor y Cristina Kirchner con Tabaré Vázquez.
─Lo cual me parece totalmente inadecuado porque un presidente electo de Argentina no debiera estar participando o intentando influir de algún modo en la elección del Uruguay. Hemos tenido muchos desarreglos. Nuestros gobernantes opinaron desde el gobierno mal de Jair Bolsonaro cuando estaba en carrera hacia la presidencia; ganó Bolsonaro y hoy Uruguay no tiene una buena relación con Brasil. Ahora a la inversa, Bolsonaro opina de nuestras elecciones diciendo que pierda el Frente Amplio, lo cual tampoco es bueno. Por el otro lado, nos encontramos con Alberto Fernandez intentando también dar su apoyo al Frente Amplio, lo cual no me parece respetuoso de los códigos de soberanía, ni siquiera yo diría de la prudencia política que nos impone la necesaria convivencia entre vecinos. Tenemos tantos motivos de solidaridad en general.
─¿Cree que ese apoyo puede afectar las elecciones a futuro entre Uruguay y Argentina?
─Le puedo asegurar que del lado uruguayo va a haber todo el esfuerzo por mantener buenas relaciones tanto con Argentina o con Brasil. De eso no tengo la menor duda.
Julio María Sanguinetti (Montevideo, 1936), Doctor en Ciencias Sociales de la Universidad de la República, fue Presidente de Uruguay en dos períodos: 1985-1990 y 1995-2000. Anteriormente fue Diputado (1963-1973), Ministro de Industria y Comercio (1969-1971) y de Educación y Cultura (1972). Fue senador entre 2005 y 2010, y ahora acaba de ser electo otra vez. Presidió el Centro Regional para el Fomento del Libro de UNESCO, el Consejo de la Universidad para la Paz de la ONU y la Comisión Nacional de Bellas Artes. Ha publicado numerosos libros sobre temas históricos, artísticos y jurídicos. Ejerce el periodismo, siendo actualmente columnista de El País (España), La Nación (Argentina) y El País (Uruguay). Es Presidente Honorario de Peñarol.